Los acompañantes fieles de la Virgen

Hay un esfuerzo en ocasiones casi sobre humano que encuentra fuerza en la fe y da color a las celebraciones

Juan y Laura. Ambos tienen 60 años y siguen siendo orgullosos danzantes. (Perla Gómez)
Perla Gómez
Guadalajara /

La sangre en la planta de unos pies que sostienen pasos y saltos al ritmo de percusiones y otros sonidos que evocan a la época prehispánica, son el elemento más evidente del sacrificio que puede llegar a ser la danza durante una procesión, pero detrás de ello hay un esfuerzo en ocasiones casi sobre humano que encuentra fuerza en la fe y que le otorga fuerza y color a las celebraciones religiosas.

“La virgen lo es todo”, dice Juan Delgado mientras se arregla el penacho y se incorpora para seguir bailando. Juan, de 66 años, es uno de los 35 mil danzantes que acompañaron a la Virgen de Zapopan durante la Romería este año, lo ha hecho por más de 25 años, aunque lleva toda la vida bailando, pues sus abuelos le enseñaron muy pequeño y lo ha hecho “desde que tiene uso de razón”.

A pesar de los años encima, y de las heridas del cuerpo, Juan no para y sigue el ritmo de los tambores determinadamente. “Traigo un vidrio desde los ensayos, traía una venda, munchas punzadas… pero así me vine a bailarle a la virgencita”, presume apuntando hacia la Basílica.

Los danzantes se han convertido en acompañantes fieles de La Zapopana en su camino anual desde la Catedral Metropolitana hasta la Basílica. Por casi tres horas de camino, azotan los pies una y otra vez en el piso y mueven los cuerpos al ritmo de los tambores para venerar a la virgen, una labor para la que se preparan durante todo el año, con ensayos de dos horas varios días de la semana, y presentaciones para celebrar a santos de otras zonas de Jalisco, pero ninguno que requiera la condición física y el esfuerzo para danzarle a la Generala, dicen.

Jorge Martín del Campo pertenece a la compañía Danza Azteca Quetzalcóatl. Tiene 60 años y como Juan, y muchos de los danzantes, empezó a bailar desde chico. A los 12 años su abuelo le enseñó a bailar. “Me gustó desde niño. Los movimientos nos hacen vibrar, y bailar para mí significa seguir las tradiciones y difundir la cultura mexicana azteca”, cuenta.

Representando a la serpiente emplumada con un taparrabos bordado en colores vivos, un penacho doble, plumas en sus brazos y piernas y sonajas sobre sus huaraches, detalla que cada danzante elige sus atuendos, los arma y luce con orgullo durante las ceremonias.

El cansancio físico y el esfuerzo son mucho, pero la fe lo es más. Poco importan los pies ensangrentados de tanto saltar, menos el sudor ni el peso de los grandes penachos, cuando se trata de rendir tributo y agradecer a aquello que consideran les ha llenado de bendiciones.

Laura Miranda, quien empezó a bailar por convicción luego de ver a quienes ahora son sus compañeros mover los cuerpos durante la Romería, cuenta que para ella danzarle a la Virgen es la más grande devoción, pues le agradece el haber curado a su mamá de una enfermedad y haberse llevado a su padre de este mundo el 13 de octubre del año pasado.

“Dios me lo dejó bien marcado, bien marcado este día, y con mucha razón yo le echo más ganas a la danza”, dice con voz entrecortada. Luego se limpia las lágrimas de las mejillas, aprieta con fuerza sus sonajas y vuelve al grupo para seguir bailando, del dolor de sus rodillas ni se acordaba mientras bailaba… “bendito Dios no me han dolido y estoy danzando”.

MC

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