Afuera del teatro Ing. Juan Pablo de Tavira y Noriega, cerca de la puerta de acceso a la sala, una hilera de sillas vacías acompañan una pinta que dice con letra pequeña, “El trabajo dignifica al hombre”. Los asistentes ingresan uno a uno al salón, conforme al número de gafete que se aferra a su cuello. En el interior, hay más de cuarenta personas, en su mayoría curiosos externos, algunos familiares de los residentes y una decena de reclusos que asisten a la función sabatina de sus compañeros.
Un par de luces circulares alumbran al actor que aguarda tendido en medio del escenario. Entre la penumbra se percibe su apariencia canina. No hay primera, segunda ni tercera llamada, pero la actitud expectante del público deja ver que ese aviso no es necesario para atraer su atención. Las butacas forman un semicírculo alrededor del cuerpo. Una línea vertiginosa color carmín recorre el suelo, surca por debajo del actor y extiende su destino hasta una pared lateral donde cuelga un mapa de Norteamérica. El camino rojo zigzaguea sobre México, Estados Unidos y se pierde en lo alto del fragmento de mapamundi. Entre susurros de la audiencia, la posición horizontal del can cambia hasta erigirse en cuatro patas. Todo se vuelve silencio. La figura perruna olfatea de un lado a otro, ladra, salta, se alegra y gruñe, como señal de reconocimiento. Después, con los pies sobre la tierra, saluda al público y se presenta. Es Xolomeo, perro de raza milenaria y guerrero azteca por naturaleza, que se admite “feo y pelón”.
El xoloitzcuintle habla de su historia, narra sus circunstancias y advierte de la grandeza de las naciones mexicana y estadunidense al señalar el plano que muestra a ambos territorios. Las butacas se mueven en grupos, manos extrañas nos conducen al frente del plató principal. Sube Xolomeo y se reúne con su padre, luego con su madre; para juntos, con actitud de tragicomedia, afrontar el hecho de que Xolomeo ha decidido navegar por los territorios del sueño americano, las hamburguesas y los Trump. Un hasta luego construido de emociones encontradas empuja al can a afrontar la aventura de cruzar el Río Bravo y los problemas que conlleva la migración. El azar le regala un amigo y juntos emprenden la búsqueda de un familiar que les de asilo, trabajo, esperanza.
De nuevo los asientos movedizos hacen de las suyas y, tras unos cuantos movimientos, estamos a espaldas del escenario ¬—ese juego de vaivén persistirá en toda la obra—. Frente a nosotros un telón lynchiano se abre y las luces que lo recubren se encienden parpadeantes. La música suena y en escena aparecen, deslizándose, siete u ocho bailarines con caretas caninas que marcan con ritmo la entrada triunfal de la celebridad más popularidad que habita en Hollyguau. Es una mujer de cabellos dorados, despampanante y masculina, que cubre su cuerpo fornido con un vestido en tono fucsia. Sus joyas brillan mientras desciende de la tarima, se posa orgullosa a la altura del público y anuncia con voz aguda que ella es Pitbulieta, morena heredera del imperio del presidente gringo, actriz y perruna de nobles sentimientos. El torrente de emociones comienza a fluir entre el público a la par que la historia. La adaptación de la obra señala un conflicto a la mexicana, que deja de lado el lugar común del rico y el pobre, para abordar en directo la resaca de ser un “bad hombre” en una tierra que ondea el racismo como una estrella más de su bandera.
Apegados a una obra publicada en 1597, pero reescrito por Jesús Pulido, adaptado por Mariana Sánchez y dirigido por Camilla Brett, las vivencias de Pitbulieta y Xolomeo presumen actualidad y simpleza. Cuando, al coincidir en una fiesta, la cadencia de un perreo sirve como producto seminal para iniciar un romance que vuelca a los protagonistas en un sinnúmero de momentos en los que su condición de enamorados se ve comprometida ante la necesidad de sortear, por un lado, a un padre egomaníaco y racista y, por el otro, sobrevivir a un par de agentes migratorios que van a la caza de “frijoleros”.
Durante poco más de una hora, mediante cantos, bailes, diálogos plegados de humor más una escenografía y vestuarios sencillos pero alucinantes, a cargo de Adrián Martínez Fausto, Sandra Garibaldi, Lilia Valenzuela y el equipo de El 77 Centro Cultural Autogestivo, el grupo actoral formado en 2009 bajo la tutela de Itari Marta y José Carlos Balaguer, logra sacudir los prejuicios que la libertad física impregna a los visitantes de la Penitenciaría y con su interpretación les intercambian el gesto de escepticismo por una sonrisa. El minutero teatral indica que la puesta en escena ha llegado a su fin. Los aplausos lucen eternos. Se abre una ronda de preguntas y respuestas, el público responde con felicitaciones y algunas dudas.
Destacan dos testimonios; uno es del lado de los espectadores, quien toma el micrófono, dice su nombre y cuenta apesadumbrado su percepción de los pasillos de la prisión, cómo es ver a sus compañeros de rincón en rincón drogándose o haciéndose algún tipo de daño, hace una pausa, toma aire y continúa con la voz desquebrajada. De sus ojos brotan lágrimas, de su boca caminan palabras de admiración por la labor del grupo. Su participación llena el ambiente de empatía conmovedora. A su vez, un interno responde a la pregunta sobre la reinserción social con una frase contundente: “Sabemos que no somos libres, pero hemos aprendido a caminar entre nuestras ataduras”. Las miradas vidriosas empañan el lugar, el sentimiento se avispa con palmas de aprobación y entusiasmo. Algunos actores se acercan para saludar, Pitbulieta es una de ellas. Sin peluca y con el maquillaje intacto, estrecha la mano de quienes comienzan la retirada.
“Salgan por aquí, fórmense por sus números y espérenos”, instruyen los organizadores, en fila salimos de ese edificio. Al aire libre están los talleres de artesanías, hay artículos a la venta, desde figuras de madera hasta cajitas de chicles, pero nadie compra. Pues de acuerdo al reglamento y código de vestimenta que le dieron a cada uno de los asistentes que partimos desde las instalaciones del Foro Shakespeare el 4 de agosto hacia el penal de Santa Martha Acatitla, estaba prohibido llevar algo más que una identificación oficial y alguna prenda de ropa de color negro, blanco, beige o gris oscuro. Así, con nuestros vestuarios llamativos, partimos de esa zona de la penitenciaría bajo las miradas de los que se quedan. Alguno que otro saluda o se despide, pero son más los que ven desde el silencio. Poco antes de salir hacia el filtro de entrada, giro mi mirada hacia la izquierda e identifico a un recluso conocido, es aquel que habló desde el corazón. Estrecho su mano para decirle adiós, en tanto un compañero a su lado pregunta “¿te gustó la obra?”. Sí, respondo. Aunque esas dos letras abarquen más pensamientos que el de la aprobación.
@lula_walk
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