Tras la victoria electoral de Gustavo Petro en Colombia, empezó a circular en redes sociales un mapa de la región coloreado de rojo, con algunas islas en azul. La mancha roja incluía ahora a México, Cuba, Honduras, El Salvador, Venezuela, Colombia, Perú, Bolivia, Chile y Argentina.
La mayoría de personas que compartían el mapa lo hacían advirtiendo sobre el peligro de esta ola izquierdista. Por ejemplo, la influencer libertaria guatemalteca Gloria Álvarez, conocida por sus exabruptos en redes sociales, decía en un video de TikTok que “el continente entero está manchado de rojo miserable, hambreador y socialista”.
Sin embargo, la caricatura del mapa rojo era enarbolada también en la tienda contraria, donde políticos y medios de izquierda celebraban la victoria de Petro y la consolidación de un presunto bloque progresista en la región.
El presidente Andrés Manuel López Obrador fue, de hecho, un poco más lejos y se atribuyó el nacimiento de la ola. Preguntado al día siguiente por el triunfo de Petro, López Obrador dijo que estaba “contento” porque “nosotros iniciamos una nueva etapa en el resurgimiento de los movimientos democráticos con dimensión social en nuestra América, es decir, en América Latina y en el Caribe”.
Parecería que existe un consenso, a uno y otro lado del espectro político, en que ese mapa rojo es una realidad y supone la consolidación de una ola izquierdista desde México hasta Argentina, a la espera, además, de que en octubre de este año caiga una nueva ficha. A cuatro meses de las elecciones, todas las encuestas en Brasil otorgan una ventaja considerable al expresidente Lula da Silva frente a Jair Bolsonaro, que estaría buscando su reelección inmediata. La mancha roja dominaría entonces el continente.
Pero, más allá de caricaturescos cuentos de terror por un lado o sueños desaforados de influencia regional por el otro, ¿cuánta verdad hay en ese supuesto bloque progresista para unos o socialista hambreador para otros? ¿Hay coincidencias suficientes, voluntad e intereses comunes entre esos líderes que justifiquen el pánico de unas y la algarabía de otros?
Yo diría, a priori, que no. Y para ello basta echar un vistazo general a las diferentes agendas que vienen ejecutando algunos de los gobernantes en ejercicio y a las ambiciones declaradas del más reciente miembro del club, el colombiano Petro. Se habla, por ejemplo, de que la llegada de Petro podría solidificar una posición antiestadunidense en la región, liderada por López Obrador.
Pero, antes de fijarse en las soflamas encendidas a las que tan caro es el Presidente mexicano, es mejor poner el ojo en las acciones. Por ejemplo, si bien López Obrador boicoteó a la Cumbre de las Américas celebrada a inicios de junio y consiguió que se sumaran a él los mandatarios de Bolivia y Guatemala, así como la presidenta de Honduras, en realidad la relación entre Estados Unidos y México no ha cambiado demasiado.
De hecho, López Obrador ha convertido a México en el perro de presa de Estados Unidos a la hora de perseguir migrantes centroamericanos. ¿Cómo se concilia la dureza con que esos migrantes son tratados por las autoridades mexicanas –en particular por la Guardia Nacional, una fuerza militar creada ex profeso por el gobierno de López Obrador–, alineadas a los intereses de la política migratoria de Estados Unidos, con el discurso reivindicativo y supuestamente soberanista del presidente mexicano?
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Por su lado, Gustavo Petro, que tomará posesión el próximo 7 de agosto, aprovechó su primera entrevista como presidente electo para introducir algunos matices respecto a varias propuestas de campaña. Entre ellas, la relacionada a uno de los puntos claves de la relación con Estados Unidos: la llamada “extradición inmediata” en el marco de la lucha conjunta contra el narcotráfico.
Petro explicó que quería “proponer” cambios en el tratado respectivo a Estados Unidos. Cuando los periodistas le indicaron que esto no iba a gustarle al gobierno estadunidense, el presidente electo dijo:
“Bueno, ese es el planteamiento. Eso es una negociación con los Estados Unidos y a lo mejor ellos no quieren. O sí, pero es un acuerdo que estoy proponiendo”.
Días antes, Petro anunció en un tuit que había recibido una llamada del presidente Joe Biden:
“En el camino de una más intensa y normal relación diplomática he sostenido ahora una conversación muy amistosa con el presidente Biden de los EU. En sus palabras una relación ‘más igualitaria’ en provecho de los dos pueblos”.
¿Son estas las palabras de un presidente antiamericano dispuesto a pelearse a muerte con el gigante estadounidense en aras de construir un frente socialista? La verdad, no lo parecen.
Otro tema central en la agenda de Petro son las energías renovables y los pasos necesarios para dejar de depender del petróleo en el futuro. Petro ha hablado largo y tendido de esta transición y ha señalado, por ejemplo, que su gobierno no adjudicará nuevos contratos de exploración petrolera. Su apuesta por las energías renovables es una de las más ambiciosas, ya no de la región, sino del mundo.
¿Cómo podríamos ubicar en el mismo saco a Petro y, de nuevo, a López Obrador, cuya apuesta por Pemex, la petrolera estatal, es una de las principales banderas de su gobierno, al punto de que arrancó el 2022 anunciado la compra de una refinería en Estados Unidos?
Puede resultar tentador pintar la situación política de la región a golpe de brochazos gruesos, pero la realidad es mucho más compleja, sobre todo cuando se trata de países con ciertos rasgos culturales en común, pero historias políticas muy distintas, cuyos gobernantes enfrentan, además, elevadísimos retos debido a la crisis económica heredada de la pandemia y una crisis alimentaria en ciernes.
Antes de encasillar a líderes y países de forma tan burda para ganarse unos cuantos likes en redes sociales, resulta mucho más interesante atender a los muchos detalles que componen el ejercicio del poder de un o una gobernante. Al hacerlo, nos llevaremos muchas sorpresas. Buenas y malas. Pero el ejercicio será mucho más honesto e iluminador.
EHR