Jóvenes con autismo atienden autolavado en León

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No hay manera de perderse para dar con este negocio. Cruzando el bulevar Morelos, hay que seguir derecho, sobre el bulevar Madrazo, hasta donde termina. Literalmente.

-¿Cómo quedó? ¿Está todo bien?, me pregunta El Chino, antes de despedirse.
Mario A. Arteaga /

Las nubes grises en el cielo me hacen dudar. Pocas cosas hay más frustrantes a que te llueva con el auto recién lavado. Pero la verdad es que desde hace tres meses que lo inauguraron he querido ir. Y ahora estoy a poco más de un kilómetro. Así que me decido.

Llego al auto lavado y me recibe Paco con una gran sonrisa. ¡Bienvenido! Exclama, y no para de sonreír. El tiempo de espera es razonable para ser sábado a mediodía.

-¡Chino, te toca!”, grita Paco. Y brincando algunas cubetas en el piso aparece otro joven con el pelo ensortijado, muy sonriente también. Amable en exceso. Quiero corresponder su amabilidad preguntándole su nombre para saber cómo referirme a él. “Martín… N. N.”, responde.

Obviamente las “N.” corresponden a sus apellidos. Me repite su nombre tres veces, como si una primera y otra segunda no bastaran. En realidad no era necesario. Desde la primera vez me quedó claro.

Me encojo de hombros y lo miro cómo inspecciona el vehículo y me dice cortésmente que he olvidado mis ventanillas abiertas. El Chino me avisa que las va a cerrar. Asiento con la cabeza. Luego, como un mantra repite tres veces: ¡Cerrar ventanillas! ¡Quitar tapetes!

Y así, entre Paco y Martín lavan mi auto con una atención extrema, con precisión como de relojero. De vez en cuando El Chino voltea y me pregunta:

-¿Cómo quedó? ¿Está todo bien?

-Sí, todo bien…”, respondo, casi sin levantar la vista de mi lectura sabatina del periódico.

El ritual de preguntar la satisfacción del cliente se repetirá unas cuatro veces en los quince minutos que tardan en terminar la faena.

-Señora, ¿me abre su cajuela, por favor?” inquiere el Chino a la persona que llegó antes que yo.

-No es necesario. Vengo del súper y traigo ahí mi despensa. No vas a poder aspirar”, responde la dueña de la camioneta.

-Es que quiero limpiar la orilla de la puerta…”, insiste el chino Martín.

Cuando Paco me entrega las llaves, apenas alcanzo a percibir un pequeño tic en su mano derecha.

Arturo, el encargado del auto lavado de la Clínica Mexicana de Autismo me explica que mis anfitriones son dos de los trece niños con este padecimiento que atienden el negocio. Que desafortunadamente, la afluencia no es la esperada, debido a las lluvias. Las madres de los muchachos coinciden en que ahora ya son más independientes. Pero no crea que lavan los carros de los de su casa. No. “Llévamelos al auto lavado”, sugieren.

Son las dos de la tarde, y es hora de cerrar. El Chino no se da cuenta, porque está absorto tratando de cerrar la reja, pero ha dejado afuera otro automovilista que buscaba el servicio.

No hay manera de perderse para dar con este negocio. Cruzando el bulevar Morelos, hay que seguir derecho, sobre el bulevar Madrazo, hasta donde termina. Literalmente.

-¿Cómo quedó? ¿Está todo bien?, me pregunta El Chino, antes de despedirse.

Me queda claro que éste es un lavado muy especial.

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