El día que me mudé a la Doctores, el barrio bronco que va a sucumbir

La fama que tiene la Doctores de peligrosa y violenta viene de tiempo atrás. Este es el relato de uno de sus habitantes, un recién llegado, que da cuenta de su gentrificación.

Una localidad situada en lo que fue un panteón y albergó la primera cárcel de la ciudad; la colonia Doctores ha cambiado así/ Ariel Ojeda
Ciudad de México /

La penúltima vez que vi a Víctor fue una noche de febrero de 2020. Alguien tocó la puerta de mi casa en la colonia Doctores y los perros ladraron. Estaba metido en la cama, dormido, tratando de curarme de una gripe que había comenzado un día antes. Me levanté a ver quién era. Abrí y vi a Víctor, el chico de 17 años, flaco y nervioso que medraba en la cerrada: quería dinero. Había regresado al consumo de piedra y estaba juntando dinero para comprar más. Le di los 40 pesos que tenía en la cartera y se fue dándome las gracias. Me dijo “padrecito”.

Víctor casi siempre llevaba una sudadera con capucha. Las chicas, que vivían en mi edificio antes de que me mudara, decían que era guapo. A mí me parecía que le imprimía al callejón una tensión insoportable, como si algo fuera a explotar en cualquier momento. 

Traía una pistola y le gustaba enseñarla, por ejemplo, a los empleados que venían a prestar algún servicio. Tuvimos una época en que nos llevábamos mal. Un día tiró una bolsa llena de caca por donde yo pasaba caminando; otro, vino a embarrarla a las ventanas de la planta baja. Hubo que sacar la manguera y limpiar vidrios y paredes.

Gran parte de su poder consistía en que Víctor y Dylan, un chico de 15 años, controlaban la reja de la entrada de la cerrada. Cuando los perseguían bandas contrarias o la patrulla de la policía, simplemente cerraban la puerta y nadie pasaba.

Tengo entendido que eran primos. Ninguno de los dos vivía en la cerrada, pero tenían parientes acá. Aquí crecieron, supuestamente bajo la vigilancia de sus abuelas, pero en realidad nadie se ocupaba de ellos. Se hicieron adolescentes, comenzaron a consumir drogas, a distribuirlas, y aparecieron las pistolas. Desde hace un par de años que habían tomado el control de la puerta de entrada. Nadie les decía nada, en parte porque los conocían desde niños, pero también por consideración a sus parientes.

Víctor era un chico que medraba en la cerrada Dr. Ramos en la colonia Doctores. Víctor pedía dinero/ Ariel Ojeda

Las veces que no estaba muy drogado, Víctor daba pena: llegaba todas las mañanas temprano a barrer un pedacito de calle, a la entrada de la cerrada, donde se ponía un puesto de quesadillas y con eso obtenía una pequeña propina. Fue allí que comencé a saludarlo y él a pedir dinero. Aquella noche, luego de darle 40 pesos, volvió media hora después a tocar de nuevo la puerta de metal.

Le dije que ya no me quedaba nada. Me pidió un reloj. Por una especie de sentimiento de culpa y fastidio, fui hasta mi recámara por un reloj que estaba en el cajón de mi buró, un Citizen viejo que ya no servía, regresé a la puerta y se lo di.

¿Esto se va a gentrificar?

Hace diez años estaba viendo páginas de inmobiliarias y se me ocurrió investigar cuál era la propiedad más barata del mercado que estuviese más o menos céntrica. Encontré un edificio en la colonia Doctores, en la Cerrada Dr. Ramos. El edificio era pequeñito, más como una casa de dos pisos. Tenía dos departamentos de una recámara en la planta baja y dos en la alta. El edificio, pintado de azul, no se veía especialmente arruinado y su precio era realmente bajo. No me imaginaba viviendo ahí pero me interesaba como terreno, pensaba que la construcción se podría tirar para levantar una vivienda.

Ante el alza en el precio de inmuebles de la colonia Roma y otros, la demanda de vivienda en la Doctores ha incrementado | Ariel Ojeda

Hice una cita. Me recibió la dueña, una señora del barrio, una tarde de verano de 2015. En la planta baja, uno de los departamentos estaba habitado por un hombre huraño que salió a ver quién estaba merodeando. El otro estaba amueblado con algunos escritorios y archiveros. Las cortinas le daban un aspecto sombrío y los candados en las manijas de hierro de las ventanas tampoco eran muy alegres. El piso amarillo de pasta se veía anticuado y pobre mientras el yeso parecía una pieza de expresionismo abstracto.

La propiedad era de una familia que vivía en las afueras de la ciudad y ninguno de los hijos quería regresar a vivir a este barrio, al que consideraban por debajo de su progreso económico. Los padres estaban envejeciendo y unos matorrales se habían apropiado del patio en la planta baja, tal vez el sitio más ruinoso y caótico del inmueble.

Pasé meses pensando en la compra. Era realmente accesible. Los precios en la Condesa y la Roma, donde vivía, se estaban yendo por los cielos. En la Ciudad de México gobernaba Miguel Ángel Mancera. Se hablaba de un plan para la reconstrucción de la Doctores, a la que llamaban ‘Ciudad Judicial’ por la cercanía de los juzgados: un esquema público y privado en el que pondrían numerosos terrenos para construir nuevas oficinas gubernamentales, comercios y viviendas de clase media. Había escuchado que Carlos Slim estaba involucrado, lo mismo que algunos arquitectos famosos.

Pero la colonia tenía una fama pésima. He tratado de investigar cómo y porqué comenzó la fama de zona peligrosa y violenta sin mucho éxito. Aquí hubo un panteón, el Campo Florido, y la primera cárcel de la ciudad, la cárcel de Belén. Aquí se instalaron los primeros tranvías jalados por mulas. 

A diferencia de sus vecinas, la Juárez y la Roma, la Doctores no se desarrolló como un suburbio de lujo, sino como una zona fabril y de habitación de la clase trabajadora. Se hizo fama de ser una cueva de ladrones por las tiendas de autopartes que, se decía, eran robadas.

La zona se desarrolló como un lugar fabril y de habitación de la clase trabajadora| Ariel Ojeda

Pienso que para mi generación el prestigio de la Doctores se cimentó a finales de los noventa gracias a los programas de televisión que reportaban sobre el gradual crimen de la ciudad: recuerdo el furor que provocaron unas escenas donde se veían asaltos a mano armada a los conductores de autos que pasaban por acá.

Tenía un dinero ahorrado de una indemnización y comenzó a caerme más por una compañía de servicios editoriales que había lanzado. La propiedad seguía allí pero ahora estaba un poco más cara. La señora la vendió a unos jóvenes que eran pareja y ellos, a su vez, la estaban revendiendo con un margen. Aun así su precio era atractivo y como no quería quedarme fuera del siguiente salto de precio, consideré seriamente la compra.

Revisé con los nuevos vendedores el registro catastral: el predio tenía permiso para habilitar los dos departamentos de abajo como oficinas, y los dos de arriba como habitación, además de un permiso para construir dos pisos más. Firmé la escritura con un notario en la calle de Altavista y, al terminar la transacción, la pareja me dio un amasijo de llaves. De San Ángel vine hasta la cerrada para sentir el lugar. De pronto, pensé que me había atado a un lugar pobre y desgraciado, en una colonia peligrosa.

“Dios mío”, pensé, “qué pendejada he hecho”. ¿Por qué simplemente no di el enganche de un departamento?

Mis tres inquilinas que no pudieron con la Doctores

Después de comprarlo, el edificio estuvo abandonado tres años pues no juntaba el dinero suficiente para la remodelación. Yo rentaba frente a la Plaza Río de Janeiro en la colonia Roma; doscientos metros cuadrados, tres recámaras, y una estancia como para poner un comedor y dos salas. Desde allí se miraba el parque con sus árboles, la gente echando la pelota al perro; una fuente, su sonido. Ese departamento me encantaba.

Lo había convertido en uno de mis núcleos de identidad. Los muebles, los cuadros, los objetos, hablaban de una carrera ascendente, un ojo algo burgués que recorrió distintos países al amparo de una revista de viajes que edité durante muchos años. Y las fiestas: recibía gente para cenar. Una noche de Año Nuevo, un vecino y yo juntamos invitados y llenamos mi departamento con cerca de 100 personas, el refrigerador retacado de champaña y un baño con un menú de drogas. Fue un éxito.

Alguien me quiso rentar el edificio de la Doctores para poner unas oficinas. La transacción no se completó, pero se me ocurrió que era tiempo de sacarle un poco de provecho. Se lo di a una corredora. Al cabo de varias semanas sólo hubo dos personas interesadas: una quería poner una imprenta de letreros espectaculares, pero necesitaba hacer fuertes modificaciones al edificio. La otra no llegó a la cita porque la asaltaron. Finalmente, a finales de 2018, aparecieron tres chicas recomendadas por un amigo.

María, una mexicana alta y morena, que había estudiado Comunicación en la Universidad Iberoamericana; su amiga Celina, una jóven arquitecta argentina de pelo rubio y recogido en un chongo; y su compañera de trabajo Alice, una italiana, de ojos grandes y expresivos y abundante pelo rizado. Maria y Celina trabajaban muy cerca. Llegamos a un acuerdo; las arquitectas se encargarían de echar a andar el edificio y hacerle mejoras a cambio de seis meses de renta.

La presencia de las tres chicas, dos de ellas extranjeras, atrajo la atención de todos los vecinos. Pero sobre todo, fue de interés para Víctor y Dylan, los primos adolescentes. El día que se cambiaron, se pararon en la calle frente a una ventana y estuvieron espiando, a través de una cortina, lo que hacían María y Celina en su primer día. Las dos decidieron enfrentar la situación de la mejor manera. En vez de intimidarse, salieron a la calle y se presentaron. Los chicos se emocionaron y jugaron a ver quién iba a ser su novia. Pero al mes, la situación se había vuelto intolerable.

Por décadas, la Doctores fue conocida como el sitio predilecto para la venta de autopartes robadas| Ariel Ojeda

Una cosa era tratar con los chicos cuando estaban sobrios, y otra cuando habían consumido drogas o trataban de venderlas. A Celina le ofrecieron mariguana. Ella les preguntó que de dónde la conseguían. Le dijeron que venía de Tijuana. Les preguntó cómo es que la traían desde allá. Y le confesaron que era una forma de decir ‘Tepito’. 

Celina, en particular, vivía obsesionada con los chicos. Siempre sintió una adrenalina extraña por no ser del barrio; le daba ansiedad, por ejemplo, cuando invitaba a amigos a la casa, pues no sabía cómo Dylan y Víctor los iban a recibir. También desarrolló una especie de dependencia anímica: si Víctor la saludaba bien en la mañana, pero la ignoraba en la tarde: ¿Qué significaba? ¿Corría peligro?

Una noche estaba Celina esperando la llegada de una amiga cuando oyó disparos en la cerrada. Su primera reacción fue echarse al suelo. De inmediato, le marcó a su amiga para decirle que no fuera para allá. Esa misma noche, se enteró por los vecinos de que los tiros habían salido de la pistola de un policía que perseguía a Víctor.

La situación era tan tensa, que las chicas comenzaron a desertar de su experimento urbano. La primera en irse fue Alice. Ella vivía con su novio, un músico que había retacado el departamento con computadoras y equipo electrónico. El novio, que era de la Ciudad de México, entendía la fama de la zona y vivía bajo candado. Los escuchó decir una mañana, que se iban a robar al metro y eso fue lo que lo llevó a cambiarse.

María la siguió. Un tarde, ella y su novio venían de pasear a Robot, su perro, que ladró a Víctor cuando lo vio. Éste sacó la pistola y apuntó al perro mientras les gritaba que esa cerrada era un ‘territorio apache’ y que no pertenecían a él. Víctor levantó la pistola. María y el novio corrieron, tomaron algunas cosas y ya no regresaron.

Celina, curiosamente, fue la más resistente. Con los departamentos vacíos, buscó a un par de inquilinos temporales: un chef gringo que no duró mucho, un chico mexicano que se la pasaba de fiesta y terminamos por correrlo. Finalmente dejó el trabajo en el despacho cercano, se mudó con el novio y me entregó el amasijo de llaves.

La junta de vecinos que lo cambiaría todo

Mi vida en la colonia Roma terminó el 19 de septiembre de 2017, después de la una de la tarde; llevaba más de cuarenta años viviendo en la zona. Todavía recuerdo el ruido de un candelabro de cuentas de cristal que se estrelló contra la pared, el rugir de los cuadros que caían, los espejos rotos, los libros y libreros que se venían abajo, el crujido de las grietas que se abrían entre las paredes, el polvo. Esperé a que se detuviera el temblor y baje cinco pisos entre los cascotes de yeso, los tubos de gas y agua rotos en el patio del edificio, hasta llegar a la Plaza Río de Janeiro, que se había llenado de gente asustada.

El departamento que rentaba quedó invivible. Esa noche dormí en un hotel y luego me mudé un par de meses a casa de un amigo hasta que conseguí un lugar moderno en una torre sobre Reforma, muy cerca del centro, donde viví un año.


En retrospectiva, pienso que el temblor marcó también el inicio de una decadencia personal: no me sentía capaz de sacar adelante un nuevo emprendimiento; estaba atrapado en una relación ardiente, indigna y grosera, que había sacado mis peores instintos. En un punto me quedé sin pareja y sin dinero y ese torbellino terminó llevándome a uno de los departamentos del edificio de la Cerrada Dr. Ramos.

Llegué en abril de 2019. Eran 50 metros cuadrados con vista al muro descarapelado de una antigua fábrica de transistores. Me había cambiado al barrio de junto, pero la Doctores era una ciudad completamente desconocida para mí.

María y Alice ya se habían ido. Celina se fue un mes después. La huída de mis tres guapas inquilinas no pasó desapercibida y me dicen que fue una de las señales de que había que tomar cartas en el asunto. Tres vecinos se reunieron primero y luego convocaron a una junta. La reunión sucedió una tarde, a finales de 2019, en la calle, justo afuera de mi edificio; éramos entre 10 y 15 personas. A unos meses de dejar la torre en Reforma, con su seguridad en la puerta, apenas entendía cómo me había metido en esto.

Los vecinos compartimos nuestras malas experiencias y se decidió tomar una primera medida: quitarles el control de la puerta, soldando una de las hojas de la reja al pavimento, para que estuviera siempre abierta. Viendo que la respuesta de los vecinos era tan decidida, los chicos apenas protestaron.

La disposición surtió efecto, pero llegó más lejos de lo que nadie pudo imaginar. Justo a la mañana siguiente de que estúpidamente le di a Víctor el reloj viejo, lo detuvo la policía y estuvo encerrado algunos meses en una correccional. Resulta que una señora que iba a la farmacia se quiso estacionar en la cerrada, Victor la enfrentó. La señora se encontró una patrulla en la calle y les contó lo sucedido. Los patrulleros, que ya le habían puesto el ojo a Víctor, se metieron al callejón y lo sometieron.

Otra noche, unas semanas después, los vecinos escuchamos unos disparos. Comenzaron a correr mensajes en el grupo de WhatsApp que habíamos formado. Cuando parecía todo tranquilo, salimos a ver qué pasó. No me acuerdo quién nos dio la noticia. Acababan de matar a Dylan en la calle Dr. Martínez del Río, la calle paralela. Aparentemente una banda lo ultimó porque les debía dinero de las drogas. Fue una tarde de marzo de 2020.

La colonia Doctores se hizo fama, de ser una "cueva de ladrones"/ Ariel Ojeda

A la Doctores llegaron los roof gardens, las mueblerías finas y la gente de onda

Hace poco, una vecina me contó que Víctor había vuelto a la cárcel, pero como ya es mayor de edad, esta vez purga su sentencia en un reclusorio.

A veces pienso en el pequeño infierno que ha de estar viviendo Víctor y cómo, al mismo tiempo, las cosas en la cerrada han mejorado considerablemente. Esa primera junta de vecinos para deliberar qué hacer con la puerta, condujo a otras en las que se discutieron las mejoras que había que hacer. Durante la pandemia, salimos a pintar las bardas, colocar luminarias y cámaras de vigilancia; y esas jornadas de domingo generaron un clima de mucha camaradería que se mantiene hasta el día de hoy.

Yo comencé a recuperarme del fracaso empresarial y amoroso: junté los dos departamentos de la planta baja, arreglé el yeso, la pintura, los baños y la cocina. No es el tipo de remodelación que me había imaginado cuando compré esta propiedad, pero me parece que es justa con mi nuevo talante, que no requiere de tantos objetos. Francamente quién necesita cien invitados en su cena de Año Nuevo.

Entre los cambios que ha tenido la colonia Doctores, el altar que puso la familia de Dylan permanece entre veladoras| Ariel Ojeda

La presión inmobiliaria de las colonias Roma y Condesa ha afectado los precios de la zona. El año pasado las rentas crecieron 118 por ciento y por eso las propiedades en la Doctores han comenzado a tener más demanda, según una nota de la revista Obras. Así que mi inversión no se perdió.

Sólo en la calle de Dr. Martínez del Río, donde murió Dylan, están construyendo tres desarrollos inmobiliarios con departamentos de 3 a 5 millones de pesos con roof garden, alberca, gimnasio y coworking, entre otros signos de aburguesamiento. Ahora es común ver a extranjeros pasearse por Niños Héroes, ajenos a la fama de la zona. Y La Caña, el bar de la legendaria Dj Ali Guaga, recibe en Dr. Erazo, de viernes a domingo, a la nueva generación de chicos y chicas de género fluido y ropa aesthetic.

Pero el verdadero signo de que un cambio mayor se gesta es el florecimiento de ‘Laguna’, un espacio de oficinas y tiendas que reúne bufetes de arquitectura, galerías, tiendas de muebles y una cafetería. Está dentro de una antigua fábrica de hilados, a una cuadra de la Avenida Cuauhtémoc. Productora, un prestigioso despacho de arquitectura, hizo una remodelación que ha ganado premios internacionales.

A unos pasos de allí, la familia de Dylan mandó a poner un altar, justo en el lugar donde fue abatido. No es raro ver veladoras prendidas en ese cenotafio que cuelga de la bardita metálica alrededor de un árbol, donde hay una foto de Dylan y un Cristo crucificado. La cuadra sigue teniendo esa combinación de talleres mecánicos, un herrero, oficinas, misceláneas, vecindades construidas después del temblor de 1985 y estacionamientos públicos. Hace poco abrió un simpático café, que ofrece unos sandwiches, pan y un café flat white muy bien espumado, como a mí me gusta.



GSC/ CMOG

  • Guillermo Osorno
  • Guillermo Osorno es escritor y periodista. Es autor del libro Tengo que morir todas las noches. Hoy conduce el programa Por si las moscas que se transmite en Canal 22.

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