En tu país, uno de los más sísmicos del mundo, un terremoto es capaz de mover a la Tierra de su eje. En Chile, sin embargo, es muy raro que las personas abandonen sus casas o sus lugares de trabajo mientras se zamarrea el piso.
En Santiago, por ejemplo, una capital que ha crecido verticalmente porque está obstinada en alcanzar las estrellas, se les ha inculcado a los pobladores que los edificios están tan bien montados al suelo que hasta Gozdilla batallaría para derrumbarlos. En Ciudad de México no. Tu esposo, un orgulloso chilango, te ha contado que la porosidad y la resequedad del suelo de la capital de México, así como la corrupción, ocasionan que incluso la más pequeña propiedad se caiga como si fuera de arena.
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Por eso estás esperando a que sean las 11:30 horas: para presenciar el simulacro sísmico que las autoridades mexicanas han anunciado en plena pandemia.
“¿Listo para el simulacro?”, le preguntas al vecino del 102 al bajar por las escaleras. “Eso no sirve de nada”, se queja “A la mera hora no sabes qué hacer; acuérdate el año pasado, cuando tembló: hasta bajamos sin cubrebocas”. Es cierto: aquel 23 de junio, nadie respetó siquiera la sana distancia. Y el vecino te empujó mientras se dirigía hacia la puerta con el Jesús en la boca y sus perros en la mano. “Además estamos en pandemia”.
Uno de los ambulantes que trabajan alrededor de tu calle te dice que él tampoco participará en el simulacro. “Yo me muevo nomás cuando es la de adeveras”, te dice. “Esto es pura ficción”.
Entonces suena la alarma. Pero no es esa delirante alarma, una que parece sonar como en espiral, una que bien podría anteceder al fin del mundo o que bien pudo usar el Santo en sus películas de zombis y extraterrestres. Lo que suena, más bien, es una voz zen que le avisa a la gente que esto es un simulacro.
Miras hacia tu alrededor. Y salvo las dos empleadas de la Farmacia Simi y un par de vecinos hípsters, nadie que viva, trabaje, camine o coma en el cruce de Puebla y Jalapa participa en el simulacro. Ni siquiera en la Fiscalía General de la República. Ahí sólo baja el equipo de Protección Civil a tomarse la foto para el Instagram.
En la Glorieta de los Insurgentes no hay simulacro que detenga el diario trajinar del pueblo: las filas en el Metrobús, las filas en las taquillas del Metro, las filas en los baños públicos. Si no fuera porque media glorieta está ocupada por funcionarios de la Secretaría de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México, funcionarios con cara de que les han ordenado participar en el megasimulacro, pensarías que sólo tú y tu esposo han hecho el loco de formar parte.
Cuando te asomes a los portales noticiosos y a las redes sociales, leerás que en ciertas colonias no sonó la alerta sísmica. Leerás que el simulacro tuvo como hipótesis un sismo de magnitud 8.1, ocurrido en la desconocida localidad de Papagayo, municipio de Juan R. Escudero, en la entraña de Tierra Colorada, Guerrero, a unos 300 kilómetros al sur de Ciudad de México. Y leerás que la noticia de la renuncia de Irma Eréndira Sandoval era más importante que la cultura de la Protección Civil.
FS