Esta noche se cumple un lustro de la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos. También se cumple un lustro del homicidio de seis personas en la ciudad de Iguala, Guerrero.
Sabemos, cinco años más tarde, que autoridades locales y estatales actuaron en contubernio con el crimen organizado. Sabemos que las autoridades federales desplegadas en la ciudad esa noche se limitaron a tomar notas y rendir informes mientras que un grupo de estudiantes normalistas era, literalmente, desaparecido de la faz de la Tierra. Media década después nadie puede asegurar con total certidumbre dónde están.
En un siglo en el que México lidia con una interminable serie de tragedias, la de Ayotzinapa ha sido de las más importantes por sus implicaciones. La indignación y la rabia que se suscitaron a raíz de la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014 se dieron no solo por la magnitud del evento sino por tres cuestiones particulares.
La primera ocurrió cuando el mundo se enteró sobre lo que había sucedido: las autoridades participaron abiertamente en la desaparición de ciudadanos. El Estado no solo falló esa noche, sino que se volteó contra quien juró defender. De quien juró representar. Se volteó contra la sociedad. Y quienes sufrieron lo peor fue un medio centenar de jóvenes que estudiaban para ser maestros, que en un futuro educarían a las nuevas generaciones.
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La segunda se dio a lo largo de los siguientes cinco años: la confirmación de la podredumbre del aparato de justicia mexicano. Hace una década se aprobó la que parecía ser la reforma de justicia más importante de los últimos años, concebida con la idea de que México transitaría hacia un nuevo sistema legal, digno de una sociedad moderna. Sin embargo, como muchas cosas en este país, la reforma fue más cosmética que profunda. El proceso legal tras la desaparición de los 43 estudiantes es muestra diáfana de ello. Desde los policías que solo saben obtener información a punta de tortura, los investigadores que no pueden preservar la evidencia que se necesita para sostener un caso, hasta los ministerios públicos mal pagados, mal instruidos y claramente rebasados por esta fosa clandestina conocida como México. En medio de todo ello está el gobierno que no comprende la importancia de un sistema legal funcional. Por eso hemos visto, tanto en el sexenio anterior como en éste, a altos funcionarios que se muestran incrédulos ante la liberación de personas torturadas para confesar. Lo mostró el caso Cassez en su momento: el debido proceso es la piedra angular de todo sistema legal. Y si las autoridades se niegan a entenderlo, no tienen nada que hacer clamando por justicia y prometiendo soluciones que están más allá de sus manos. Mientras el debido proceso siga sin tomarse en serio, la justicia brillará por su ausencia.
Y la tercera, que la herida continuará abierta mientras éste y otros casos no se resuelvan. Durante décadas se le prometió a este país progreso social y avance económico; se le prometió el gran salto al desarrollo. La tragedia de Iguala es un terrible recordatorio de que ése fue un México que solo existió en promesas políticas y lemas de campaña. El México verdadero, en contraste, fue el que vimos esa noche del 26 de septiembre en Iguala, cuando 43 estudiantes desaparecieron porque ahí, en esa ciudad, confluyeron los grandes problemas nacionales: la ausencia del Estado, el dominio del crimen organizado, la desigualdad social, la falta de oportunidades, el narcotráfico y la pobreza extrema, todo envuelto en el manto de una clase política únicamente preocupada por mantenerse en el poder a como diera lugar.
Hace cinco años desaparecieron 43 estudiantes y fueron asesinadas seis personas. Poco parecemos haber entendido desde entonces, porque la justicia sigue tan lejana como aquel 26 de septiembre. Justicia no es una palabra que deba aventarse sin mayor consecuencia, no. Justicia es un proceso largo y costoso que requiere de un compromiso inquebrantable. Algo a lo que nunca hemos estado acostumbrados.