Jorge llegó al albergue Árbol de la Vida, el albergue del buen morir,
al quedar postrado en una cama tras una sobredosis de cocaína. Hoy no puede valerse por sí mismo y depende de sus compañeros, pues a pesar de tener cuatro hijos fue abandonado por su problema de drogadicción.
“Empecé a usar drogas desde los 14 años y hasta hace cuatro que llegué aquí. Consumí alcohol, cocaína y heroína”, dijo a MILENIO con mucha dificultad, ya que tampoco puede emitir palabras fácilmente.
Él es uno de los 35 pacientes que viven en esta casa, quienes llegan con la esperanza de morir tranquilamente, bajo un techo, en una cama y en compañía de alguien, pues este lugar es la luz en el camino de quienes padecen enfermedades crónicas y en fase terminal, y que se encuentran en total abandono.
Aquí, aquellos a los que la muerte les ronda a diario han encontrado una mano extendida para brindarles ayuda en sus últimos días, es la de María Elena Romero.
“Lo hago voluntariamente y creo que le salgo debiendo a Dios, pienso que con la vida ya estoy más que pagada. Económicamente no me preocupo porque vivo con ellos, como, desayuno y ceno, también visto de lo que dona la gente. Hasta que muera voy a ser voluntaria”, aseguró María Elena.
Árbol de la Vida subsiste gracias al apoyo de la gente, pues viven de las donaciones en dinero o en especie que les hacen. La cantidad de pacientes varía todo el tiempo, pues en esta casa, la muerte, a decir de María Elena, es el pan de cada día.
“Nosotros comemos con el cadáver acá abajo o en la caja. Cuando alguien fallece por respeto no se prende la tele o la radio hasta que sale el féretro, como no hay familia, no velamos, si tengo para flores compro, si no, no. Sabemos que en cualquier momento alguno de nosotros puede partir y lo que hacemos es lo que dice este poema ‘en vida, hermano, en vida’; parte de la vida es la muerte y lo hemos aceptado todos”, contó.
Enfermos con VIH/Sida, con parálisis cerebral, retraso mental, cáncer, embolias e incluso enfermedades poco comunes como el Corea de Huntington son los residentes del albergue, pero a pesar de las circunstancias, nada ha sido un impedimento para ayudar.
“Aquí aprendí a remendar con la boca, hago estos morralitos y los vendo para tener un cinco; me paro a las 6 de la mañana a barrer la basura que haya y cuido a David, lo paro, lo baño, lo cambio, le doy de comer, ahí como puedo gracias a Dios”, contó Floriberto, un residente sin movilidad en el lado izquierdo de su cuerpo.
Con camas, catres, cobijas o sillas de ruedas, Árbol de la Vida, en la calle Aztecas de la colonia Barrio de la Asunción, en Iztapalapa, ha logrado brindar tranquilidad y cariño a quienes están por partir durante 43 años.
“Este lugar fue fundado por mi padre, José Leonardo Romero; le habían diagnosticado tres meses de vida y, al ver que pasó el tiempo y no falleció, por agradecimiento a Dios se dedicó a ayudar a estas personas y eso le multiplicó los días, pues vivió 20 años más” contó María Elena, quien heredó la labor tras la muerte de su padre, hace 23 años.
Pero no ha sido fácil, María Elena dejó su vida personal de lado para dedicarse de lleno a servir a los demás, incluso aquí ha encontrado a una segunda familia. Hay quienes han llegado para quedarse en su vida.
“Perdí un hijo de 6 años, después de eso llegó un bebé de dos años con parálisis cerebral, microcefalia, epilepsia y ceguera, yo no recibo bebés, pero Gayosso y algunas funerarias me donan ataúdes y tenía una chiquita, pensé que por eso había llegado y me tocaba hacerme cargo de él. Le puse Toño, hoy tiene 12 años y me dieron la adopción. La muerte de mi hijo fue muy difícil, pero Toño me cambió la vida”, narró.
Frases como la oración del enfermo, “Dios es amor” o “Y después de sufrir, llorar y quejarte, ¿qué más sabes hacer?” se encuentran en las paredes del albergue, lemas para ellos que, a pesar de su situación terminal, disfrutan de cada día sabiendo que puede ser el último.
“Nosotros tenemos un axioma que dice ‘Y después de sufrir, llorar y quejarte, ¿qué más sabes hacer?’ Nacemos egoístas, nadie nace sirviendo, se necesita convicción y empieza en casa. No sirve de nada venir y cambiar pañales o ayudarme a mortajar a algún fallecido si no sirven a sus familias. La gente a veces viene y se queja de que no tiene zapatos, yo les digo ‘pues ella no tiene piernas y mírala cómo sonríe’. dijo.
María Elena, igual que todos los residentes, agradece a Dios por la oportunidad que tiene de servir, pues señala que siempre tiene muy presente a personajes como Teresa de Calcuta o Ghandi, pero su principal motor ha sido su padre.
“Él me enseñó a amar el servicio a los demás y Dios me ha dado la fortaleza para hacerlo, si no ya me hubiera echado a correr, hay días y noches muy complicados, más cuando fallecen uno tras otro, pero Dios me da la fortaleza”, finalizó.
RLO