Apoyada en el suelo, como si se tratara de un aviso de lo que hay debajo de la tierra, yace la cabeza de una muñeca bebé de plástico. Junto a ella hay un montículo de arbustos secos y piedras. La señal de que ahí un grupo de padres y madres que buscan a sus hijos desaparecidos encontraron en 2024 más de 1 mil 700 restos humanos enterrados, en el Parque Nacional El Tepeyac, el mayor hallazgo a la fecha en pleno corazón financiero y político del país.
Muy cerca del horror, a unos 20 pasos del pedazo de tierra torpemente resguardado –buena parte de las bandas amarillas que prohíben el acceso ya están desgarradas y tiradas por el suelo–, un grupo de mujeres hace meditación sobre unos tapetes de yoga en el kiosco que está en la entrada del bosque, y unos niños juegan en un parque infantil. A menos de dos kilómetros está la Basílica de Guadalupe, en la alcaldía Gustavo A. Madero de la Ciudad de México, uno de los centros de peregrinación más visitados, al que a diario llegan cientos de católicos a mostrar su devoción por la Virgen y pedirle que obre algún milagro.
Carlos Ramírez Chaufón es de los primeros en llegar al punto de encuentro, en el kiosco, a las 7:30 de la mañana de un viernes de febrero de 2025. Viste una playera blanca, apolillada y desgastada ya por tantas lavadas, en la que luce impreso el rostro de su hermano Ángel; un joven de 20 años al momento de desaparecer el 29 de noviembre de 2019 tras salir de su trabajo en Sanborns.
Mientras se ajusta las coderas y rodilleras que utiliza para protegerse las articulaciones cuando busca a ras de tierra, y se pone un pasamontaña para cubrirse del sol, Carlos dice que él no pide milagros, sólo que la Fiscalía de la ciudad haga su trabajo. Y lo dice porque, a más de siete meses del hallazgo de restos óseos por parte del colectivo Hasta Encontrarles CDMX en este predio —donde además de minúsculos fragmentos humanos, también hallaron huesos completos y dientes–, las autoridades aún no terminan de analizarlos, y se desconoce si pertenecen a una o a varias personas; lo mismo la temporalidad y el contexto en el que fueron dejados ahí. De hecho, aún quedan fragmentos por recolectar.
Ante la pregunta de cómo es posible que aún haya restos a escasos pasos de la gente que medita y hace ejercicio, Carlos responde, ajustándose unos guantes de látex, que la desidia por parte de las autoridades está motivada por la falta de recursos para la Comisión de Búsqueda de Personas de la Ciudad de México y la propia Fiscalía, pero también por la falta de voluntad política.
–Las autoridades no reconocen que hay un problema de desaparición en la Ciudad de México y que, además, va en aumento. Por eso hemos batallado mucho para que se reconozca, buscan minimizarlo e invisibilizarlo –dice Carlos.
Más de 4 mil denuncias de desaparición continúan vigentes en CdMx
Las familias buscadoras aseguran que en la capital los desaparecidos se cuentan por miles. Una afirmación que, de acuerdo con datos oficiales de la Secretaría de Gobernación, no es para nada exagerada: sólo entre 2019 y febrero de 2025, es decir, entre el sexenio pasado y el arranque de la actual administración, suman más de 4 mil denuncias que continúan vigentes por desaparición en la capital, más otras 469 personas que ya fueron localizadas muertas.
–Claro que hay entierros y cremaciones clandestinas, y claro que desaparecen personas a diario en la Ciudad de México –subraya Eduardo Ramírez, el hermano pequeño de Carlos y Ángel, que sobre el hombro lleva una varilla muy fina que clavará sobre la tierra para que agentes de la unidad canina pasen olfateando en busca de indicios de fosas clandestinas.
Los hermanos Carlos y Eduardo, junto con su padre Gerardo, comparten la brigada de búsqueda con las familias de Jesús Armando Reyes Escobar y Leonel Báez Martínez, los otros dos empleados del Sanborns que desaparecieron junto a Ángel el 29 de noviembre de 2019. Hasta el momento, cuentan que poco de lo que se sabe del caso ha sido por las investigaciones que ellos mismos han hecho; lo habitual en un país donde más del 90% de los delitos quedan impunes.
Y lo que se sabe más o menos con certeza es que ese 29 de noviembre, entre las 7 y la 9 de la noche, Ángel, que juntaba dinero trabajando de mesero para estudiar Turismo en el Politécnico Nacional, entró a una cervecería en la colonia Lindavista después de su jornada de trabajo, a muy pocos kilómetros del bosque donde se hace la búsqueda, y donde fueron hallados miles de restos humanos muy cerca de la Basílica de Guadalupe.
Aún no se sabe con precisión si Jesús Armando y Leonel –que entre ellos sí eran amigos– entraron también a la misma cervecería para verse con Ángel, a quien conocían de jugar retas de futbol entre empleados del Sanborns, o si sólo coincidieron ahí o si realmente llegaron a entrar. Las diferentes cámaras de videovigilancia de la zona los ubica en un lugar cercano, sobre Avenida de los Insurgentes, pero no se les ve entrar al establecimiento.
–No sabemos qué sucedió. Más de cinco años después, seguimos sin respuestas –lamenta Lourdes Romero, cuñada de Leonel, después de ponerse sobre una sudadera negra la playera blanca que lleva impreso el rostro de su familiar y la leyenda Desaparecido.
¿Por qué ‘los malos’ van a esconderse en los alrededores del Tepeyac?
El lejano repicar de las campanas de una parroquia, que primero se escucha lento, lúgubre, y luego se torna frenético, indica que ya son las 8 de la mañana. Bajo el techo de lámina del kiosco, el coordinador de la Comisión de Búsqueda pide que se haga un círculo para dar indicaciones de cómo se distribuirán por el terreno la treintena de personas que integran la brigada.
En el grupo hay bomberos, peritos de la Fiscalía que van uniformados con el clásico traje blanco, antropólogos del INAH que ayudarán a determinar que los restos que se vayan encontrando no sean patrimonio arqueológico, elementos de la Guardia Nacional y del escuadrón canino de la policía capitalina, así como personal de la alcaldía, integrantes de la Brigada Marabunta, e integrantes del colectivo Hasta Encontrarles.
Tras las instrucciones, el círculo se rompe y todos forman una fila para recibir botellas de agua –se espera que la temperatura roce los 25 grados para el mediodía– y un lunch para almorzar durante el descanso que se hará a las 11.
A diferencia del ritual que colectivos de madres y padres buscadores hacen en otros estados, como en Veracruz, acá no hay rezos tomados de las manos, ni aplausos para darse ánimos. Todos agarran en silencio sus mochilas, picos, palas y varillas, y comienzan a caminar hacia la salida del Parque Nacional El Tepeyac ante la mirada de extrañeza de quienes practican box o yoga, a escasos metros de donde se encontraron más de mil 700 restos humanos.
–¡Ah chingá! ¿Aquí se han encontrado restos humanos? –preguntó rascándose la coronilla un hombre de unos 50 que se balanceaba en uno de los columpios del parque de juegos infantiles.
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Y sin dejar de balancearse, este vecino de la colonia Gabriel Hernández agrega:
–No tenía idea. Pero seguro que vinieron los malos de fuera a tirar los cuerpos por el bosque. Si fueran de por acá, ya lo sabríamos. Aquí nos conocemos todos.
Los dos días previos a esta búsqueda, la brigada se concentró en otro predio cercano, en el cerro del Guerrero; junto a una barda que separa el bosque de unas casitas. El motivo de buscar ahí, explicaron los peritos forenses, es que con las lluvias y el viento se producen deslaves de terreno que arrastran gran cantidad de materiales hacia la barda. Pero en esas dos jornadas sólo encontraron restos óseos que corresponden a fauna animal, sobre todo perros y gatos muertos.
Para este viernes de febrero, el plan es salir del parque y rodearlo por un camino estrecho y angosto de la colonia Gabriel Hernández que sube hacia el cerro. Ahí corre el rumor de que hay inmuebles abandonados que pudieron haber sido utilizados como casas de seguridad para ocultar a personas secuestradas.
La brigada quiere cavar tres pozos en la parte de atrás de estos inmuebles, que son una antigua pollería, una tiendita de abarrotes donde sólo quedan cajas con botellas vacías de cerveza y cristales regados por el suelo, y un local más grande en cuyas paredes blancas alguien se entretuvo metiendo las manos a un bote de pintura roja para dejar las palmas impresas. En ese local hay una bodega sin ventanas que está a oscuras. Por el ambiente flota un ligero olor a quemado.
Durante el camino que va subiendo serpenteante, tanto los agentes de la policía como los cuatro elementos de la Guardia Nacional que custodian la brigada, se mueven por el perímetro hablando entre ellos en clave. Se les nota nerviosos y atentos a los vecinos que suben y bajan por el sendero, y que tras mirar de reojo desconfiados a los uniformados se escabullen por alguna de las interminables escaleras que aparecen y desaparecen por el laberinto de esta colonia que algunos medios bautizaron como ‘Las favelas de la GAM’.
–¡Órale, que nadie se quede rezagado! –grita seco uno de los soldados.
–Esta es una de las ‘peorcitas’ zonas de la ciudad. Es lugar de asaltos y también de delitos de alto impacto, como secuestros y extorsiones –contesta por lo bajo uno de los agentes ante la pregunta de por qué tanto nerviosismo.
Este agente, que viste un uniforme azul marino, sube algo jadeante por el sendero rodeado de casitas de fachada de concreto construidas sobre la ladera de un cerro y en desniveles que desafían las leyes de la gravedad. Enfrente, a lo lejos, se observa una mancha enorme de más viviendas sobre otro cerro del que suben y bajan las cabinas del teleférico de Ecatepec, ya en el vecino Estado de México.
–[Allá] también es una zona muy peligrosa porque estamos en lo alto del cerro –agrega el elemento, que no quita la palma de la mano de la culata del aparatoso revólver que lleva en el cinto–. Los malos saben moverse por el bosque para entrar y salir rápido de la colonia, por eso vienen a esta zona a esconderse y refugiarse. Y por eso, van varias veces que nos han recibido con balazos al aire.
Un hombre acribillado entre las calles aledañas al Tepeyac
Las cifras oficiales también justifican el nerviosismo de los policías: según datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública, en 2024 se registraron 91 denuncias por asesinato en la alcaldía Gustavo A. Madero, donde se encuentra este bosque y la colonia Gabriel Hernández.
Además, se abrieron 567 carpetas de investigación por lesiones dolosas con arma de fuego y arma blanca –casi dos diarias–, 60 denuncias por extorsión, y hasta 612 denuncias por narcomenudeo en una alcaldía donde, tan solo unos días antes del recorrido para esta crónica, las autoridades catearon un inmueble que poco después dio como resultado la detención de siete integrantes de La Unión Tepito; uno de los grupos delictivos más violentos de la capital.
Uno de esos casi 100 asesinatos que hubo en 2024 en la alcaldía ocurrió precisamente entre las laberínticas calles de la Gabriel Hernández, cuando en febrero un hombre de 40 años fue acribillado a tiros desde una moto en lo que, al parecer, fue un ajuste de cuentas por el narcomenudeo que abunda por la zona.
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Pero, al margen de la violencia, también hay que tomar precauciones, literal, por el suelo donde se pisa: en la parte de atrás de los inmuebles abandonados hay incontables bolsas de basura y escombros, y por el lugar hay regadas jeringas, agujas, y botecitos de cristal que contenían sustancias inyectables. Parece que el lugar también es utilizado como vertedero de productos sanitarios de alguno de los muchos hospitales que hay por la colonia Lindavista.
A eso de las 10 y media de la mañana, y aprovechando la sombra de unos árboles frondosos frente a las viviendas, el señor José Díaz hace un descanso luego de una hora de rascar la tierra con un rastrillo. Viste jeans y una chamarra gruesa, a pesar del calor, y sobre el cuello lleva colgada las fichas que le caen por el pecho con la fotografía de su sobrina Josefina Avellaneda Díaz; una mujer de 36 años de tez morena clara, ojos oscuros y pelo lacio negro, que desapareció en octubre de 2016 en la colonia Jardines de San Lorenzo, en Iztapalapa.
Mientras observa de reojo cómo el equipo de bomberos continúa sacando escombro de uno de los pozos, don José cuenta con una sonrisa orgullosa que, a sus 75 años, aún se mantiene en buena forma.
–Yo era gendarme aquí en la ciudad, granadero. Y pue' me ponían a hacer muchos ejercicios desde la mañana temprano, y por eso ahora mírame, estoy muy bien. Tengo energía suficiente –dice el hombre que tira al suelo el machete con el que ayuda a cortar la maleza, y se toca los bíceps, al igual que sus piernas.
De hecho, el expolicía se quita el sombrero de paja y apunta con su mano hacia el lado de Ecatepec para asegurar que con sus piernas ha recorrido cada palmo de ese laberinto inabarcable.
–He caminado mucho. Y no sólo por allá, también por Querétaro, Toluca, Xalapa, Cuautitlán… Ya he perdido la cuenta de los lugares donde la he buscado.
Lleva casi una década buscando a Josefina. Desde entonces, no han tenido pistas. Solo una extraña llamada telefónica en abril de 2021 de una persona que supuestamente hablaba en nombre de su sobrina, que cortó rápido la comunicación sin dar más detalles, ni pedirles nada. Intentaron regresar la llamada, pero ya nunca hubo respuesta, lamenta el hombre. Ahora, el expolicía asegura que no va a dejar de buscar a su sobrina mientras las piernas respondan.
El problema, contrapone, es que organizar las búsquedas no es tan fácil, ni tan rápido. Esta jornada en El Tepeyac, por ejemplo, solo dura tres días porque la Comisión de Búsqueda tiene que ir a otros lugares, y el personal y los recursos son escasos. Por lo que deberán esperar un mes para organizar otra brigada.
–A veces salgo yo solo, porque mis compañeros no salen hasta que la Comisión puede, y eso se puede tardar meses, y pue' a uno le gana la desesperación, ¿verdad? –vuelve a sonreír el hombre, que se toca el bigotito ralo y fino lleno de canas plateadas–. Entonces, lo que hago es irme por las calles –apunta con la barbilla hacia la mancha urbana de Ecatepec–. Me pongo a preguntar a la gente si ha visto a mi sobrina, les enseño fotos, reparto la ficha a los compañeros policías, a los bomberos, a la Guardia Nacional…
Don José se coloca sobre la nariz un cubrebocas de tela azul para protegerse de la nube densa de polvo que sale de los tres pozos. Para cuando el mini descanso termina, se dispone a ayudar a otros a escudriñar la tierra, que unos peritos forenses pasan por una criba para colarla y separar así las piedras de posibles restos humanos u otras pistas como envoltorios de chicle, de los que revisan su fecha de caducidad para tener una idea de la temporalidad.
–Y así tiene que andar uno, luchando mucho para encontrar respuestas –concluye el expolicía de 75 años.
¿La gente suele pensar que no hay desaparecidos en la CdMx?
Paula Ruíz Escobar, de 39 años, es hermana de Jesús Armando; uno de los tres empleados de Sanborns desaparecido el 29 de noviembre de 2019. Va vestida también con unos jeans grises, botas, y una playera blanca ya desgastada con el emblema ¿Dónde estás? y una fotografía de su hermano, un joven fisicoculturista que, en palabras de ella, “amaba a Dios y le encantaba ayudar a la gente”.
Paula es empleada doméstica, ama de casa y madre soltera, por lo que, como muchas otras madres buscadoras en el país que dejan sus trabajos o los alternan como pueden, tiene que hacer malabares para laborar y recibir el ingreso con el que mantener a su familia, y además sacar el tiempo y las energías para asistir a las brigadas.
Cuando se le pregunta qué le parece que haya una treintena de personas en esta jornada, la mujer se seca el sudor de la frente con el dorso de su mano, y deja escapar un largo suspiro de resignación. Acto seguido, con una mueca explica que en los cinco años que lleva su hermano desaparecido, ella y su familia han tenido que ‘batallar’ mucho con las autoridades.
–La Fiscalía nunca nos ha dado atención como se debe, nunca. Siempre hemos tenido que estar exigiendo. Y las cosas al final se hacen porque no hemos parado de presionar. Porque si te sientas a esperar a que ellos hagan su trabajo… ¡n’hombre! –dice mientras pasea la mirada por el hormiguero de personas que va y viene llevando escombros en carretas y cubetas para escudriñar.
No sólo no ha habido atención adecuada. Tal y como expone Lourdes Romero, que busca a su cuñado desaparecido Leonel, el otro empleado del Sanborns, Paula lamenta que ha padecido la soledad de las familias buscadoras.
–Hay mucha gente que llega y te dice: “ay no, pues a saber en qué andaba metido tu hermano”. Es gente que no sabe y que te hiere. Pero yo sé que mi hermano no estaba metido en nada malo. Hasta ahora, no hay indicios de que ninguno de los tres anduviera en algo indebido. Pero, la gente es cruel. Muy cruel.
Paula exhala otro suspiro, se quita los lentes, y con el dorso del guante de látex azul se restriega con cuidado las lágrimas que empiezan a brotar de los ojos.
–Antes te decían: ‘no vayas a tal lado, que ahí está fea la cosa, o no vayas para tal sitio en el norte porque desaparecen a la gente’. Pero ahora, aquí en la Ciudad de México, por mucho que digan ‘que no’ nuestras autoridades, también hay muchas desapariciones. Mi hermano y sus compañeros son un ejemplo.
Un día antes, en la búsqueda en el Cerro del Guerrero, sobre la barda que separa el bosque de las viviendas, Lourdes contaba una experiencia similar. La mujer estaba sentada sobre un montículo de tierra y rodeada por una pala y una cubeta en cuyo interior había huesos de fauna, probablemente de res, y una maya con la que filtra la tierra y de la que, a pesar de llevar las manos con unos guantes industriales, extraía con precisión minúsculos huesitos de ave.
–Mucha gente piensa que, como están en la capital, a ellos no les va a pasar, que les desaparezcan a un ser querido. Pero justo una semana antes de que mi cuñado Leonel desapareciera, mi suegra y yo estábamos viendo un volante de una chica que había desaparecido. Recuerdo que nos dijimos: “híjole, qué mal que a esa familia les pasó eso”. Y una semana después nos pasó a nosotras.
Lourdes recordaba lo anterior ante la mirada silenciosa y taciturna de su suegra, una mujer de unos 60, menuda, que recoge su mata de pelo gris en una larga trenza que le llega hasta la cintura. Mientras escuchaba a su nuera, la mujer hurgaba con obstinación entre los restos. De vez en cuando estiraba el brazo y sin pronunciar palabra mostraba la palma de su mano enguantada en la que tenía más minúsculos fragmentos de ave que ya aprendió a identificar.
–Es muy fuerte estar de este otro lado de la moneda…
Otra búsqueda en la que no hay pistas del paradero de los desaparecidos
Ya es casi la 1 de la tarde y la jornada está por terminar. Sobre una larga sábana azul, de las que se usan en los hospitales, las peritas forenses y antropólogas van colocando con cuidado todo lo que se extrajo de los pozos de sondeo, para que quede a la vista de toda la brigada.
Entre los hallazgos hay decenas de fémures alargados, que corresponden a perros, y un cráneo grande también canino, tal y como explican las forenses. Asimismo, hay muchos restos de ropa hecha jirones, como playeras, pantalones, faldas, y ropa interior masculina y femenina. También hay tenis arrugados y unos zapatos de tacón putrefactos por la humedad de la tierra.
En esta jornada tampoco hubo hallazgos humanos, o de pistas que puedan conducir al paradero de los tres empleados del Sanborns, o de cualquiera de las 4 mil personas que continúan desaparecidas en la Ciudad de México. Y ahora, tendrán que esperar hasta finales de marzo para reiniciar la búsqueda.
Gerardo Ramírez, papá del desaparecido Ángel Ramírez Chaufón, agarra una de las cubetas para sentarse sobre la base. El hombre, alto y corpulento, se da un respiro antes de que los soldados de la Guardia Nacional ordenen que todo el mundo se retire. Como dijo un día antes la buscadora Lourdes, el señor Gerardo, que como sus dos hijos usa un pasamontañas y lentes oscuros para protegerse del corrosivo sol de la tarde, cuenta con voz queda, cansado, que lo peor de terminar otra brigada sin respuestas es el peso de esa incertidumbre que, en efecto, no se despega de ellos ni cuando duermen.
–A veces, mi hijo llega en sueños y platica conmigo. Y entonces aprovecho para preguntarle si va a regresar, si algún día va a regresar con nosotros. Una vez, en un sueño, mi hijo me respondió: “papá, ya ven por mí, por favor. Ya quiero regresar con ustedes. Estoy cansado”. Pero, en otro sueño, se me apareció y me dijo: “mira papá, sí voy a regresar… pero no de la forma que tú quieres”. Tengo la fortuna de soñar con mi hijo, de platicar con él, de tocarlo, olerlo, abrazarlo. Y aunque sólo lo pueda ver en sueños –dice manteniendo la sonrisa–, eso es algo que me da mucha felicidad.
Gerardo traga saliva, se ajusta los lentes oscuros, y ladea la mirada a otra cubeta que tiene cerca en la que depositaron restos de ropa que hallaron, a unos kilómetros de la Basílica de Guadalupe, el santuario mariano más famoso del mundo.
GSC/LHM