En los últimos días de 1968, Juan Manuel Martínez Vázquez dice que escuchó por primera vez la contundencia con la que Carlos Castañeda de la Fuente defendía a San Agustín, el santo patrono de los impresores, de los cerveceros, de los teólogos.
Ambos estudiaban en la Escuela Secundaria Nocturna para Trabajadores, número 18, en la calle de Serapio Rendón, en la colonia San Rafael del entonces Distrito Federal.
Iban juntos a los cursos lectivos, clases para los hombres que emigraban del campo y para los capitalinos con pocos recursos, donde aprendían oficios prácticos que los preparaban para una vida laboral precaria: oler aceite impregnado en la ropa por los siglos de los siglos.
Juan Manuel había llegado de una pequeña ciudad fundada en el virreinato, Huajuapan de León, en Oaxaca. Cuando cumplió 26 años, decidió cerrar su taller de bicicletas y llevar a sus padres al D.F., la capital de la utopía modernista, de edificios futuristas y multifamiliares de mil departamentos aunque de 48 metros cuadrados.
Una vez en esta caótica ciudad, Juanito fue detenido en febrero de 1970 por la Dirección Federal de Seguridad (DFS), la policía de espionaje mexicana, y su nombre quedaría para siempre en los archivos de una historia que aún hoy guarda secretos.
El joven era sospechoso junto a otros chicos y un sacerdote, porque Carlos Castañeda de la Fuente, amigo suyo, intentó asesinar al presidente Gustavo Díaz Ordaz, un político priista que logró a costa de la represión las olimpiadas perfectas y aplacaba lo mismo movimientos estudiantiles que guerrillas urbanas o campesinas.
El atentado ocurrió el 5 de febrero de 1970, mientras el político se trasladaba con su comitiva cerca del Monumento a la Revolución. Y quedó guardado como secreto de Estado.
La DFS creía que Juan Manuel Martínez formaba parte de un complot mayor, eran los años de la “guerra sucia” que ejerció el gobierno durante los sesenta y setenta.
Esta es una historia de ARCHIVERO para MILENIO, es la reconstrucción de un caso gracias a la investigación y desclasificación de expedientes que quedaron olvidados entre cajones y viejas oficinas gubernamentales. Casos como este revelan que en un país como México la verdad oficial siempre está en obra negra.
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El mecánico
Ingresar a los expedientes de la cárcel de Lecumberri, hoy el Archivo General de la Nación, es sumergirse en esas antiguas celdas llenas de cientos de folders color café.
Para mirar esos informes redactados a teclazos de máquina y llenos de faltas de ortografía, hay que usar guantes y tratarlos como cebolla que se deshace en las manos.
Entrar a Lecumberri es volver 46 años en el tiempo y entender cómo policías y espías del país realizaban operaciones encubiertas casi siempre en la ilegalidad y que se acomodaban de acuerdo con los intereses del jefe en turno.
Reconstruir la historia de Carlos Castañeda de la Fuente, el compañero de secundaria de Juan Manuel no fue fácil. Aunque su nombre aparecía en los ficheros de la DFS, una pequeña tarjeta informativa que elaboraban los policías donde consignaban el número del expediente que abrían en contra de un detenido, no había registro en la base maestra.
Había que atinar en qué caja estaba. Entonces, en ese revisar, apareció un expediente con decenas de hojas y fotografías, peritajes psicológicos, reportes policiales, y una carta en la que se leía:
“Si el pueblo pide justicia y el gobierno ordena matarlos, los cristianos tenemos la obligación de defender y orientar al pueblo, como dice la teología católica, aun usando las armas contra el tirano”, escribió en un manuscrito que llevaba consigo el día que la policía secreta lo detuvo.
Era 1968. La lucha entre el comunismo y el capitalismo dividía el mundo en dos bandos, mientras los movimientos estudiantiles despertaban en América Latina al ritmo de las canciones de protesta de Óscar Chávez y Amparo Ochoa.
En México, se vivía una de las peores convulsiones en su historia: un movimiento estudiantil integrado por jóvenes de universidades públicas exigía en protestas pacíficas un alto a la represión del presidente Gustavo Díaz Ordaz y, en respuesta, los masacró el 2 octubre, en la Explanada de las Tres Culturas de Tlatelolco.
Al abrir el expediente encuentro un documento que me lleva a esta época. Leo:
“Hoja 2. Secretaría de Gobernación. El día de hoy fue presentado y, posteriormente también puesto en libertad, Manuel Martínez Vázquez, quien al ser interrogado declaró”.
Carlos Castañeda le parecía alguien extraño. A sus 28 años, originario del D.F., ya tenía facciones de hombre mayor: mentón cuadrado, quijada prominente y se había tomado muy en serio la defensa del catolicismo en el que creía.
Le decían el “San Agustín”. El apodo nació en la secundaria nocturna, cuando el maestro de Historia Contemporánea aventaba ataques contra la Iglesia y Castañeda siempre le contestaba, así se ganó el mote.
También recuerda ese día en que la profesora de Química, al despedir al grupo, preguntó uno a uno qué camino iban a seguir en la vida, y Castañeda respondió: “quiero ser sacerdote”.
Después de la clase, Juanito le preguntó: “Carlos, ¿tu vocación es sincera? Entonces, ¿por qué no ingresaste al seminario?” Este respondió que sí lo había intentado, pero no lo había logrado. No dio más explicaciones y cada uno siguió su camino a casa.
Pero ese fue el preámbulo que lo detonó todo. Días después, continuó la conversación de la religión y Juan Manuel reveló a su amigo que en el pasado había participado en las actividades de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana.
Dicha organización fue fundada a inicios del siglo XX, y se dedicada a organizar a jóvenes católicos del país, y cuyo lema era: “Por Dios y por la Patria”, una frase que resonaría en la cabeza de Castañeda, y que llevaría a la práctica con escuadra y balas.
La asociación estaba cruzando la calle, frente a la secundaria, y según relatan los archivos, Juanito quería que Castañeda conociera a un cura amigo suyo, en sus cuarenta años: el padre Manuel Vázquez, quien podría ayudarlo a entrar al seminario.
La ficha que elaboró la DFS abre con una fotografía en blanco y negro, un hombre de cara alargada y delgada y lentes de armazón negro que cubren la mitad del rostro, cabello de ladito, saco y una corbata negra chueca. Está de frente y parece que te mira. También fue detenido. Leo:
“En lo que se refiere al Pbro, Manuel Vázquez Montero, no existen datos en esta oficina de que haya participado o firmado alguna solicitud de libertad a favor de los presos políticos.
"Sí hay los siguientes antecedentes: Nació el 15 de febrero de 1923 en Villa de Perote, Veracruz […]. En 1960 aparece como Asesor Eclesiástico de Acción Católica Mexicana en Veracruz y dirigía los programas educativos y la organización del Colegio Cristóbal Colón en este puerto, el cual es un plantel en que se educan hijos de personas de posición desahogada y cuyo patronato estaba integrado por prominentes católicos”.
La ficha explica que para 1963 fue nombrado capellán de la escuela de periodismo 'Carlos Septién García', asistente eclesiástico de la asociación de jóvenes, entre otros cargos. Finalmente, en 1969, fue comisionado a la Diócesis de Veracruz, en Orizaba.
Según la historia de Juan Manuel, cuando los presentó, el sacerdote le compró a Castañeda un libro, 'Héctor', una novela histórica escrita por Jorge Gram, pseudónimo de David G. Ramírez, un sacerdote que escribió de la Guerra Cristera, un conflicto civil entre el gobierno mexicano y religiosos católicos que tomaron las armas para defenderse de quien pretendiera controlar el catolicismo en el país, que en solo tres años dejó 250 mil muertos.
Cuando el encuentro terminó, el padre reveló a Juan Manuel que su amigo necesitaba conseguir “una dote” de tres o cuatro mil pesos.
Según esta versión y la de Castañeda, había dicho que requería ese dinero para ser aceptado por la Iglesia.
“Él carecía de dinero”, dijo sobre los planes frustrados de ser sacerdote.
Las ideas subversivas
Para 1969, Carlos Castañeda ya había conseguido trabajo en el taller mecánico G.M.C., en avenida Insurgentes Norte número 1274.
Todos los días se trasladaba desde su departamento en la San Rafael hasta el norte de la ciudad, donde trabajaba en el almacén, de las 09:00 a las 19:00 horas por 200 pesos diarios de entonces.
Ahí conoció a Juan Vega Zamudio, un jovencito de 19 años que venía de Tixtla, Guerrero, y había llegado a la capital.
“[Castañeda] era muy extraño, no tenía amigos y únicamente vivía con una hermana. No le gustaba la bebida, los cigarros y ni las mujeres”, recordó Vega.
También, le contó que había intentado ingresar al seminario, pero nunca tuvo dinero. A este compañero le confesaría el plan que había empezado a fraguar.
A inicios de 1968, Castañeda sintió empatía por el movimiento estudiantil, inclusive asistió en algunas ocasiones a las concentraciones masivas que se realizaron en la Plaza de la Constitución.
Cuando los estudiantes fueron masacrados en Tlatelolco —se hablaba entonces de 28 muertos, una cifra considerada una mentira del gobierno, según testimonios habrían sido asesinados al menos 300 estudiantes—, empezó a sentir un rencor “muy especial” por Díaz Ordaz, a quien acusaba de ser el asesino.
En diciembre de 1969, Castañeda le soltó todo a Vega: estaba tratando de conseguir un arma para asesinar al presidente y a otros funcionarios, creía que sería la única manera de acabar con las injusticias en México.
Vega se solidarizó y con los días le preguntó si aún buscaba esa arma. Castañeda le dijo que sí.
“El problema estudiantil va a resurgir nuevamente a pesar de la matanza del 2 de octubre”, sentenció.
No fueron discretos y su compañero del taller, Noe Vilchis, otro chico de 20 años que había emigrado del Estado de México, le dijo que podía conseguirla.
Su primo justo estaba vendiendo una escuadra que se había encontrado tirada en el cerro. Vilchis y Castañeda fueron a la casa del primo en la cerrada del Tejocote, en lo que hoy es el callejón del Tejocote en Santa Fe.
El pariente se llamaba Juan Álvarez y sacó una pistola calibre .38. Castañeda le pagó 900 pesos, un dineral para el sueldo de 242 que recibía en el taller cada semana. La guardó en una petaquita que decía “México”.
Unos días después, según el expediente, Juanito le enseñaría a usarla y cargarla en las minas de Santa Fe, las balas había que comprarlas en la calle Donceles del Centro y le explicó cómo lograr que no se encasquillaran.
Los agentes aseguraron que, por voluntad, Álvarez, el primo, declaró que Castañeda “tenía ideas subversivas”, el término favorito de la DFS para torturar y encarcelar jóvenes en esa época.
“Voy a vengar la muerte de los estudiantes, de las mujeres y niños inmolados en Tlatelolco y me voy a convertir en un émulo de [José de] León Toral y mi sacrificio me hará mártir”, habría dicho Castañeda, en referencia al asesino del presidente Álvaro Obregón.
Así fue el día del atentado
Según la propia versión de Carlos Castañeda, el 4 de febrero fue a comprar timbres postales. Regresó por la noche y se acostó a dormir en un cuarto que rentaba en la calle de Serapio Rendon.
Durmió de corrido y se levantó a las 08:00 horas, desayunó sin prisas y compró el diario, dónde vio los eventos que tendría el presidente Díaz Ordaz.
Ese 5 de febrero se tomó el tiempo para afeitarse. A las 10:00 horas, fue al buzón de correos dónde dejó una carta dirigida a la revista Por qué?, con los motivos por los que cometería el magnicidio, el sobre estaba sellado con cinta.
Inicia el plan en el evento de Díaz Ordaz
Entonces empezó el plan: caminó al Hemiciclo a Juárez, en la Alameda, donde Díaz Ordaz tenía el primer evento del día, pero Castañeda no se atrevió a dispararle: no logró acercarse hasta la tarima para darle un tiro inequívoco.
Caminó rápido sobre la calle de Gómez Farías hasta Insurgentes, donde vio estacionados los vehículos de la comitiva. Ahí se mezcló con un grupo de vendedoras ambulantes. Sacó de la petaca la escuadra porque creyó que el presidente ahí venía: estaba seguro de que ese carro negro era de Díaz Ordaz.
Apuntó, se preparó y disparó, pero la bala apenas logró incrustarse en la carrocería. El joven no solo había fallado, ni siquiera había logrado atentar contra el presidente. En la camioneta iba el secretario de la Defensa, Marcelino García Barragán.
“Atravesó la bala en la parte inferior de la portezuela izquierda, seguramente pensando que era el carro del primer mandatario, ya que al pasar la gente que estaba en el lugar lanzó ‘vivas’ al Sr. Presidente”, declaró el secretario.
Carlos Castañeda fue detenido por el chofer de un funcionario de la Policía de Tránsito del Distrito Federal, que lo entregó al Servicio Secreto del presidente Díaz Ordaz, quienes después lo llevarían a la temida DFS, conocida por sus métodos de tortura.
Carta que Castañeda dejó para la revista
Este organismo logró interceptar la carta dirigida a la revista Por qué?, y que se titulaba “Noticia que ocurrirá el 5 de febrero de 1970”. Esta carta la obtuvo archivero y MILENIO y podrás leerla para conocer los motivos de Castañeda.
Castañeda escribió: “Acto cometido como protesta en contra el gobierno y la Iglesia de México por la matanza injusta de Tlatelolco y el casco de Santo Tomás, por esto planeamos las reformas a la constitución política de México para que beneficien a las generaciones futuras.
"Reformas y cosas dignas de hacer justicia matando si es preciso ladrones, mal gobierno, mala iglesia que atentan contra el patrimonio de la familia mexicana”.
En la carta asegura que hay una pésima educación y existe una falta de libertad económica y democracia política que “hay que hacer cumplirla” incluso por la fuerza.
“Defenderlos como lo hizo Emiliano Zapata y Francisco Villa contra el mal gobierno de Porfirio Díaz, defenderlos como lo hizo Benito Juárez contra la iglesia.
“Toca mostrar que somos capaces de matar por la justicia y por México… El engaño es propio de la dictadura… El licenciado Echeverria y el gobierno apoyaron la matanza de estudiantes que pedían justicia y que cayeron en las manos del ejército de soldados, granaderos, detectives […], un 70 por ciento su única justicia son las verijas de las prostitutas”.
En el expediente hay fotos de su detención. Gracias a una de ellas sabemos que el día del atentado Carlos Castañeda llevaba una chamarra abombada, una camiseta de cuadros y que traía los zapatos de vestir bien lustrados.
Cargaba en su cartera una tarjeta del Instituto Mexicano del Seguro Social y una credencial de afiliación al PRI. También hay fotos de lo que hoy sería una tote bag, donde cargaba la pistola con ocho balas.
Según la declaración de Castañeda, bajo tortura, intentó asesinar al Presidente por su arraigada fe católica radical y por culpa del sacerdote que le dijo: “Si tienes tanto valor, a ver, mata al Presidente”.
Los agentes de la DFS también elaboraron otro informe, morboso y lleno de detalles de la vida sexual de Castañeda. Leo:
“Incluso nunca ha efectuado ningún acto sexual, porque conforme a los principios básicos de la religión católica, el hombre y la mujer no deben tener contacto sexual previo [al] matrimonio, lo que ha continuado observando a pesar de no haber logrado sus propósitos de hacerse sacerdote, para lo cual considera como elemental el celibato”.
Castañeda dijo a los agentes que estaba dispuesto a morir en el cumplimiento de la justicia divina y terrenal, y sabía que, si hubieran matado a Díaz Ordaz, “el Creador lo juzgaría para bien o para mal en el cielo”.
Ese 5 de febrero de 1970, el doctor Manuel de la Rosa realizó un informe pericial que lo hundiría de por vida. Según su reporte médico, Castañeda tenía un hiperfuncionamiento de la hipófisis, escribió que no se trataba de un individuo como los catalogados “locos” pero que, desde luego, se trataba de un tipo fanático que podía presentar cuadros de esquizofrenias o paranoias.
El internamiento
Para esconder el crimen, las autoridades enviaron al “San Agustín” al Hospital Psiquiátrico Dr. Samuel Ramírez Moreno, en el kilómetro 6 de la carretera México-Puebla. Fue diagnosticado como “incapacitado” y “débil mental con estado paranoico”. Sus hermanos fueron obligados a reconocer que estaba loco.
Carlos Castañeda reconoció su error a través de un escrito que encuentro consignado sin fecha alguna, una hoja de papel con tinta roja que dice:
“A la sociedad creo y afirmo que las reformas a las que me referí en mi protesta se pueden conseguir por medios pacíficos como el tiempo. Pido por favor que me dejen trabajar mientras estoy prisionero”.
En el expediente 408/70, juicio sumario del 5 de junio de 1970 a las 12:00 horas, Castañeda dijo que quería buscarse una novia, casarse y dedicarse a trabajar.
Aun así, los peritos médicos Miguel Gilbón Maltret, Arturo Baledón Gil y Amílcar Olivares Rodríguez dictaminaron que representaba un peligro para la sociedad, respaldados por un juez.
Gana la libertad tras recibir ayuda de una mujer
Según el ministro en retiro de la Corte, José Ramón Cossío Díaz, Castañeda estuvo internado hasta 1993 y, luego de 23 años, salió gracias a una mujer: Norma Ibáñez, a quien conoció por accidente, dice Cossío, mientras se encontraba en el sanatorio haciendo su tesis de derecho.
Castañeda se le acercó y, al descubrir que era abogada, le contó su historia. Ibáñez descubrió todas las irregularidades: tortura, falta de un juicio justo, falta de un defensor y el internamiento obligado en un hospital psiquiátrico. Gracias a ella lo dejaron libre.
Su historia tampoco tuvo un final feliz: a partir de 1994 vivió en situación de calle. La madrugada del 4 de enero de 2011 un vehículo que nunca fue identificado lo atropelló muy cerca del Monumento a la Revolución, donde intentó asesinar a un Presidente en 1970.
HCM