Inamovible, intemporal esfinge con guantes de piel negra y lentes oscuros, su personaje contradijo su oficio, controló el bipolar humor de la moda, de ese fenómeno del cambio incesante sin cambiar nunca, manteniendo la misma apariencia, exhibiendo su superioridad y autoridad, con su pelo blanco nos decía “cambien ustedes que necesitan de la novedad para existir, yo el Príncipe, el káiser, soy el inalterable obelisco de piedra que los dirige”. Reencarnó a Coco Chanel, se comió su cadáver, lo digirió y reinventó la leyenda de las perlas, los brillantes, la bisexualidad, el blanco y negro, el exceso, exigiendo la extrema delgadez como símbolo de elegancia, y ordenó que vestir fuera una ceremonia del amor propio, “un hombre que viste de pants de correr ha perdido el control de su vida”.
Vestirse es una necesidad, tener estilo es una obligación, la condición es ser cínico, consultar a las Pitonisas y sentirse Apolo, hijo de Dios, con un brazalete que lleve el nombre de la religión que nos bendice: Chanel. La invención del estilo, de la moda, de la adicción a crear una personalidad, fue la venganza que imita a los dioses, la elegancia está en el cuerpo, el cabello, los rizos cuidadosamente esculpidos en los bustos griegos y romanos, el vello púbico del David primorosamente peinado, la caída de las túnicas, los herrajes de las sandalias. La vanidad es instinto de supervivencia, nos manifiesta, es un lenguaje de nuestra presencia, el desprecio por la apariencia no es humildad o renunciación, es claudicación del propio ser que se resigna a esclavizarse por la desidia. Los “diseñadores de moda” surgieron en 1675 cuando se hizo la división entre costureros y el creativo, el que inventaba el estilo. El couturier decidía los accesorios, vestido, color, diseño, sombreros, la aristocracia se los robaba, y construyeron la industria del vestido en Europa que se dirigía desde París y Roma. En la corte de Luis XIV se conspiraba para saber qué vestuario elegirían los miembros de su corte en los bailes, se robaban información y saboteaban a los competidores en elegancia, el fracaso condenaba al exilio, al ridículo, no había peor humillación que mantener conversación con la vulgaridad del demodé. Karl emigró de Alemania a París, de Balmain a Patou, de ahí a Chanel y jugó con las masas en H&M, llamó obsoleta a Coco Chanel y dijo que haría con la marca lo que ella nunca pudo lograr, renovarla con un lifting cada temporada. El tenedor se inventó en el siglo XVII, antes comían como salvajes, eso revolucionó la gastronomía, la moda nos ha civilizado, refinado, es la educación que nos permite estar en el escenario del mundo. “La vanidad es la cosa más sana de la vida”, vaticinó Karl.