Son las 10 de la noche y cinco inmigrantes se han reunido en la cocina para hablar y relajarse después de largas jornadas de trabajo por un promedio de dos mil pesos semanales. Pero aquí, en la Ciudad de México, no alcanza para mucho. Eso los ancla a un albergue, no hay más.
Saben que desde el primer día que Donald Trump llegó a la Casa Blanca ya no funciona la aplicación CBP One, el sistema para solicitar asilo en Estados Unidos, y no tienen muy claro los siguientes pasos de su vida.
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Como ellos, en este momento hay en México unos 270 mil extranjeros, que son mano de obra dispuesta para trabajar en el país y se suman a los 153 mil autorizados por la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) para vivir en México, además de aquellos que están en la cifra negra, es decir, que no figuran en ningún registro oficial o privado.
Los inmigrantes del albergue Cecadro, en la alcaldía Iztapalapa, de la Ciudad de México sólo tienen la certeza de que, aunque ninguno tiene contrato laboral, al día siguiente les esperan ocho horas de trabajo en una procesadora de fruta, en una construcción, vigilando un edificio, en la cocina de un restaurante o en un almacén.
Al no tener documentos les dieron trabajo de manera informal: están “apalabrados”. Son sobrevivientes que sortearon condiciones extremas de hambre, inseguridad o persecución política y estos se emplean con discreción.
Hoy trabajan primero, para comer, pagar renta y transporte en el avance hacia Estados Unidos; y luego porque quedaron atrapados en México debido a las nuevas políticas de Estados Unidos que les cerraron las puertas.
Las empresas mexicanas están buscando mano de obra en los albergues. Son la versión en México del trabajador extranjero en Estados Unidos, los que cubren principalmente trabajos básicos, con salarios precarios determinados por el mínimo que ronda los 300 pesos al día o menos.
Daniel Sandoval, encargado del albergue "Constitución de 1917", también en la capital mexicana, afirma que diversas empresas de outsourcing llaman para subcontratar a inmigrantes que quieran trabajar en empresas de todo tipo, e incluso también los partidos políticos han buscado ahí mano de obra.
El albergue "Casa Fuentes", en la alcaldía Álvaro Obregón, tiene un convenio con una imprenta de artes gráficas para material publicitario que da empleo a 50 de las 64 personas y les paga 300 pesos diarios. También tienen un acuerdo con Expo Santa Fe, donde dan hasta el doble del salario por día en la cocina, aunque dependen de que haya evento en el recinto ferial.
Mejor que en Venezuela, sí
Su futuro es incierto y, sin embargo, sonríen en el albergue de la capital mexicana. Hablan de política, y hasta bromean.
“A ver qué sigue, pero aquí nos va bien. ¡Cualquier cosa es mejor que Venezuela!”, dice alguno y todos ríen.
Otro hace cuentas para seguir la conversación; si bien aquí ganan 100 dólares por semana, en Estados Unidos podrían ganar lo mismo en un solo día. Pero en su país percibirían apenas 10 dólares al mes. Así la cosa empieza a cobrar sentido.
“¿Diez dólares en Venezuela? Qué va… ¡cuatro!”, ataja Anderson, un ex profesor universitario que dejó a sus hijas y emigró con su mujer cuando lo acusaron por criticar al gobierno, revela.
“Entre el dinero y la persecución política no hay forma de estar allá”.
Esta noche, en el albergue, otro de ellos, Jackson, escucha las conversaciones de sus compañeros mientras piensa en su plan B, ya que todo se puso malo con Trump.
Cuenta que tenía un lugar alquilado en la Ciudad de México con su sueldo en una empresa constructora, la cual lo empleó a través de subcontratistas para moverlos de obra en obra, pero desistió de ese lujo.
“No me estaba quedando nada y quiero ahorrar y reunir dinero para irme a otro país”, explica.
No da más detalles, “no vaya a ser que se sale” o que las cosas cambien; mejor no poner la carreta delante de los bueyes y aguantar en su empleo, por ahora.
Y no es que le vaya o lo traten mal, al contrario, considera que hay buen ambiente, hay camaradería, pero debe viajar dos horas o más hasta donde debe batallar con cables, tubos de cobre y voltajes.
Antes vendía calcetas en el barrio bravo de Tepito, su primer trabajo aquí, después de un largo trayecto de nueve años porque primero emigró a Argentina, donde tuvo dos hijas, y luego vino hacia el norte de camino a Estados Unidos.
Acabó por alejarse aún más de Venezuela, de su pasado en la PDVSA, la petrolera, de su posición política que lo enfrentó con sus jefes que le reclamaban por no ir a marchas, los que lo acusaban de ser de “extrema derecha”.
“No eres de extrema derecha, sólo crítico”, lo interrumpe Anderson, el catedrático de 36 años nacido en Barina, donde nació Hugo Chávez.
A él la cosa se le puso peliaguda a tal punto que lo amenazaron sólo por pedir salario más alto.
“Yo ganaba 300 dólares al mes y terminé ganando 80 porque me quitaron las primas de antigüedad”.
Por eso él y su esposa se fueron y dejaron a sus dos hijas de cuatro y dos años allá, en tanto se estabilizan. Y en esas están, empleados en una procesadora de fruta desde hace dos semanas que llegaron a la capital mexicana. Ahora esperan, “a ver qué pasa”, si se van o se quedan como muchos otros.
“No nos tratan mal, al contrario, hemos aprendido mucho en ese trabajo”, reconocen.
Latinoamericanos en el limbo
La Comar reportó que desde 2013 y hasta diciembre de 2024 se les ha permitido vivir regularmente como refugiados a casi 74 mil hondureños, 25 mil venezolanos, 22 mil salvadoreños, 9 mil haitianos, 11 mil cubanos, 7 mil guatemaltecos, 2 mil nicaragüenses y 3 mil 700 de otras nacionalidades.
La institución calcula que las solicitudes serán mucho más por la desaparición de CBP One que dejó en el limbo a miles que no pensaban quedarse en México.
Franklin, con los brazos sobre la mesa, mira de soslayo a sus compañeros. Se lo piensa. Con 23 años, es el más joven del grupo y no recuerda con nitidez el antes y el después del paulatino deterioro económico en Venezuela, como sí lo sufrieron los otros.
En el lustro de su vida adulta intentó en su país sacar adelante su “empresita” –un gimnasio– y no le iba tan mal mientras la hacía de activista en busca de un cambio de gobierno en las pasadas elecciones. Nicolás Maduro se encuentra en el poder desde el 19 de abril de 2013, o sea, cuando Franklin tenía 11 años.
Tomó fotos de las actas de cómputo que documentaron la votación a favor de otros partidos, participó en las movilizaciones apoyando al partido Primero Justicia y, tras las denuncias del presunto fraude electoral, su familia fue amenazada a mediados del año pasado.
"O se callan o…"
Eso significó para Franklin irse, decepcionado de la democracia local. Apoyado por su familia, que ya está en Estados Unidos, mientras espera la cita para CBP One encontró trabajo en un restaurante mexicano.
“Me levanto temprano, escucho mi música, me lavo la cara, me cepillo, y llego al quiosco a cocinar huevos a la mexicana, bolillos [molletes], chilaquiles, las salsas rojas, las verdes, el pollo empanizado. Me gusta la gastronomía, siempre había querido trabajar en algo así”, admite el muchacho.
Aún no sabe qué camino seguirá pero de lo que sí está seguro es que quiere sacar a su hermana menor de Venezuela, darle otra vida.
“Allá corre peligro, pero aquí ganaría bien poco”, se debate.
De acuerdo con el estudio Los retos de la inserción laboral del migrante en México: una aproximación desde la integración a través de las organizaciones de la sociedad civil, hecha por académicos de la UNAM y la Universidad Iberoamericana, la informalidad en que la que trabajan miles de indocumentados conlleva evasión de impuestos, que los trabajadores no tengan servicios de salud o prestaciones laborales, y el riesgo de que el crimen organizado se aproveche de ellos.
“Un grado extremo de inserción laboral negativa es la inclusión de inmigrantes –de grado o por la fuerza– en las bandas criminales que se dedican al narcotráfico, la trata de personas, el secuestro y otras actividades delictivas”, advierten los autores.
El análisis de los investigadores (Aaraón Díaz, Pedro G. Méndez, Roberto J. Domínguez, Claudia E. Reséndez y Diego Morales) concluye con un llamado al Estado mexicano a "tomar el toro por los cuernos" y buscar soluciones para aquellos migrantes vulnerables, como enlazarlos con las pequeñas empresas que los necesitan.
No se regresan por nada
El salvadoreño José se encuentra en el mismo albergue que los venezolanos. A lo largo de la velada, presta atención a sus roomies y coincide con la mayoría: lo que quiere es abrirse paso para sacar a su familia del país donde nació y alcanzar un mejor nivel económico, lejos del despelote pandillero y el trabajo de campo mal pagado.
Fue por su esposa y dos hijas, de cuatro y nueve años, que un día se sumó a una caravana para cruzar México en compañía de otros. Se lastimó los pies, se la jugó para evadir a la migra, sorteó cárteles criminales, contrabandistas y todo lo que implica el camino hacia el norte una vez que llegó a Tapachula, Chiapas, la frontera sur del país.
Una vez en la ciudad de México aplicó en el CBP One y se metió a trabajar en una bodega, donde está a gusto porque, afirma, “nadie me molesta, está silenciosa”, ahí sólo acomoda y envía mercancías.
De vez en cuando platica con su esposa sobre lo que hará y concluye tajante frente a los amigos que conoció en el albergue y con quien comparte arroz, frijoles, tortillas.
“No me voy a regresar a Usulán, sufrí mucho para llegar acá. Mi jefe, que es mexicano, me dice que él arregla papeles aquí y me ayuda a traer a mi familia; dice ‘te alquilamos algo, no te preocupes, eres una buena persona, no andas en babosadas’”.
También Saúl conoce aquello del no retorno e interviene de pronto en la conversación. Lleva 10 meses en México como recepcionista de un hotel, propiedad de otros venezolanos con los que está a gusto, excepto, insiste, por el sueldo.
“Si alquilas no te alcanzan los 2 mil 100 por semana que te pagan”.
Todos asienten y él continúa en sus memorias; su cuñado tenía una empresa con 22 empleados en Caracas, donde él trabajó hasta que quebró deteriorada por la situación económica del país y entonces regresó a su pueblo natal, donde se dio cuenta de que no podría hacer nada porque ahí “mandan los caracos”, los paramilitares.
Impotente, huyó a Colombia, donde le fue muy bien de electricista. Incluso compró una casita pero la inflación con el presidente Gustavo Petro redujo la capacidad de compra de su salario y ya no le convino. Corrió de ahí rumbo al “sueño americano” que hoy parece escapársele.
“Gracias a Dios traía algo de platica (dinero) y pude moverme rápido hasta la ciudad”, dice el prospecto a nuevo chilango.
En otro refugio de la capital, "Casa Fuentes", una mujer nicaragüense revela que se ganó la confianza de una vendedora de frutas en los tianguis ambulantes. Así fue como recientemente contrató a la migrante para que cuidara a su mamá, que está viejita y necesita compañía.
La noche se hizo larga. En la cocina del otro albergue se dan cuenta de que tienen que trabajar en pocas horas, sólo queda un sartén con frijoles refritos sobre la estufa, pero ya todos cenaron. Se despiden unos de otros. Algunos van a las recámaras, otros salen al patio: hace fresquito, pero no está frío. Nada mal para un invierno.