Ser emo era una de las tendencias más fuertes entre los adolescentes de 2008. Padres preocupados mandaban preguntas a los periódicos: “Mi hijo viste con pantalones apretados, se tapa la cara con el pelo y se junta con chavos iguales que él. ¿Me debo preocupar?”. Otros respondían las cartas para sumar a la alarma social o llegar a una conclusión prehistórica: los adolescentes quieren vestirse exactamente como no quieren sus padres.
La situación era curiosa: aunque los estragos de la guerra contra el narco comenzaban a colarse en los noticieros como hechos lejanos del norte, en el centro del país ganaban terreno preguntas sobre quiénes eran estos muchachos de aspecto triste y pelo cubriéndoles el rostro.

Había con los emos algo nuevo. Suscitaron un debate que iba de la mano con una preocupación inédita. En Myspace, METROflog o videos de YouTube –un mundo de redes sociales incipientes– circulaban invitaciones, muchas veces anónimas, a golpear emos en ciudades de Puebla, Querétaro, Durango y el Distrito Federal. Punks, metaleros y skatos amplificaban y respondían estos llamados que terminaban en reuniones masivas, que invadían los lugares de reunión de los emos para darles golpizas transmitidas en televisión e internet y que servían de insumo para detonar todas las semanas reportajes sobre las “tribus urbanas”, nombre que la prensa acuñó para hablar de los adolescentes como si fueran pokemones.
La conversación en torno a los emos y los ataques en su contra llegó a escala nacional el 15 de marzo de 2008. Ese día, por la tarde, hubo un enfrentamiento entre emos y un conglomerado de punks, darketos, skatos y demás manifestaciones de la ropa negra y el delineador. En la Glorieta de los Insurgentes fueron desplegados más de 100 granaderos para contener la batalla de “emos vs. punks” –como quedó nombrada para la historia–, pues los periódicos hablaban de que en esa pelea había más de 300 jóvenes golpeándose con patinetas y cinturones, cortándose crestas y flecos y aventándose botellas de vidrio.
El registro más célebre de esa guerra contemporánea lo hizo la reportera Odette del Pino para Tv Azteca y en su reportaje en video se alcanza a ver cómo, en el punto más álgido de la guerra, hubo una aparición que trajo la paz. Un grupo del Hare Krishna –una religión proveniente del hinduismo en la que los miembros suelen vestir túnicas blancas, seguir una dieta vegetariana y llevar la cabeza rapada– salió de la estación del metro y bailando y cantando logró apaciguar a los jóvenes antes de que hubiera heridos.
La moda emo se diluyó con el tiempo, pero el recuerdo de ese 15 de marzo permaneció gracias al internet y las redes sociales –cada año alguien publica un nuevo video recordando que la pelea de Glorieta de los Insurgentes sí existió y se televisó–, y gracias al orgullo que tiene la Ciudad de México por su propia rareza.
Los emos, la tribu urbana, ¿cómo sobrevivieron en el tiempo?
La rareza que convoca la Alameda Central, en la Ciudad de México, hace mucho que desborda los domingos y los sueños de catrinas, aristócratas y globeros pintados por Diego Rivera. Ahora se entremezclan los skatos que hacen suertes en patineta con piratería, la fritanga, los turistas asiáticos desorientados y los gringos incómodos por el estruendo del reggaetón que viene de los negocios aledaños. Ruido al que se le cuela, en escasos silencios, los testimonios de violencia que dice un megáfono desde la antimonumenta feminista.
Pero este sábado 15 de marzo de 2025 hay más apariciones especiales. Justo a un costado del Palacio de Bellas Artes hay un grupo de gente vestida de negro con pantalones entubados y las muñecas y caderas cubiertas de cinturones y pulseras con estoperoles. Sus rostros están cargados de maquillaje negro en los ojos… bueno, al menos eso se alcanza a notar en el ojo que llevan descubierto por un fleco que les cubre el rostro. Los emos nunca se fueron, se escondieron entre las exigencias de la adultez y la moda “godín”, pero no era sólo una etapa.
A casi 30 grados y con el sol de lleno, uno podría admitir que esa decisión de moda es errónea, pero no es así, es más un sacrificio estético que exige ser parte de la primera “Marcha Emo” de la Ciudad de México. Sin embargo, es extrañísimo que muchos de los emos reunidos no tienen edad para haber estado en aquella “batalla” de la Glorieta de los Insurgentes. Muchos ni siquiera habían nacido en 2008. ¿Será que ser emo está otra vez de moda?
“Nos acordamos de lo que pasó y por eso nos da mucha felicidad vernos”, me dice un grupo de amigas, de aspecto fresa, que no llegan a la mayoría de edad y que se toman selfie tras selfie con los emos agrupados al fondo mientras ríen revisando las fotos. Cuando pregunto por qué les llama la atención, sólo atinan a decir tres cosas sin mucha explicación: está surreal, es icónico y lo vi en La rosa de Guadalupe.
Quizás no hace falta más para entender el éxito de la convocatoria. Para quienes sí fueron emos, cuando era una novedad, es el pretexto perfecto para desempolvar los pantalones entubados y verificar si aún quedan bien, planchar el cabello para conseguir un fleco impecable que camufle la alopecia que ha traído la vida adulta. Para quienes ni siquiera habían nacido cuando todo esto era un tema de conversación, es una suerte de carnaval, pero también para acompañar a sus padres y hermanos mayores al reencuentro de su juventud y buscar una comunidad, como en los tiempos de la adolescencia, cuando los días se sienten como un páramo de incomprensión y soledad.
–Mi época emo empezó en la secundaria. Me gustó cómo se vestían y ya se me quedó –dice Miki, de 16 años, y apenas atina a mirarme por el enorme fleco que cubre sus ojos.
Ella viene acompañada de su amigo Alexis y me cuenta que fue gracias a él que la dejaron de ‘bullear’ por ser emo porque ya no estaba sola.
–¿Tú desde cuándo eres emo? –le pregunto a Alexis.
–Yo soy lo que viene siendo un poser –responde entre risas y confiesa que se vistió así sólo para el evento.
En el fondo todo desemboca más que en un ritual nostálgico, en reclamarle al meme un pedacito de historia, pero ¿qué hay en este chiste específico que puede mantenerse vivo en el tiempo y atraer a nuevas generaciones? La respuesta está en internet.
¿Qué significaba ser adolescente en 2008? Dominar el internet
Ser adolescente en 2008 estaba atravesado por la experiencia de ir al cibercafé. Pasar las horas disque haciendo tareas y, al mismo tiempo, estar en el Messenger chateando con los amigos de la secu o mandar indirectas, habilitando el que todos puedan ver la canción que estabas escuchando con furor, como las de PXNDA o las que salían en Los 10 más pedidos de MTV.
Era descargar canciones ilegalmente con Ares y enfrentarse a la situación de elegir esas 50 canciones que podían almacenarse en el celular –o en un iPod si se era lo suficientemente fresa–. También era un mundo en que el internet no tenía redes sociales y, a falta de Instagram, eran sitios como Myspace o METROflog los lugares donde se podía subir fotos y demostrar popularidad consiguiendo decenas de comentarios de amigos y extraños.
Ser adolescente era dominar el internet porque, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, menos de una cuarta parte de la población usaba el internet y 35% de esos usuarios tenían menos de 18 años. De ese internet incipientemente social es que surgen los emos, los mitos que les trajeron odio y también lo que explica su permanencia en el tiempo.
Los diarios hicieron varias encuestas de percepción sobre los emos en ese año que dan luz sobre los enfrentamientos entre tribus urbanas. Por un lado, y a diferencia del resto de las tribus como los punks o los darks, quienes se identificaban como emos lo hacían principalmente por la forma de vestir. Algo que hoy resulta natural en un mundo hipervisual, plagado de TikToks y reels con jóvenes haciendo un Get ready with me para mostrar cómo se visten para ir a cualquier lugar. Sin embargo, hace casi dos décadas era una novedad querer vestirse como un desconocido del internet.
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Esos mismos jóvenes que encontraban en la estética lo que más les gustaba de ser emos, respondían que lo que menos les gustaba era ser discriminados y no era una exageración adolescente. Por ejemplo, según una encuesta de Reforma, publicada el 4 de mayo de 2008, en la Ciudad de México, que se supone ha sido vanguardia de derechos, 54% respondía que los capitalinos eran muy o algo intolerantes a los emos y justificaban esa posición; 48% de los encuestados opinaban que los padres de los emos debían “orientar” a sus hijos para que cambien su apariencia y no los maltraten. Es decir, ellos mismos se lo buscaban.
¿Por qué agredían a los emos? En varias entrevistas los punks, metaleros y skatos hablan del rechazo a los emos porque “copiaban” sus modas, pero ¿si las copiaban por qué no se veían igual? Más bien el odio a los emos radicaba en dos expresiones que molestaban a la sociedad de los 2000: el autoproclamarse emocionales y su apariencia.
¿Por qué esta tribu urbana se tomaba fotos llorando?
La emocionalidad de los emos que tanto ocupaba la conversación en 2008 era meramente adolescente: se veía en el maquillaje cuidadosamente puesto para verse corrido en el rostro por llorar, en las letras ansiosas de las canciones que escuchaban y en el luto perpetuo de su ropa negra. Ahora bien, sí había prácticas que alertaban a los padres de familia como el que se hicieran cortes en brazos y piernas para después subir fotografías de sus heridas a internet.
En ese contexto, tan necesitado de matices, un psicólogo de la UNAM, Andrés Alcántara Camacho, declaró a los medios que 40% de los emos eran suicidas en potencia y unos cuántos días después el Instituto de la Juventud de la Ciudad de México intervino para que el académico aclarara sus fuentes. Nunca se demostró el origen del “dato alegre” del académico Alcántara, pero tampoco tuvo cabida una discusión sobre la salud mental en los jóvenes.
El segundo punto medular en el conflicto contra los emos es su apariencia andrógina. Los pantalones entalladisisísimos, el maquillaje en tonos negros con acentos rosas, la delgadez enfermiza y la disposición a fotografiarse llorando ganó, sobre todo para los hombres emos, el mito de que era requisito ser homosexual o bisexual para pertenecer a este grupo. Esa conclusión, evidentemente basada en el prejuicio, fue clave para que cuentas de YouTube, como la de El Anticristo, o conductores de televisión, como Kristoff, iniciaran campañas de odio contra los emos que estaban relacionadas con una postura homofóbica.
“El emo es una mamada. ¿Qué es el emo? Es una cosa para niñas de 15 años, que les acaban de salir pelitos, ya saben en donde, y que se acaban de emocionar porque les encanta el cantante del grupito, no porque les guste la música”, dijo Kristoff al aire en su programa en Telehit en abril de 2008.
Pero de esos días de conflicto quedan memes y recuerdos. Giselle, una mujer de 32 años, camina por el Paseo de la Reforma en marzo de 2025. No hay rastro de esa actuación de tristeza adolescente y por eso canta feliz y a todo pulmón, junto a su hija adolescente “Los malaventurados no lloran” de PXNDA.
–No pude ir a la Glorieta de los Insurgentes en 2008 porque estaba muy chiquita y mis papás me lo impidieron, pero estuve pendiente –dice e insiste en que ella sí era emo y se vestía con fleco “y toda la cosa”.
Le pregunto si la sociedad de hoy es más tolerante que antes.
–Yo creo que ya podemos pensar diferente y no está bien visto ser juzgado –responde y su hija asiente con la cabeza–. Me hubiera encantado ver a mi mamá siendo emo de joven, pero no quedó registro –dice riendo la hija de Giselle y continúa, junto a varias decenas de jóvenes, caminando rumbo al punto donde hace 17 años se pelearon los emos y los punks.
Cantan lo mismo canciones de Allison que de My Chemical Romance y la gente que se encuentra con ellos no se abalanza a golpearlos, sino para grabarlos en video o sacarles una foto. No mentía Monsiváis cuando escribió que en la Ciudad de México “somos tantos que ya ninguna creencia, ni la más oscura y extraviada, podrá estar sola un minuto siquiera”.
“¡El que no brinque es punk!”, corean los emos
Instalados en la Glorieta de los Insurgentes los emos bailotean, se lanzan entre ellos botellas de regreso y gritan: “¡El que no brinque es punk!”. No hay ningún punk cerca y en la ciudad, muchos de los que quedan, venden vinilos a sobreprecio en El Chopo a chavitos bien y gringos en búsqueda de la ‘Deepest Mexico City’.
La fiesta no tiene para cuando parar. La sombra les da tregua y son varios los que cargan bocinas para que la música no falte. De pronto, aparece desde el extremo opuesto al caos un Hare Krishna en completo silencio. Se trata de un hombre rapado y de anteojos que viste camisa blanca y un pantalón holgado y anaranjado. Camina con estoicismo sobreactuado al encuentro de los emos. Al mismo tiempo reporteros y tiktokers se abalanzan sobre el hombre y él no da una sola palabra y no mira directamente a ninguna cámara.
Levanta su mano derecha mostrando la palma y en la izquierda carga una cítara pequeñita y va moviéndose despacio, como si llevara plena consciencia sobre cada paso que da. Los jóvenes reunidos viéndolo sólo dicen “¡A huevo!” y se toman selfies con el hombre mientras este permanece en otra dimensión. La gente se emociona con el Hare Krishna porque si la historia se repite como farsa, por transitividad, la farsa se repite como historia.
Al final nada dice el hombre y nada pasa. Unos minutos después sigue su camino fuera de la glorieta, tal por donde llegó.
Mientras escribo esta crónica pienso que tal vez no hacía falta escucharlo y que quizás la aparición de este personaje fue rápida y en silencio porque, a diferencia de hace 17 años, esta vez no hay ninguna pelea que impedir. En aquella ocasión los monjes previnieron una tragedia, pero hoy la guerra está enterrada y claramente ganada: los emos, pese a todo, siguen aquí.
GSC/LHM