La frontera de Siret, en Rumania, está dibujada con los rostros de niñas y niños ucranianos tras sus primeros pasos en tierra de paz. Osos de peluche, juguetes, dulces, chocolates y algodones rosados: distractores perfectos ante una guerra de la que vienen huyendo.
Sus madres los han armando con algún pretexto para resistir: su juguete favorito o su mascota que los necesita para vivir; sus trajes térmicos de dinosaurio o su carrito en forma de gato que, si continúan avanzando, pronto podrán usar.
Mientras, cientos de voluntarios de todo el mundo complementan la labor: les arrebatan sonrisas intentando apagar la fatiga, el hartazgo y el miedo que cargan. La osadía de hacerles olvidar, al menos por un momento, el infierno que dejaron atrás.
Los corredores humanitarios de Siret se están renovando. A patrullas, ambulancias, caos, desesperación e incertidumbre tuvieron que agregarle un toque de magia para decenas de niños que enfrentan una guerra que no querían ni comprenden ni pidieron.
Una joven con chamarra rosada y un sombrero con orejas de ratón da un pequeño brinco frente a quien pasa ante su carpa con alimentos. Dice “¡hola!” con una enorme sonrisa, te pone el puño y, cuando le respondes, “¡sorpresa!”: un chocolate que alivia las penas.
Una pequeña tiene aproximadamente cinco años. Lleva un sombrero gris con una flor tejida del mismo color y guantes rosas que combinan con sus cachetes y su nariz. Su mamá permite una foto, pero la aleja al preguntar su nombre. Ella se resiste. Le gusta la cámara de MILENIO.
Mientras su madre espera impaciente tras haber cruzado la frontera y discute adónde dirigirse, la pequeña posa de nuevo. Entre las piernas de las mujeres que la acompañan, abraza un reno de peluche y sonríe una y otra vez hasta que al menos una docena de cámaras y celulares se rinden ante ella.
Un par de gemelos de dos años roban miradas. Vestidos de dinosaurios descienden del vehículo que maneja su padre mientras su madre ordena que tomen de la mano a su hermana.
Una mujer camina con sus dos hijas e intenta no llorar al sentir suelo rumano. Otros padres piden ayuda para sus hijos lastimados, cansados de arrastrar maletas y caminar tanto, algunos deshidratados o con malestares por la temperatura, que ayer llegó a los -3 grados, pero por fortuna la nieve no cubrió los caminos.
Un pequeño llegó con una rata para la que pidió ayuda en un centro veterinario, donde le dieron atención entre perros y gatos estresados por tantas horas de trayecto.
Este fin de semana no hubo grandes grupos de mexicanos cruzando la frontera, pero varios esperan en albergues en Bucarest, la capital rumana, donde algunos pedirán ayuda al gobierno mexicano para ser repatriados esta semana.
Con recuerdos, pérdidas y dolor arrastrando guardan esperanza ante una guerra inesperada. Los pequeños, las víctimas más tristes del conflicto, son quienes dan un poco de color incluso a un cielo nublado y repleto de cuervos.