Otis rompió todos los modelos de predicción de tormentas la madrugada del 25 de octubre de 2023. Pasó de categoría 2 a categoría 5 en cuestión de horas, golpeando el corazón del puerto de Acapulco, Guerrero. Las consecuencias fueron catastróficas.
Los números dicen una cincuentena de muertos, 32 desaparecidos y un impacto económico que ascendió a casi 20 mil millones de dólares. Sin embargo, también mostró la resiliencia del puerto. Después de horas de silencio, sin red eléctrica ni internet, la gente miró la tragedia y luego tuvo que levantarse.
La mañana del 25 de octubre comenzaron a circular imágenes de la devastación, cortesía de testigos involuntarios de la tragedia. La gente se resguardaba dónde podía, en sus casas o en la planta baja de los hoteles. Los periodistas locales se quedaron sin transporte o dispositivos de transmisión, incluso se cayó la antena de ‘Radio Fórmula’ en Acapulco.
Ni el expresidente López Obrador en la “mañanera”, ni los programas de radio tenían información precisa. Los periodistas nacionales tardamos en llegar. Acapulco estaba inaccesible, todo era escombro, árboles tirados, basura desbordada y fauna en descomposición. La gente del puerto estaba en ‘shock’.
Para cuando los primeros periodistas lograron enviar información, el protagonista en televisión y redes era el dron y sus sobrevuelos por Acapulco. Las tomas a la costera Miguel Alemán y Punta Diamante eran espectaculares, parecía un paisaje apocalíptico sacado del cine.
Solo con el dron se podía dimensionar lo ocurrido. Hoteles destruidos, tiendas rotas, calles bajo el agua y autos volteados. Todo el drama a vuelo de pájaro. El 90% de su infraestructura hotelera, residencial y de suministros quedó devastada. Ahí estaban como testigos implacables miles de cristales, muebles, alumbrado, semáforos y palmeras que volaron por los aires.
El famoso “Bungee” de Acapulco, una atracción turística del puerto, se vino abajo y quedó tendido sobre la arena. No había comida, ni agua, ni luz, ni gas, ni combustible. Por la noche el terror subió de nivel frente a los saqueos; para evitar robos, la gente de las colonias más afectadas se turnaba para vigilar las calles y construyeron barricadas, armados con lo que encontraron.
A un año del huracán Otis, así se veía desde el cielo
Por las noches se escuchaban balazos en distintos puntos de la ciudad. Acapulco era un caos. Desde el aeropuerto hasta el acantilado La Quebrada, era desolación. La ciudad turística por excelencia en el México del siglo XX, que fue recorrida por famosos como Agustín Lara o Elvis Presley, estaba irreconocible.
La Marina privada de Acapulco era y es todavía un cementerio naval sobre el agua. Los barcos de fiesta se hundieron, las lanchas de fondo de cristal flotaban de cabeza; lo podías ver entre Playa Caleta y la isla de La Roqueta.
Sólo la estatua de Cantinflas se mantuvo de pie. Incluso a un kilómetro de la costa, en un recorrido por la zona de desastre, vimos un barco de Pemex encallado en las rocas. Los yates terminaron en la arena o metidos hasta en las calles. Aún hay una docena de desaparecidos que trabajaban en la Marina y que no se les volvió a ver después de la tormenta.
Vamos, hasta la ropa de Liverpool se llevaron. Había que ir a Chilpancingo para comprar víveres. Los moteles de paso allá se llenaron de gente del puerto y funcionarios de las dependencias públicas. Las noches eran tierra de nadie. La gente se encerraba los primeros días apenas caía el sol, atracaban su puerta y soltaban a los perros.
Es falso que el ejército decomisó la ayuda, al contrario, vimos decenas de convoyes militares que estaban en camino; desde los primeros días llevaban comida, agua, gasolina y plantas potabilizadoras.
El tercer ejército en el desastre eran los trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad, sus camiones llevaban postes y transformadores nuevos para la ciudad, trabajaron las 24 horas del día tratando de restablecer la luz. Aunque los edificios se quedaron sin equipos para recibir la energía. La gente de Telcel también trató de recolocar sus torres.
Las palapas, sillas y mesas de Puerto Marqués se esfumaron. Las “bananas” y motos acuáticas terminaron en los techos. En los departamentos de lujo en Zona Diamante, todavía hubo rapiña la primera semana; la gente local se llevaba todo: colchones, sillas, cajas de seguridad, lavadoras, refrigeradores, ropa, chanclas.
Algunos dueños arribaron con escoltas armados para ver qué había quedado de sus departamentos. No quedaba nada. A un año de este huracán, la mayoría de esos departamentos de lujo siguen destruidos o vacíos, todo parece estar en una especie de obra negra eterna, sólo han logrado tapiar las entradas.
¿Quién falló? Todos. La falta de preparación del municipio y el gobierno estatal fue evidente: no hay alertas públicas para huracanes en Acapulco, no hay refugios preestablecidos, no hay una cultura de prevención, no hay normas para los hoteleros ni las constructoras, no hay requisitos, casi nadie tiene seguro para desastres, nadie se los pide y al que construye nadie lo vigila.
Se privilegió lo “estético” frente a la seguridad. Lo de siempre, lo barato sale caro, y la corrupción se impone. En Acapulco hay casi un millón de habitantes y, hay que decirlo, la mitad vive en la miseria. Todo debería ser replanteado, la seguridad y el bienestar social.
Un año después, el turismo regresó a Acapulco. Claro, antes de que otro huracán –John– pusiera a prueba nuevamente al puerto. Los hoteles rehabilitados volvieron a llenarse, pero aún se miran las cicatrices.
Ahí sigue la mitad de los yates varados esperando la resolución de las aseguradoras; el famoso restaurante Barbarroja ya reabrió; las tres ranitas del ‘Señor Frogs’ que se habían robado reaparecieron, entre otros hechos insólitos. Otis nos enseñó mucho sobre la resiliencia de un pueblo, pero también desnudó sus vulnerabilidades.
GSC/LHM