Un libro inconcluso… y una amistad eterna

El mundo del periodismo suele ser duro, pero para aquellos con aplomo y suerte es una fuente inagotable de camaradería; en esta ocasión, el arquitecto Benavides recuerda el lazo que formó con un grande del gremio: Hugo L. del Río.

Hugo L. del Río y el arquitecto Héctor Benavides iniciaron su amistad a principios de los años 60. ARCHIVO
Héctor Benavides
Monterrey /

El mundo del periodismo suele ser duro, pero para aquellos con aplomo y suerte es una fuente inagotable de camaradería; en esta ocasión, el arquitecto Benavides recuerda el lazo que formó con un grande del gremio: Hugo L. del Río


Dedicado a Hugo L. del Río (QEPD)

Los afectos y amistades que nacen en la juventud son imperecederos. Entre esos afectos y amistades, nacidas en mí a los 20 años de edad cuando fui reportero de radio, para la agencia RINSA (Radio Información Nacional), destaca una: la de Hugo Leonel del Río.

Mi amistad con el periodista Hugo L. del Río se forjó a lo largo de 1960 y 1961, año particularmente intenso para la Revolución Cubana, por la invasión a la playa Girón, en Bahía de Cochinos, entre otras presiones al naciente gobierno de Fidel Castro.

Hugo me comentaba las noticias del día mientras caminábamos a lo largo de Madero y Pino Suárez hasta la Alameda, lugar donde se preparaba para irse a su departamento de la calle Washington y Escobedo, y yo a mi casa en Vallarta y Washington. Así durante más de un año.

Cuando terminó nuestro trabajo en RINSA, en 1962, Hugo partió a la Ciudad de México y yo seguía en Monterrey, primero en radio y luego en televisión.

Hace ocho años surgió la idea de escribir un libro “a dos manos” con sus memorias y las mías: yo lo entrevistaría y él me entrevistaría. Empezamos en marzo de 2015 y suspendimos por las elecciones. No pudimos terminarlo: mi maestro Hugo L. del Río murió el 18 de julio de 2016.

El prólogo del libro lo había escrito él:

¿Y éste quién es?

Llegó de repente y desató el chismerío: ¿Quién es éste, qué algodón pizca? Toño Córdoba develó el misterio: “es un estudiante que quiere ser locutor”.

-Aaaaahhhh.

En la minúscula sala de Redacción –título oficial— de Radio Alameda veíamos al joven universitario, entre tímido y audaz. Solo la mirada, abierta, inquisitiva, anticipaba al futuro profesional. Se nos acercaba, hacía preguntas sobre nuestro oficio, leía los periódicos.

Le pusimos nuestro nombre: El Güero Benavides. No faltó el acomedido: “Es del barrio”; “estudia arquitectura”; “su papá trabaja en el municipio”.

Faltaba más. Lo adoptamos. Es del equipo.

Jesús Héctor aprendía aprisa. Él y yo platicábamos mucho. Él vivía por ahí, cerca de la Alameda. A veces teníamos para tomar un café en el Lisboa, o nos alcanzaba para un par de cervezas en los oasis llamados La Gran Vía , La Ópera o El Salón Moctezuma. Seguido se iba caminando conmigo hasta la casa de huéspedes donde yo vivía, en Washington y Zaragoza.

Nuestro capitán, don Ramón Pedroza Langarica, hacía heroicos esfuerzos por mantener alta la moral de la tripulación. Él daba el ejemplo: reporteaba, subía a la cabina de locutores a hacer comentarios, lo mismo sobre la grilla local o nacional que acerca del futbol, otro de sus grandes amores.

Y El Güero Benavides ahí andaba, inquieto como él solo. El equipo de reporteros era de lujo: un dream team, como se dice ahora. Con apenas dos años de ejercicio profesional, este tecleador había sido el benjamín de la tribu hasta que llegó El Güero.

Hizo comal y metate con nosotros. No había forma de saciar su curiosidad. Era un mundo nuevo para él y todo lo quería saber. Pregunta que pregunta que pregunta: “¿qué es el lead?”, “¿Cuál es la diferencia entre crónica y artículo?”, “Ah, perdón, no sabía que la llaman nota”.

Éramos muy jóvenes y “chiquita se nos hacía la mar para beberla de un trago”, de un trago con todo y sal. No teníamos dinero, pero tampoco nos hacía mucha falta.

El Güero empezó a hacer sus pininos en todas las fuentes: allá iba, a veces con grabadora, generalmente sin ella. El joven estudiante de arquitectura daba la impresión de ser muy tímido, y quizá lo era, pero a la hora de la verdad se blindaba de decisión y con ingenio hacía sus entrevistas.

El Güero nos acompañaba. Escuchábamos los sabrosos comentarios de don Ramón, a quien siempre recuerdo de buen humor. Las aventuras de Raymundo Yzcoa en la fuente policiaca. La crítica taurina de mi hermano Romeo Ortiz Morales en competencia con Toño Córdoba. Las disertaciones elegantes, bien fundamentadas, de Toño Elizondo.

Y las lecciones de marxismo que nos regalaba Eduardo R. Blackaller.

Año de tripa vacía, pero corazón contento. El Güero y yo nos fogueamos. Pagamos la factura: nos costó más de un apremio, pero algo aprendimos.


LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.