Las técnicas, costumbres y tradiciones de los pueblos originarios, a través de la siembra de milpa y metepantle, influyen para mantener la fertilidad de la tierra; además, concentran entre 120 y 150 toneladas de carbono orgánico por hectárea de cultivo, situación que se traduce en beneficios para el medio ambiente.
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De acuerdo con la investigación sobre formas agroecológicas para manejar el suelo, encabezada por Rosalía Castelán Vega, experta del Centro de Investigación en Ciencias Agrícolas, del Instituto de Ciencias de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), el policultivo con técnicas ancestrales de siembra que emplea las llamadas tres hermanas, maíz, frijol y calabaza, se traduce en beneficios ecológicos.
El monocultivo de maíz, método de siembra es el más utilizado en el país, a raíz de la llamada revolución verde surgida en 1960 para incrementar la productividad agrícola no permite la regeneración del suelo porque no se dan periodos de descanso, ni aportes de materia orgánica. En contraste, la ejecución de prácticas agrícolas ancestrales permite la recuperación y mantienen la potencialidad de los suelos e influyan en la cantidad de carbono que estos puedan almacenar.
Castelán Vega, integrante del Cuerpo Académico Evaluación, Manejo y Conservación de Sistemas Agroproductivos y Forestales, encabeza una investigación en el municipio de Calpan, en el estado de Puebla, que busca determinar la manera en la que técnicas, costumbres y tradiciones de los pueblos originarios son clave en mantener la fertilidad de la tierra.
“Este proyecto trata de encontrar resultados científicos que respalden las prácticas ancestrales en cuestión de productividad, acumulación de carbón orgánico y mitigación del cambio climático”, destacó la investigadora.
Como parte de su investigación, la integrante del Centro de Investigación en Ciencias Agrícolas de la BUAP detectó que el policultivo de siembra que integra al maíz, frijol y calabaza, y en ocasiones se suma el chile, se traduce en resultados positivos para el ambiente. Por un lado, el frijol permite la fijación de nitrógeno atmosférico, convirtiéndose en un fertilizante natural; las hojas de la calabaza conservan la humedad; y el chile, al tener un compuesto llamado capsaicina, aleja las plagas; además, la práctica conocida como metepantle detiene la erosión.
“Ambas formas agroecológicas de manejar el suelo incrementan la concentración de carbono orgánico y son sustentables; es decir, económicamente viables, fomentan la biodiversidad mediante una alimentación diversificada y sin efectos negativos a la salud”, destacó.
A la par, la especialista de la máxima casa de estudios del estado, quien además, es integrante de la Red Mexicana del Carbono de la Sociedad Mexicana del Suelo, de la Sociedad Mexicana de Agroecología y de la Red de Patrimonio Biocultural, realiza análisis para medir la fertilidad del suelo: carbono orgánico, nitrógeno total, pH, textura del suelo, relación carbono-nitrógeno, capacidad de intercambio catiónico, fósforo disponible y unidades formadoras de colonias de algunos microbiológicos, como bacterias, hongos y actinomicetos.
CHM