El 13 de octubre de 1860 se tomó la foto aérea de una ciudad. Era Boston. La tomó James Wallace Black. No sabemos si ésa fue la primera foto pero sí es la más antigua que ha llegado hasta nuestros días. Se tomó desde un globo aerostático y la ciudad se ve hermosa, familiar pero distante, como si en ella vivieran hombres y mujeres miniatura que tienen que ver y no con nuestra vida.
Esa es la sensación que pruebo cuando el cablebús agarra vuelo rumbo a Santa Fe. Un sistema de cabinas, que nació para transportar turistas a las pistas de esquiar en las montañas de Europa, se convirtió en un sistema de transporte que conecta zonas de la ciudad difíciles de alcanzar por estar entre cerros, barrancas y montañas. Después de la alegría y el asombro, poco a poco puedo ampliar la mirada sobre la ciudad. Esta es la crónica de un trayecto que antes no tenía trayecto y ahora sí. Y además volando.
Santa Fe es una zona construida en el poniente de la Ciudad de México a inicios de los años noventa, en un intento de desarrollo urbano promovido donde antes surgía un basurero. Desde su existencia ha tenido enormes problemas de transporte, mezclando las necesidades de los barrios populares con las de los trabajadores y ejecutivos de grandes empresas que se instalaron ahí. Un desarrollo urbano desordenado, sin transporte público de calidad.
En el trayecto hacia allá, desde el cielo las proporciones cambian, sucede con la perspectiva que se tiene, el entramado de las calles, la disposición de los edificios, todo toma una dimensión diferente, nuestra propia vida en la urbe se reubica en un conjunto. Eso es. Ver la ciudad desde arriba nos reubica respecto al contexto.
No hay mucha gente formada en la nueva estación de Los Pinos, que acaba de ser inaugurada en uno de sus últimos actos de AMLO como presidente, junto a Claudia Sheinbaum y Clara Brugada, las nuevas protagonistas de la vida política de México y de su capital. Es un día espléndido de octubre, el sol ilumina la Ciudad de México y el viento se ha llevado las nubes que durante semanas habían poblado los cielos del Valle de México.
De ocho pasajeros en la cabina, seis vienen de paseo, las narices pegadas al vidrio, los celulares en las manos para fotografiar lo más que se pueda. Una chica me pasa su teléfono, si no es molestia, usted que está más cerca. Estoy casi en la esquina desde la cual se ve, imponente, el volcán Iztaccíhuatl nevado y a su lado el Popocatépetl fumando. Tomada la foto, devuelvo el celular. Gracias, qué amable. Entonces, la señora sentada a su lado, si es tan amable. Me ofrece su celular también. Quiere una foto de las montañas. Ahí le va. Estamos sentados en una salita, nos miramos a los ojos, nada más falta el té.
Mirarse a los ojos en un espacio reducido puede incomodar, como pasa en un elevador, donde se tiende a evitar las miradas. Pero acá no, acá se disfruta el paisaje, ninguno de nosotros había notado lo bonito que son las secciones del Bosque de Chapultepec pero, sobre todo, qué enorme es el Panteón Civil de Dolores.
Hay entre los pasajeros una familia: una joven con su hijo de dos años y dos abuelos. Se unen al cotorreo general. También hay dos estudiantes de la Universidad de la Salud, y una de ellas está un poco tensa porque nunca ha subido a un teleférico. Le da ñáñara, dice, no le gusta lo que se ve ahí abajo. A cada rato suelta una risita nerviosa. Intento darle consuelo haciéndole notar que, si caemos en este momento, llegaremos directo al panteón, en efecto una solución bastante cómoda. Mi chiste no surte el efecto esperado, aunque los demás pasajeros se ríen.
La familia se dirige a Santa Fe, ahí abordará el ‘Insurgente’, un tren interurbano que conecta la ciudad de Toluca con la capital de México, que los llevará a su casita de fin de semana, cerca de Lerma, en el Estado de México. Decido unirme a ellos para seguir platicando.
Vemos que se aleja la Rueda de la Fortuna del Parque Aztlán. La señora Dulce, la madre, me recomienda que vuelva a subirme al cablebús de noche para que se vea iluminada.
—Usted hágame caso, vuelva de noche. Lo va a dejar sin palabras.
Le haré caso. Volveré.
Las vistas aéreas desde el Cablebús
El cablebús nació para unir las periferias y acortar distancias
Días después de mis vuelos en cablebús por los cielos de la ciudad, entrevisto al doctor Jerónimo Díaz Marielle, profesor investigador en el departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana. Jerónimo lleva dos años trabajando con las comunidades del poniente de la Ciudad de México para elaborar propuestas de movilidad sustentable. Los proyectos de cinco nuevas líneas de cablebús han sido ya entregadas al gabinete de la nueva jefa de gobierno de la Ciudad de México, Clara Brugada.
La esperanza es que sean tomadas en cuenta para la creación de nuevas opciones de transporte público que sirvan a las comunidades. Le pregunto a Jerónimo cuáles son los elementos que distinguen este tipo de propuestas. Para él la idea es que el cablebús represente una opción de movilidad en zonas que no tienen servicio de transporte público masivo y que no genere sólo una relación entre periferia y centro, sino entre barrancas y sierras. En los barrios populares la población tiene que escoger entre transporte privado o redes de taxi piratas y rutas de camiones gigantes que sólo generan tráfico y caos.
—Sin los taxis pirata la gente no se movería. Son coches viejos, le ponen ahí nada más el [letrero de] libre y funcionan como mafia, están organizados cumplen una función importante. En las sierras hay sistemas alternativos, y no salen de ahí. No he visto taxis piratas en la ciudad plana [el centro]. Y cuando entra un cablebús, se reacomoda ese sistema, por las buenas y por las malas. Ahí se imponen con la fuerza, porque son sistemas irregulares y el gobierno no se va a meter, porque si los perjudica, termina perjudicando a la gente.
Para llegar a Toluca, capital del Estado de México, cuya zona metropolitana tiene casi dos millones y medio de habitantes, y subir al tren Insurgente, hay que pasar primero por el Centro Comercial Santa Fe. El problema es que todavía no está la estación Vasco de Quiroga, que conectará ambos transportes. Así que, luego de 20 minutos, después de haber bajado del cielo y vuelto a la tierra, dejando el cablebús, tenemos que tomar un pesero, como siempre.
Sería sensato inaugurar una línea ferroviaria una vez que estén listas todas las estaciones, pienso, sobre todo si las que faltan son tan cruciales: Vasco de Quiroga, que conectaría el tren con el cablebús; y Observatorio, que conecta el tren con el metro y el resto de la ciudad. Se ve que era importante cerrar el mandato con la obra inaugurada, para la selfie.
En fin, ir en pesero por las calles del pueblo de Santa Fe es un baño de realidad: otra vez el caos, el tráfico, el ruido del barrio, la incomodidad y lentitud de un transporte que no invita a ser utilizado. Una vez a medio camino es la señora Dulce quien me mira con cierta tristeza. Como si hubiéramos perdido algo importante.
—Lástima que no pudiste ir a comer los tlacoyos en el mercado de Santa Fe.
La prisa nos hizo olvidar caminar unas cuantas cuadras hacia el mercado y no pude probar los tlacoyos. Le prometo que lo haré otro día, parece serenarse. Es que hoy la misión es llegar a la anhelada Toluca con el nuevo y flamante tren Insurgente.
Un viaje en el tren Insurgente que sabe a futuro
Insurgente. Mi imaginación me lleva a los relatos del Viejo Oeste, cuando el ferrocarril iba uniendo partes de tierras aisladas, vidas lejanas se acercaban. Y además ese nombre, “El Insurgente”. Pienso en Pancho Villa y su División del Norte. Hombres a caballo que siguen el tren para alcanzar la Revolución y unir las partes separadas de este país enorme.
Llegando a Santa Fe la estación es impactante. No me la esperaba así, desarrollada en altura, un entramado a la vez imponente y ligero. Sigue en obra y da la sensación de estar en movimiento. Subimos escaleras eléctricas y lentamente volvemos al futuro. He tomado trenes toda mi vida, siendo italiano estoy acostumbrado a viajar en tren. Pero esto es diferente. Será porque viaja en las alturas; será por estas ventanas enormes que te hacen sentir parte del paisaje; será porque hay una musiquita “de elevador” que te acompaña (ahora está sonando una versión instrumental de “Contigo aprendí” de Armando Manzanero), pero la subida hacia las montañas entre los rascacielos relucientes de Santa Fe me hace sentir parte de Metrópolis de Fritz Lang, una versión futurista de esta decadencia.
La familia que va a Lerma se ha acomodado y se prepara para el último tramo de su viaje. El padre, Armando, me enseña los bosques, éste que ves le dicen ‘La Papa’, es Acopilco, más adelante está ‘La Marquesa’. La mirada viaja con el verde de los árboles, y viaja la mente. Si se ofrece belleza se genera belleza. Es lo que no dejo de pensar.
La belleza, se decía. Desde el tren hasta Toluca parece bella. La familia se ha bajado en Lerma (adiós, aquí tienes tu casa, muchas gracias, qué les vaya bien), pero subieron más pasajeros, y acá como en el cablebús, te tienes que mirar a los ojos con los demás, no es como en un camión que solo le ves la nuca al de enfrente. Y se platica. Cuando se mira a los ojos otra persona se cambia de actitud. Entonces platico con una señora que se baja hasta la última parada, Zinacantepec. Tiene que ir a ver a su hermana que está enfermita.
—Hasta Toluca parece bella desde acá, ¿no cree?
Se ríe fuerte. Es de Toluca.
—Sí, está feíta, ¿verdad? Pero igual uno la quiere.
La broma tiene un fondo de realidad. Toluca no es una ciudad bonita, esto no. Es una ciudad industrial. Pero desde acá arriba parece que estamos en el aire, se dimensiona su fealdad, se ven los bosques atrás, pero también las milpas, los campos de flores moradas y amarillas, y las canchas de futbol a un lado de las vías. Desde lejos los perros de azotea y la vida que se mueve. Sí es bonita Toluca. La belleza es relativa entonces.
Los paisajes del interurbano
El cablebús por encima de lo popular y lo residencial de lujo
Vamos de vuelta, otra vez a Santa Fe, después de haberme bajado en Zinacantepec, de haber visto esa estación solitaria, después de haber sentido el viento frío de las montañas en mi cara, haber comprado una botella de agua y haber vuelto a subirme al Insurgente. Llegando a Santa Fe se tiene que volver al tráfico horrendo, a las prepotencias de los taxis, a los automovilistas nerviosos, con prisas. Si se ofrece horror a la gente, habrá más horror en el mundo.
Estoy metido en mis pensamientos cuando el hombre a mi lado en el pesero me dirige la palabra. Es un hombre anciano, distinguido, unos lentes delgados y una sonrisa amable. Y empezamos a platicar. Se llama Francisco Gaitán, tiene casi 80 años y vino a Toluca para conocer el tren Insurgente.
—También me gustaría ir a la Línea 1, la que sale de Indios Verdes y va hasta Cuautepec, porque yo vivía en el cerro del Chiquihuite en la falda del cerro de Chiquihuite en 1948. Ahí pasaban todos los artistas en caravana para ir a filmar allá
—¿Qué había ahí?
—Había las arboledas y en esas arboledas filmaban todos: Pedro Infante y Jorge Negrete, todas las películas del cine mexicano de tipo ranchero. Ahí las filmaban y pasaban por abajo de mi casa. Era la única casa, la única, en todo el cerro del Chiquihuite. Pasaban y nos chiflaban “Queremos gente”. Y ahí va mi mamá con todos los vecinos. Hacer la del pueblo. Yo nací en el 45. Había la pedrera ahí. Rompían piedra, entonces para mi mamá cultivar tomates tenía con un martillo hacer un molcajete en la piedra y echarle tierrita y sembrar los tomates.
—¿Ha vuelto ahí?
—Sí, hace como cuatro años pasé otra vez por ahí. Ni supe dónde vivía.
—Pero se quiere subir al cablebús para ver desde el cielo…
—Nada más para ver.
Se calla y mira el trayecto, el tráfico. Sonríe.
—¿Entonces está en la ciudad de paseo?
—Ahorita sí, venimos a Toluca para caminar en el Insurgente, para conocerlo, y ahora voy a hacer el cablebús. Ahorita pues es la incomodidad de tener que viajar en pesero, faltan dos estaciones, falta poco. Pero el cablebús es muy importante porque la gente se evita Constituyentes. Además, pasas por encima del Panteón Dolores y el simple hecho de usar un cablebús es un vehículo que nunca vimos. Es una dicha.
—¿No le da vértigo?
—No sé. Y si no, me lo aguanto. Es una cosa buena definitivamente. A mí me parece que cuando se le ofrece a la gente la posibilidad de tener un transporte digno, pero además de digno, bonito… cuando se ofrece la belleza, nos adaptamos a la belleza, también actuamos de otra forma. Y psicológicamente cambiamos.
Don Francisco, que vive en Guadalajara, donde abrió una tienda de óptica. Tiene la intención también de ir a conocer el AIFA y el Tren Maya. Estoy ante un fan de las obras de la 4T.
—Eso lo voy a hacer en las primeras tres semanas de diciembre porque tengo un sobrino que vive en Islas Mujeres. Quiere unas vacaciones, entonces tomo su lugar y él se va. Quiero llegar a Palenque en avión. Y luego llegar a Palenque y recorrer hasta Campeche. Y luego quizás ir a Cancún y pasar a Isla Mujeres.
Pero empezará con el Cablebús. Viene con su esposa Margarita y su cuñado Ricardo, con quien se pelea porque él es anti AMLO, pero aceptó acompañarlo en el paseo.
—¿Y no chocan?
—Sí. Ahí me la llevo. No le dije nada que nos íbamos a subir al Insurgente. Él ya estaba haciendo cuentas para venirse en camión. Le dije, no, te vas a venir por donde yo venga. Y ya que vio el Insurgente me dijo: “ah… hijo de la…” —ríe fuerte don Francisco—. Dijo: “esto costó mucho”. Y sí costó mucho. Pero vale mucho. ¿Y de dónde salió? De lo que nos robaban antes.
Cierra las manos, satisfecho. Mira por la ventana.
—Ya llegamos.
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Con Jerónimo Díaz hablamos de la privacidad que se pierde cuando unas cabinas pasan encima de tu casa. Hubo un poco de polémica cuando se instalaron las primeras líneas del Cablebús, pero con el tiempo se dejó de hablar de ello. Le pregunto si tiene que ver con el hecho de que la privacidad de las clases populares, en el fondo, no le importa a nadie. ¿Cambiaría algo si se sobrevolaran zonas residenciales de los ricos?
—La gran diferencia en los proyectos que presentamos es que en el poniente tienes pueblos originarios, colonias populares y enclaves residenciales de ultralujo. Va por acá, por encima de Rancho San Francisco donde vive la alta burguesía. Es una necesidad porque facilita la vida de mucha gente y porque es el mejor trazo.
—Y si hay que pasar por ahí encima, ¿qué se hace? ¿Pasas o no pasas?
—No, yo creo que hay que pasar. Pero hay conjuntos en los que realmente es gente tan poderosa que contratarían a todos los abogados del mundo. Y eso es lo complicado del Poniente, la zona más intrincada entre lo popular y lo residencial de lujo. Es un gran desafío.
De paso, vámonos también al cablebús de Iztapalapa
Después del primer viaje volví a subir varias veces en las cabinas voladoras. Una de ellas me llevó a Iztapalapa, la Línea 2. Vi desde el aire un mar gris, infinito, desordenado, absurdo, que se proyectaba poco a poco hacia el cielo, vidas que hacen lo posible y los que pasan por arriba los miran. De ese gris aparecían murales de pájaros, de flores de colores, de insectos gigantescos, rostros de mujeres y hombres. Leí palabras dignas: “No importa tu edad. No te calles”; “Paz y armonía en Iztapalapa”; “NO SOMOS INVISIBLES”.
También volví a recorrer el camino a Toluca, con otros compañeros de viaje, otras risas, otras historias. Pasé por el mercado de Santa Fe, probé los tlacoyos de la señora güera que me siguió preguntando si me habían gustado y qué me parecía México. También vi las luces de la noche, cuando la ciudad parece amable y mágica. Es verdad. Deja sin palabras.
GSC/ASG