Una experiencia inolvidable. Un verdadero vuelo a una altura de 28 mil pies (16 kilómetros) sobre el nivel del Océano Pacífico a una velocidad Mach 2.2, de dos mil 179 kilómetros por hora. Ocurrió hace 30 años. Ésta es la historia:
“Fue el avión de pasajeros más veloz, el más caro y hasta ayer, el más seguro”, así señalaba un cable recibido en nuestra redacción sobre el accidente de un avión Concorde en las cercanías del aeropuerto Charles de Gaulle, de París, el 25 de julio del año 2000.
En esa ocasión se impactó con un hotel, que dejó como saldo la muerte de los 109 ocupantes del Concorde, además de cuatro empleados del hotel en Francia.
Al reproducir esa noche en el Telediario del Canal 12 esta información vino a mi memoria el reportaje de un viaje que hicimos el año de 1993 a bordo de un avión Concorde de la línea aérea inglesa BOAC. Ese día, sábado 27 de marzo de 1993, salimos del aeropuerto de la Ciudad de México a las 14:05 con destino a un punto no precisado del Océano Pacífico.
Se nos dijo que nos darían una demostración de la maniobrabilidad del avión y viviríamos una experiencia inolvidable: volaríamos a velocidad Mach 2, es decir, a una velocidad de mil 250 millas por hora, o sea dos mil kilómetros por hora, a una altitud de hasta 53 mil pies y con una temperatura al exterior de 77 grados bajo cero.
Días antes, Hernán Chavarría, buen amigo de Multimedios, nos había hecho una invitación para conocer el Concorde, volar en él y entrevistar a la tripulación para hacer un reportaje y reproducirlo en el programa Cambios al día siguiente del vuelo. Y así fue.
Despegamos del aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México a la hora señalada en el Concorde, que levantó su nariz a una velocidad de 190 millas por hora para alcanzar los 18 mil pies de altura a los cinco minutos de vuelo. El Concorde siguió aumentando su altura y su velocidad hasta llegar a la costa de Guerrero, 12 minutos después, volando ya a una altura de 28 mil pies y a una velocidad de 630 millas por hora (mil 108 kilómetros por hora).
La exactitud de los números anteriores responde a que tuve la fortuna de viajar en el asiento 3-A de no fumar, casi a dos metros de un panel lateral en donde se daba la lectura.
Después de que se nos dio un vuelo rasante a lo largo de la costa de Acapulco, a una altura de tres mil metros, enfilamos ahora hacia la Ciudad de México. Habíamos volado dos horas y diez minutos y recorrido una distancia de más o menos cuatro mil 250 kilómetros. Fácilmente en ese tiempo pudimos haber llegado a la ciudad de Nueva York. Sin embargo, estábamos de nuevo en la Ciudad de México.
Según la entrevista al capitán Bruno A., nuestra velocidad máxima alcanzada sobre el Océano Pacífico había sido de Mach 2, es decir, mil 250 millas por hora, o sea dos mil kilómetros por hora. La altitud máxima que alcanzamos fue de 17.7 kilómetros sobre el nivel del mar.
En alguna parte de la entrevista, el capitán A. me dijo que comparando velocidades habría que recordar las siguientes:
El tren rápido de París alcanza una velocidad de 245 kilómetros por hora; el tren Ave que une a Madrid y Sevilla, 265 kilómetros por hora; el tren bala de Japón, 400 kilómetros por hora; y el Concorde, único avión supersónico de pasajeros en el mundo, llega a volar a velocidad Mach 2.3, es decir, mil 700 millas por hora, equivalentes a dos mil 740 kilómetros por hora.
El 24 de octubre de 2003 aterrizó el último vuelo de Concorde de British Airways en el aeropuerto de Heathrow, en Londres. En otro avión Concorde, este de Air France, en su último vuelo días antes, el auxiliar de vuelo Jean Charles Principeaud dijo a manera de despedida: “Estamos en el último vuelo del avión más bello del mundo. Permanecerá en nosotros los que tuvimos la fortuna de viajar en él como un sueño imborrable”.
Mi amigo Hernán Chavarría y los que volamos ese 27 de marzo de 1993 en el Concorde —estoy seguro— compartimos el mismo sentimiento con el señor Principeaud.