Fue en el escenario de La casa de la abuela, el antro que le daba al sur del entonces Distrito Federal la autosuficiente dignidad como para competir con los clubes alternativos de Coyoacán o el Centro Histórico; con la memoria frita de tanto popperazo no podría decir donde se encontraba exactamente, tan solo que andábamos en el magma de Coapa, eso sí. Me llamó la atención el hecho de que para ser un antro que mezclaba cierto orgullo darki con una atmósfera a lo Santa Sabina, había cámaras de televisión y agitadas expectativas. Tras varias cervezas, resultó que el acto principal estaría a cargo de Stephanie Salas. Según mis prejuicios de grungeto lagunero y ranchero, algo no cuadraba esa noche.
Pero lo pensé bien: Stpehanie Salas debutó con cauteloso cargamento de provocaciones que la apartaban con perspicacia del pop acartonado que al final fue quien la lanzó el estrellato, incluso de la bravuconería de su prima Alejandra. Fue la única que se plantó en Siempre en domingo con unos vestidos chiflados e incómodos, pero mucho antes que Astrid Hadad, Lady Gaga o Andrea Echeverry de Aterciopelados hicieran de los vestuarios instalaciones humanas. Después, en el mítico departamento del artista plástico Carlos Jaurena, descubriría que aquellos vestidos que avivaban las preguntas más estúpidas de Raúl Velasco, eran diseñados por el artista Martín Rentería, cuyos performances podían verse en el X-Teresa, colocando a Stephanie muchísimos pasos adelante que sus contemporáneas Paulina Rubio o Thalía.
Esa noche en La casa de la abuela, Stephanie salió bajo reflectores morados y un abrigo como de terciopelo anticuado y ligeramente volado y abierto de las rodillas apara abajo. Muy a lo Marc Bolan y vintage. “¿Habría desempolvado ese abrigo del ropero de la Pinal?”, pensé. También llevaba plumas y tacones anacrónicos y al menos en ese toquín, nada tenía que ver con la morra encimosa que aparece en la serie de Luis Miguel; a Stpehanie se le veía impetuosa y enajenada hasta la convicción con ese alter ego alternativo. Todos terminamos contagiados de su reventón; la imponencia deber ser algo genético en la dinastía Pinal.
Después de verla lo entendí: Stephanie poseía un avanzado olfato para la discordia pop, siempre adelantada a su momento, la frecuencia groovy y un íntimo e inconforme ojo para la moda. No sorprende que su hija esté metida de lleno en ese mundo. Me convertí en un constante seguidor de Stephanie. Por esa época, 1994, lanzó su segundo disco, La raza humana, un álbum muy adelantado para el pop coreográfico donde Salas daba un salto mortal con triple giro funkadélico, alistaba canciones de pop tradicional listo para la radio comercial, pero después venían rolas gozosas, algunas con influencias grunge (“Nube” está dedicada a Kurt Cobain) y sin pedos le entraba al house macizo y atemporal. “Corazón” es un pinche potente track heredero de los beats psicodélicos de Deee-Lite, que en ese mismo 1994 editarían su último disco. Los clavados dirán que no era la gran cosa, ¿pero quién en esa época y en los ecosistemas en los que se movía Stephanie traía la influencia de Deee-Lite con tanto impudor y frescura? Hace poco le puse “Corazón” a un dj metido en la médula de la vanguardia house del tipo Toy Tonics, el sello alemán, y me dijo: “Esto es una jodida maravilla”. No podía creer que era un track manufacturado en 1994.
No faltará el mamón que diga que todo lo anticipado en Stephanie se debe a la gente que la rodeaba, como el guitarra de Santa Sabina Pablo Valero, con el que tuvo un romance, pero aunque así fuera, que lo dudo, Stephanie pudo negarse y aceptar grabar pendejadas como las Jeans. Si alguien sabe como se mueve el negocio de la música, es ella. Al final, siempre opta por negar la complaciencia, los éxitos seguros, se rebela contra el corporativismo de su propia familia. Lo cual me hace seguirle la pista con más atención. Porque Stephanie sigue sacando discos y a excepción de Ave María, sus grabaciones posteriores son injustamente tratados. Tuna, de 2006, fue un trabajo de funk rock hecho a manera de colectivo con muchos artistas bastante refinado y Soy lo que soy, del 2012, reinventaba el electropop bailable y sofisticado trayendo de nuevo la moda como un estandarte, ambos grabados de forma independiente, de verdad, incluyendo la difusión, que fue débil por decir lo menos. El modernista talento de Stephanie a menudo es hecho de lado cuando casi 30 años después siguen jodiéndola con la paternidad de su hija. Me enferma ver a tantas chicas dándoselas de indie y chillando sobre la industria y el heteropatriarcado cuando tienen todo un sistema apoyándolas y embutiendo el supuesto carácter indie hasta en el pasillo de las Maruchan.
Recuerdo que al menos en la prepa que cursaba allá en Torreón, Stephanie logró unificar a las seguidoras de Maná, de Chayanne y a las que se vestían como Hope Sandoval de Mazzy Star y llevaban camisetas de Nirvana, todas coreando alegorías a la maternidad soltera y al aborto mimetizadas como zurcido invisible en una canción de guitarras rockeronas aparentemente inofensivas que alcanzaron las primeras casillas de las listas de popularidad de aquella época. ¿Podría ser algo más feminista que eso?
@distorsiongay