El Mercado es el mejor sitio para empezar a conocer un lugar

Por los aromas y colores, las sonrisas de los comerciantes que con toda amabilidad preguntan al visitante qué busca: “acá le atiendo güero”; un Mercado es buen lugar para conocer cualquier ciudad

Adentrarse en los pasillos de un mercado como el Primero de Mayo en Pachuca es toda una aventura. (Alejandro Evaristo)
Alejandro Evaristo
Pachuca /

La sabiduría popular no se equivoca y menos cuando se trata de recomendaciones al llegar a un nuevo sitio en este México tan nuestro: “lo primero que tienes que hacer al llegar a un lugar que no conoces es ir al mercado, ahí vas a saber cómo es la gente y te enterarás de todo lo que hay que ver y hacer”.

Uno podría imaginar que solo se trata de una simple frase pero, llegado el momento, se cae en la cuenta de toda la verdad resumida en unas cuantas palabras porque, finalmente, ahí se conjugan esfuerzos, trabajo, cultura, recreación, turismo y toda suerte de intercambios comerciales. Desde un té de hierbas para contrarrestar las malas vibras hasta un buen par de zapatos, sin olvidar por supuesto las verduras, el pollo, las flores, la carne, los lácteos y, en especial, la gastronomía.

Una mañana…

Adentrarse en los pasillos de un mercado como el 1 de Mayo en Pachuca es toda una aventura y no exageramos al decir que la algarabía empieza apenas asoma el alba. Ya hay personas limpiando, cargando cosas, preparando alimentos, organizando artículos. Llevan y traen mercancía en huacales y bolsas repletas de todo tipo de productos y cosas.

Acá no se escucha el clásico “ahí va el golpe, ahí va el golpe” propio de otros zocos, este ha sido cambiado por un “aguas, jefe” o un “cuidado jefecita”, dependiendo de la circunstancia y el ser humano que se interpone entre el esfuerzo por la carga y la indecisión en torno a qué comprar, en qué cantidad, para cuántos días y, por supuesto, dónde está más barato.

Desde que uno sube los 15 escalones en la entrada principal, la que está sobre Morelos enfrente del jardín Plaza de la Constitución, se percibe el aroma de la fruta fresca, las flores de colores y, en especial, las sonrisas de los comerciantes que con toda amabilidad preguntan al visitante qué busca, qué le hace falta y sí, además del “qué le doy”, aparece el infaltable “acá le atiendo güero”.

Bueno, al menos la gran mayoría, porque aquí también se confirma otra gran máxima popular: en todos lados se cuecen habas. No falta la señora que se enoja porque uno solo pregunta precios para comparar o el carnal que se peleó con la novia y anda todo crudo y hasta respirar le encabrita. Afortunadamente son los menos. Hasta con el señor del pollo se puede iniciar una charla amena a partir del costo de las alitas (60 pesos el kilo) porque hay lugares donde cuesta 120 pesos y él dice que no es para tanto, “a veces llega a subir 8 pesos a la semana, pero no tanto, ni modo que todavía vuelen”. Je,je,je.

Los sagrados alimentos

Pero son las 8 de la mañana y el hambre apremia porque no hubo tiempo ni para un café.

No hay de qué preocuparse, el protagonista de esta historia cuenta con un área especial para satisfacer las necesidades de un estómago vacío, demandante y ansioso.

Hasta se puede uno dar el lujo de elegir: desde un nada simple y siempre bienvenido cafecito de olla con su pan de dulce hasta unas enchiladas huastecas, sin que ello implique minimizar unos deliciosos huevitos con jamón, un molito verde con su arrocito rojo, unas quesadillas con los más variados guisados, tamales, atole, caldito de pollo para enfrentar los fríos o incluso una pancita bien picosita con su chile de árbol y harto limón y cebolla para enfrentar los malestares provocados por una noche de esas en las que sobró la bebida y se olvidaron los límites.

Hay de todo para todos y, lo mejor: en casi todas las fondas, cocinas económicas y taquerías, las viandas elegidas para vencer al hambre van acompañadas de tortillas recién hechas, ya sea de la máquina de alguna de las tortillerías o desde el comal ubicado a un costado de las cazuelas de barro y las ollas de aluminio o peltre.

El clásico prefiere tamales, en torta o fritos, y, el tradicional, pastes. No importa si es papa o frijol mientras sea paste, porque los demás, los de mole, los de jamón, los de arroz y quién sabe cuanta variedad se puede encontrar ahí, son empanadas, y eso todo hidalguense oriundo o avecindado, lo sabe.

Mientras la persona en quien cae la responsabilidad de administrar el negocio señala las bancas vacías a los futuros clientes o les ofrece una mesa en la parte superior del local, la señora que hace las tortillas está enojada porque no le dicen nada y el señor de la esquina ya tiene un ratote esperando, pero no hay problema, todo se arregla siempre con una sonrisa y siempre hay respuesta.

El aludido toma uno de los preciados discos de maíz y le embarruna un poco de salsa verde, lo hace taquito y entonces un poco de música pone el toque mágico al momento. Un bocado puede degustarse también con las huapangueras notas de un violín y una jarana, el buen rock urbano de algún chaval “juntando para el chivo” o incluso con el adolorido corazón de un trovador citadino cuya alma se desgarra mientras interpreta “casi todos sabemos quereeeeeeeeeer…”.

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