La tarde es cálida y el cielo está despejado. El sol se impacta en el parabrisas de un automóvil con matrícula estadunidense. Eduardo Muriel, detective privado, al volante, conduce por debajo de los 40 kilómetros por hora sobre un camino de terracería ubicado en la delegación Xochimilco. A su paso se encuentra con perros famélicos renqueando a orillas del camino.
Hace tres meses, fue secuestrada en los alrededores una niña de 4 años. Los padres acudieron a su despacho, desesperados, pidiéndole que localizara a su hija. No tenían cómo pagarle, así que le ofrecieron terrenos y otras propiedades. Muriel los tranquilizó, les pidió algunos datos y les dijo que, por el momento, no se preocuparan por sus honorarios.
La investigación del caso lo trajo hasta aquí, a este páramo desolado, en donde, ahora, se ha perdido. Voltea de un lado a otro, busca algún letrero, o algo similar que lo oriente. Mientras tanto, se deja guiar por las marcas de neumáticos impresas sobre las costras de polvo. Mira el espejo retrovisor y se percata que una camioneta lo sigue. Enciende las luces direccionales. Pero la camioneta no lo rebasa. Muriel acelera; la camioneta también. Muriel frena; la camioneta también.
—Y ora, ¿a éste qué le pasa? —suelta Muriel en voz alta.
“The objects in the mirror are closer than they appear”, lee en el espejo retrovisor derecho. Y en estos momentos, esa leyenda, más que una advertencia, le parece una amenaza.
Muriel saca una torreta, la coloca sobre el toldo y la enciende: la luz roja se estrella contra el parabrisas de la camioneta, que empieza a acelerar. Muriel frena, detiene su coche, se orilla y se queda quieto con las manos sobre el volante. La camioneta pasa a su lado, primero despacio, luego a gran velocidad, dejando tras de sí una estela de polvo.
Muriel saca su libreta y logra apuntar el número de placas. La camioneta se pierde en el horizonte. El detective Muriel respira tranquilo. No sabe exactamente en dónde se encuentra, pero intuye, algo le dice —quizá su olfato detectivesco— que tiene una pista frente a sus narices.
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El telescopio Carson, la lámpara de bolsillo, el par de walkie-talkies, el reloj plateado y una lámpara de bolsillo reposan sobre una caja fuerte como si fuesen piezas de un ficticio Museo de la Investigación Criminal. Enfrente, en el escritorio, está sentado Eduardo Muriel Melero, doctor en Criminalística, quien desde hace 50 años es detective privado.
A sus 81 años todavía es un hombre alto, robusto, de cabeza calva y mirada penetrante. Viste una chamarra color caqui y un pantalón gris verdoso. Estamos en el centro de operaciones de Detectives e Investigadores Privados Muriel, ubicado frente al Parque España, en la colonia Condesa de la Ciudad de México. En la pared cuelgan los diplomas y reconocimientos que ha obtenido a lo largo de sus años en el oficio, además de 37 patentes y tres libros.
“Hace medio siglo”, cuenta, “la investigación privada no contaba con las herramientas de que dispone en la actualidad. Se hacía con las uñas. Como no existía el ADN, la única pista que se tenía estaba en el tipo de sangre. Se cruzaban los datos del tipo de sangre para, al menos, eliminar a grupos de sospechosos. La tecnología ha avanzado a pasos agigantados”, dice. Hoy se usan microcámaras, GPS en los autos, micrófonos ocultos, aparatos para intervenir teléfonos y algunos investigadores se valen de pruebas de dactiloscopia y grafología.
En la página que tiene en internet Detectives Muriel (www.detectivesmuriel.com) se puede consultar el catálogo de sus servicios, que incluye investigaciones conyugales, personales y familiares; empresariales, comerciales e industriales; laborales; de delitos, agresiones y amenazas; servicios de inteligencia, y asesoramiento y evaluación de seguridad. La infidelidad representa cerca del 80 por ciento de los casos que investiga. El resto se divide entre desapariciones, robos y homicidios.
En asuntos más delicados, como los casos de homicidio, el doctor Muriel solicita a sus clientes que den aviso a la autoridad correspondiente. Si es así, y la autoridad tiene conocimiento, su despacho actúa como coadyuvante.
—¿Qué se necesita para ser un detective privado?
Hoy cualquiera puede ser detective privado, no hay regulación. Lo que yo les pido a mis agentes es diferente. De preferencia deben tener estudios universitarios, aunque me importa más que tengan conocimientos en química, física y leyes. Además deben de tener un sentido de la ética y el profesionalismo, a pesar de que algunos colegas tuyos creen que no lo tenemos.
El doctor Eduardo Muriel nació en la Ciudad de México en 1933, año en que Dashiel Hammett, creador del detective Sam Spade, terminó el manuscrito de su novela El hombre delgado, que la editorial Knopf publicó en enero de 1934.
Era un niño inquieto que se sentía un robot repitiendo las tablas de multiplicar. La curiosidad lo rebasaba y se desesperaba cuando, en alguna materia, no se avanzaba rápido. Por eso, sus padres, cuando él cursaba el quinto año de primaria, lo inscribieron en un colegio militar. Más tarde se inscribió a la carrera de leyes, pero no terminó. Entró a trabajar a la Policía Federal de Caminos. Luego se fue a trabajar a la frontera, a Ciudad Juárez. Mientras él vivía a caballo entre El Paso, Juárez y la Ciudad de México, Enrique F. Gual publicó su primera novela policiaca ambientada en México, Asesinado en la plaza.
En Ciudad Juárez, el doctor Muriel fue asesor del gobierno municipal. Más tarde haría lo propio en el gobierno estatal. Llegó a ser, incluso, asesor del director de la policía de tránsito. Allá redactó el primer Reglamento de Tránsito de dicha ciudad. Entre 1950 y 1960, tomó cursos en la DEA y el FBI. Recibió capacitaciones en criminología en ciudades como Los Ángeles, Madrid y Londres. En esa misma década, Patricia Highsmith salta a la fama con su primera novela Extraños en un tren, que Alfred Hitchcock adaptaría al cine.
Posteriormente, Muriel se hizo cargo del despacho jurídico de la Asociación Nacional de Comerciantes en Automóviles (ANCA). Rastreaba vehículos robados, para lo cual tuvo que entrenar personal. El Palacio de Hierro, y después Liverpool, le solicitaron localizar deudores. El siguiente paso fue atender asuntos de personas físicas o morales, sobre todo demandas.
En 1962 abrió el primer despacho de investigación privada del país, años antes de que se publicara la novela El complot mongol de Rafael Bernal. En 1967 solicitó a Teléfonos de México que abriera en la Sección Amarilla el renglón de investigadores privados. Así inició su carrera como detective.
El 13 de octubre de 1948 se publicó en el Diario Oficial de la Federación el Reglamento para los Investigadores, Detectives y Policías Privados o Pertenecientes a Organismos de Servicio Público descentralizado o Concesionado. En aquel entonces, los investigadores privados, para obtener la autorización y registro, estaban obligados a dar a conocer su nombre o razón social, lema, clase de servicios que prestaban al público, ubicación del despacho y los nombres completos de los agentes o investigadores, con direcciones y teléfonos incluidos.
Asimismo, tenían que presentar la autorización original del Departamento del Distrito Federal (DDF) —o del gobierno Estatal correspondiente—, una copia de la credencial con la que se identificaría a cada uno de sus miembros y una bitácora de registro de labores en la cual se detallara cada uno de los trabajos encomendados. En 1985, el presidente Miguel de la Madrid derogó del bando de policía del Departamento del Distrito Federal (DDF) dicho reglamento.
“Con esa decisión, los detectives privados nos quedamos al garete”, afirma el doctor Muriel, quien a raíz de eso solicitó una entrevista con el Presidente, la cual le fue negada. Para ese entonces, personas que habían trabajado con él abrieron sus propios despachos.
“Se reunieron conmigo, todos los que nos dedicábamos a esto, como una especie de junta de gremio, y a partir de ahí buscamos la comunicación con los órganos oficiales”, cuenta.
La Oficina de la Presidencia los remitió con el Ignacio Morales Lechuga. “A él le propusimos profesionalizar la carrera. Así nació la licenciatura en Criminología. La primera surgió en Nuevo León, luego en Ciudad Juárez y después por todo el país”.
El doctor Muriel, junto a un equipo de profesionales, diseñó un plan de estudios en el que se conjugaron todos los conocimientos en la materia. Esas negociaciones derivaron en la creación del Colegio Nacional de Criminología fundado en 1985.
A pesar de dichos avances, actualmente la actividad de los detectives privados no encuentra un sustento en la ley, aunque tampoco está prohibida. En México no existe una ley o reglamento que regula la actividad de los detectives privados.
A sus 81 años, Muriel acaba de redactar una carta a la Profeco en la que denuncia “los anuncios tendenciosos, faltos de ética y honestidad, que son publicados por internet, incluso faltos a la verdad, dado que en la mayoría de los casos proporcionan datos falsos, lo que, indudablemente, les permite defraudar sin posibilidad de que pueda intervenir alguna autoridad en defensa de los intereses de los solicitantes del servicio”.
El doctor Muriel afirma que la figura del detective privado que retrata la literatura, el cine y la televisión no coincide con la realidad, a pesar de que algunos episodios de su vida parezcan surgidos de la pluma de Paco Ignacio Taibo II.
En una ocasión, cuenta, le pidieron investigar a un hombre que estaba en la cárcel acusado de tráfico de drogas. Pero la investigación estaba relacionada ¡con una infidelidad! La esposa del traficante tenía sospechas fundadas. Muriel aceptó el encargo y, después de un par de meses, entregó las pruebas de la infidelidad a la esposa. El hombre ordenó a un par de sicarios que asesinaran al detective. Pero el azar intervino. Una casualidad le salvó la vida. El abogado de ese traficante, una especie de Saul Goodman, el famoso abogado de la serie Breaking Bad, era vecino del doctor Muriel, así que, al enterarse de los planes de su cliente mafioso, intercedió por él. A pesar de ese tipo de amenazas y de poner en peligro su vida, Muriel no porta armas de fuego.
“Si uno está armado, le van a responder armado. Así que prefiero no portarlas”, dice. Y agrega: “Una cosa lleva a otra. Me apasiona tanto mi trabajo que no me detengo, aun si estoy poniendo en peligro mi vida”.
***
Sentado en su escritorio, el detective repasa el caso de la niña secuestrada en Xochimilco. Frente a él hay una pila de documentos, pero ninguna pista. Como si estuviese en un trabado juego de ajedrez, mueve las fichas del tablero, titubea, no decide su próximo movimiento. Algo huele mal. Algo no le cuadra. “¿Quién se la habrá llevado?”, se pregunta una y otra vez.
Reconstruye la escena: Una niña de 4 años juega con su hermano, de 7, a las afueras de una escuela primaria, ubicada a orillas de una carretera. Un automóvil se acerca a los niños, el copiloto baja la ventanilla y le pregunta al hermano mayor:
— ¿Dónde está tu papá?
El niño le responde que en su casa.
—Oye, niño, pues córrele y llámalo, que nos urge hablar con él —le dice el mismo hombre.
El niño le hace caso al hombre. Minutos después regresa con su padre al mismo lugar, pero su hermana ha desaparecido.
En sus declaraciones ante la policía, el niño había dicho que un auto se había llevado a su hermana. En la última charla que tuvo con él, Muriel se dio cuenta que el pequeño había recibido demasiada presión. Recurre entonces a un método poco ortodoxo: la hipnosis. Llama a los padres y les pide que lleven al niño a su despacho. Cuando llegan el pequeño se echa a llorar. El detective lo tranquiliza. Le pide que se siente en la silla del escritorio y lo hipnotiza. En ese trance, el niño le hace una revelación sobre el vehículo que se llevó a su hermana. El doctor Muriel le pregunta: ¿De qué color es? ¿Cómo son los hombres que la manejan?
El testimonio del niño coloca la última pieza del rompecabezas. A su hermana no se la llevó un auto, sino una camioneta que traía “una cruz en la puerta”.
“¡Los tenemos!”, piensa el detective Muriel.
El niño identifica a los sospechosos como dos hombres de mediana edad, uno de cabello rizado y el otro de pelo lacio. El detective recuerda el encuentro que tuvo con la camioneta cuando se lanzó a peinar el terreno. Busca en su libreta y ahí está: el número de placas del vehículo apuntado con una caligrafía apretada. Es la misma camioneta, pues recuerda que tenía el sello de un hospital impreso en la puerta. Algo le dice —quizá su olfato detectivesco— que tiene a los sospechosos en la palma de su mano. Lo sabe: el caso está resuelto. Jaque mate...