Horas antes de morir, Alejo Garza Tamez llamó a su esposa, Leticia, para preguntarle por sus hijas, Marcela y Alejandra. No mencionó que un grupo armado lo había amenazado para que entregara su rancho San José ni tampoco que había decidido defenderlo con todo el arsenal de cacería con el que contaba.
–¿Sabes qué, mi amor? Te quiero mucho –se despidió don Alejo.
–Ay, mi amor, yo también, yo más –respondió su esposa.
–Mañana, si Dios quiere, vamos a hablar tempranito.
Leticia esperó al día siguiente la llamada de las ocho de la mañana. Se extrañó de que ésta no ocurriera, por lo que marcó al teléfono de su esposo. Nadie contestó. Después hizo un nuevo intento y pasó lo mismo. Y otro, hasta que decidió llamar a Joaquín, el vaquero de la propiedad.
–¿Pues qué pasa, Joaquín?
–Es que fíjese que hay muchos soldados.
–¿Y eso?
–Pues hay muchos soldados adentro del rancho.
–Bueno, ¿y eso qué? Usted pase y vea a mi esposo a ver cómo está. A lo mejor los soldados fueron a hacer alguna revisión.
–Es que no sabe cuántos hay: hay demasiados y no me dejan entrar.
–No, dígales que usted es su trabajador del rancho, que lo dejen pasar, y luego me habla para decirme cómo está mi esposo, porque yo tengo pendiente.
Joaquín no regresó la llamada ese día.
Cerca de la una de la tarde del domingo 14 de noviembre de 2010, un grupo de familiares llegó a la casa de don Alejo en Monterrey. Ya sabían que había muerto, pero no sabían cómo decírselo a Leticia, hasta que uno le dijo. Ella se negó a aceptarlo y llamó por teléfono a su hija Alejandra: "Hijita, dicen que tu papá está muerto, pero no es cierto, vente para la casa".
Alejandra se encaminó de inmediato. Se sorprendió de encontrar la calle llena de autos. Varios vecinos les dijeron después que pensaban que tendrían fiesta. No se imaginaban que habían matado a don Alejo en el rancho de Tamaulipas, donde pasaba los fines de semana.
Leticia recordó que un día antes de irse, su esposo llegó a la casa con un rosal en una bolsa de plástico, diciéndole que era un regalo para ella: "así no sólo te daré una rosa, sino varias y muchas veces". Después del funeral, la esposa de don Alejo sembró el rosal en el jardín de la casa.
Durante mis entrevistas con ella y sus hijas a lo largo de estos años, diversas podas del rosal siempre estuvieron en un rincón del interior de la casa.
"Yo lo tengo ahí a él. Siento que estas flores él me las envía".
Fue así como un día surgió la idea de que Leticia, Marcela y Alejandra volvieran al San José para plantar una poda del rosal en honor de don Alejo.
* * *
Días antes de acompañar a la familia de don Alejo en su regreso al San José viajé a un rancho del empresario Bob Secrest, en Kerville, un pueblo del condado de Kerr, en Texas. Bob celebraría una reunión especial en su propiedad con cazadores mexicanos y texanos, amigos de don Alejo.
Del lado americano, además de Bob, estaba Webb Melder, también empresario y ex alcalde de Conroe, una ciudad texana cercana a Houston; del lado mexicano, los hermanos Humberto, Alfonso y Everardo Salazar, comerciantes y ganaderos, así como Hugo Cavazos, todos ellos de Allende, la tierra natal de don Alejo.
Todos eran amigos entre sí desde principios de los 80, gracias a la cacería que cada año practicaban en ranchos de Estados Unidos y México, donde el San José era uno de los que más destacaban para practicar cacería de paloma, ganso canadiense y de codorniz, así como pesca.
El rancho de don Alejo no era el único que gozaba de este ir y venir. Otros ranchos de la región también recibían numerosos visitantes texanos.
"Todo eso –recuerda Hugo con tristeza en una mesa donde conversa con los demás participantes de la reunión– le daba vida a los ejidos, porque se llevaban a los chamacos a trabajar y estos se ganaban buen dinero ayudando. Ahora no hay trabajo ni siquiera en la agricultura. Yo tengo un rancho en Tamaulipas y ya tengo cuatro años de no ir por la situación".
Webb Melder sigue la conversación...
–Tendremos que aferrarnos a esas historias del pasado, porque desafortunadamente no podemos ir a México a menudo. No podemos cazar debido a la situación actual, pero esperamos que eso cambie y mejore.
–Después del accidente de Alejo, se afectó bastante la situación. La inseguridad estaba muy fea, entonces creo que se cayó o se bajaron las actividades… –comenta Hugo.
–Casi al ciento por ciento. Y más por esa parte de Tamaulipas –interviene Alfonso.
–Pero lo que hizo Alejo fue muy valiente: enfrentar solo a un montón de bandidos, porque fueron a amenazarlo y él le dijo a Joaquín que se retirara, que ese día no fuera a trabajar sino hasta el día siguiente. Y cuando llegaron, él solo los enfrentó. Lo más fácil para cualquiera hubiera sido salir del rancho y haberlos dejado, pero era muy valiente –sentencia Everardo.
Tras un silencio de tristeza e incomodidad, interviene Bob.
–¿Atraparon a los tipos que lo mataron?
–Nunca he sabido nada. Cuando nos enteramos que lo habían matado, nadie podía creer quién era capaz de hacerle eso a una persona como Alejo –lamenta el anfitrión.
Después Webb cuenta la forma en la que se enteró de lo sucedido aquel domingo en su casa, cuando recibió una llamada de Everardo, quien lloraba del otro lado del teléfono.
–¿Qué pasa, Everardo?, ¿qué pasa? –preguntó Webb.
–Mataron a Alejo.
–¿Qué?
Everardo no podía hablar y colgó. Webb entró en shock. Su esposa Beverly estaba en la cocina y se acercó a consolarlo.
-Webb, ¿por qué estás llorando?
El texano estaba sentado en un rincón de su casa con la cabeza en las rodillas.
–Mi amor, mataron a Alejo.
* * *
Salimos al alba de Monterrey rumbo al rancho San José. Además de Leticia, sus hijas Marcela y Alejandra, iban también los esposos y los hijos de ambas. Los pequeños nietos de don Alejo estaban muy emocionados, ya que no conocían el rancho.
Pasamos Santiago, Allende, Hualahuises, Linares y Montemorelos, todos municipios de Nuevo León que formaban parte de la ruta que don Alejo recorría de manera habitual los fines de semana, haciendo solo tres paradas: una en la tradicional carnicería Ramos para comprar provisiones y otra en Allende para comer con su hijo Gerardo Alejo y su nieto mayor y consentido: Gerardito.
Al llegar a territorio tamaulipeco, en un pueblo de Padilla llamado El Barretal, paramos en el tercer lugar que formaba parte de las escalas de don Alejo: un modesto puesto de naranjas atendido por Sixto Orozco. Al inicio, don Sixto –de casi 90 años– no recordaba a Leticia ni a don Alejo, hasta que la hija Alejandra le mostró una fotografía que llevaba en el celular.
–¡Ahhh ¡¿Alejo Garza?!, cómo no. Ese señor era muy mi cliente: aquí se iba para su rancho y se llevaba naranjas, iba para acá a Monterrey y llevaba naranjas también –recordó don Sixto.
–Por eso ya decía yo que se me hacía raro que no se acordara –comentó Leticia.
–Un día estaba solo y andaba un gallo por ahí que me quería comer, pero nomás lo andaba correteando y no lo alcanzaba. Don Alejo me dijo: “ahorita se lo arreglo”. Se fue a su camioneta, sacó su pistola de una garrita, una toalla roja, y le dio un tiro preciso al gallo. Santo remedio.
–No se le dificultaba nada…
“Ya han pasado varios años del accidente. Le platico que por esas fechas yo iba para San Juan de Los Lagos y ahí en el camino me hallé a la gente que estaba trabajando con él en el rancho…”
–¿Los trabajadores le platicaron lo que pasó en el rancho?
–No, lo que pasó no. Platicaban que ellos le decían que le ayudaban con el problema y entonces el señor les dijo: “no, no quiero compromisos. Yo solo”. Le hicieron ese mal, nomás porque echaron la granada en la casa, sino todavía estuviera aquí.
–Así es, don Sixto. Muchas gracias. Me dio mucho gusto, que Diosito lo siga bendiciendo –se despidió Leticia.
–Igualmente.
–Cuando vuelva vengo a visitarlo otra vez.
* * *
John Wayne es el nombre que se le vino a la mente a Webb mientras recordaba con sus amigos a don Alejo en la reunión del rancho de Kerville, Texas.
–Alejo no iba a trabajar toda su vida, construir algo y dejar que alguien se lo quitara. Eso no estaba en su naturaleza. Ustedes lo saben.
El resto del grupo asintió.
–Vi muchas películas de John Wayne mientras crecía. Nunca conocí a John Wayne, pero Alejo es lo más cercano a John Wayne que he conocido. Un hombre de principios, íntegro.
–Yo –interviene ahora Alfonso– la última vez que tuve plática con Alejo, fue un día antes del accidente. Él paró en Allende un rato y ahí llegué a su oficina, donde estaba sentado. Lo agarré por detrás y le tapé los ojos. Rápido dijo: ‘Es Ponchito Salazar’. Me invitó a ir al rancho, pero le dije que no podía. Se fue solo, lo cual era raro, porque casi siempre iba acompañado.
–Fue una lucha que él hizo porque le dolía mucho que le quitaran el rancho. Él hizo también la lucha por el lado bueno, de no tener ese problema, pero creo que no hubo contestación. Entonces él entró derecho –comenta Humberto.
Al llegar al rancho San José, el vaquero Joaquín está esperando a la familia de don Alejo bajo la sombra del mezquite que lleva el nombre de su antiguo patrón. Emocionado, abraza a Leticia, aunque después agacha la mirada. Balbucea algo y se le salen unas cuantas lágrimas; Leticia ya está inmersa en llanto.
La familia Garza Tamez recorre la casa principal de la propiedad, donde quedan escasos vestigios del ataque. El nuevo dueño del rancho ha reparado la fachada y modificado el interior del lugar.
El resto de la propiedad ya no tiene la vitalidad de antes, pero empieza a recobrarla poco a poco, pues después de la muerte de don Alejo prácticamente quedó abandonada por el temor que aún prevalecía en la zona, dice Joaquín a la familia. De hecho, nuestro viaje tuvo que hacerse bajo ciertas medidas de seguridad y contemplando dejar Tamaulipas antes del anochecer.
Leticia fue por el rosal a la camioneta, para ir a sembrarlo junto a la casa donde falleció su esposo. Me comentó lo que sentía.
–Tengo recuerdos hermosos de él, y pienso en él todos los días. Así será mientras que esté en este mundo, mientras Diosito me deje vivir. Y lo de que pasó a la historia, okey, pasó a la historia por el personaje que es, porque nadie había hecho algo como lo que pasó en el rancho. De eso me siento muy orgullosa, y siempre se lo dije. Pero también me duele: yo quisiera ese héroe tenerlo aquí conmigo. ¿De qué me sirve que me digan que es un héroe y que lo conocen en todo mundo si no lo tengo aquí
Unos minutos después, Leticia, Marcela y Alejandra se dedicaron a sembrar el rosal. Luego regresaron a Monterrey antes de que cayera la noche en el rancho San José.