Si no hay sexo, drogas y rock and roll no puede haber crónica salvaje. O así es como funciona para Carlos Velázquez en “Mantén la música maldita” (UANL-Sexto Piso). El autor nacido en Torreón demuestra sus dotes de rockero de nacimiento en “Sodasio”, en aquellos “putos golden years”, desde el ritual iniciático con la “soda”, los amigos, la trama y la escucha solo en cassettes de los Smashing Pumpkins hasta que lo agarró de subida Blur; también en esa época nace su pasión por Manic Street Preachers, puros 90 entre britpop y grunge.
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El estilo de Velázquez fluye en los escenarios donde la música atrapa a todo aquel que se rinde a sus emociones, desde la escucha fiel que legó el siglo pasado: “Lo único que me interesaba en aquella época era la inminente salida del ‘Mellon Collie and the infinite sadness’ de los Smashing Pumpkins. Aunque el compacto ya había hecho mella en la industria, yo seguía viviendo del casete. Y del casete grabado, por supuesto” (pág. 15).
Pero sigue en la alternativa y se detiene en “El fan de Lee Ranaldo”, con Wenceslao Bruciaga y él encaminados a una entrevista con el famoso guitarrista de Sonic Youth, con todo el matiz de crónica. No le pone ni un pero a Lou Reed, “una constante (y una inconstante) en mi vida”, para repasar su discografía desde la Velvet Underground, con aquel robo incluido a su abuela. Admite que Lou Reed rige su existencia.
Se toma una chela con Adrián Dárgelos, de los Babasónicos, en el Beto’s Bar, “mi oficina en Monterrey”, y no consigue la entrevista, pero sí a cambio el “Hot space” de Queen. Seguidito se lanza a una captura del show del Muertho de Tijuana en el Ojo del Tigre de “Gómez Pachuco”. Ese “viejo decrépito” que “despoja de su máscara la hipocresía de la heteronormatividad”.
Para donde quiera que se apunte no hay desperdicio en los relatos de Velázquez, pues el autor nacido en Torreón le rinde tributo a la conexión que ha tenido con el rock and roll y hay que decirlo, lo hace con todo lo que implica cuando se adentra en esa imaginería de conectes y alucines.
Este volumen de relatos tiene distintas formas de abordar su ligue con el rock, desde sus crónicas que se derivan a partir de conciertos, entrevistas, vivencias, análisis, desde luego no debemos olvidar su papel de narrador, al que le agrega un híbrido entre unas y otras, al no conocer límites al abordar un tema.
Da saltos en el tiempo a los grandes festivales, en Monterrey vio a Marky Ramone y le tocó el brazo, como lo dice: “Era lo más cerca que estaría nunca de un Ramone”. Como buen fan, ya se había tatuado “Hey ho let’s go”. (pág. 33).
Se detiene en el “Ok computer” de Radiohead, a raíz de los 20 años de su salida, con una obsesión que lo guía a escuchar “The tourist”.
En “la urbe del movimiento rockero perpetuo” acude a la primera visita de Billy Idol a México: “Era una oportunidad que muchos acariciaron en la clandestinidad de sus habitaciones escuchando la discografía completa. Porque así como hay gente que tiene doctorado en letras, hay quien lo tiene en Billy Idol. Y fui a caer justo al lado de uno, que me desmenuzó todo en relación al ídolo” (pág. 109).
Es de los pocos afortunados en acudir a un concierto de Robert Plant, entre otras canciones, reseña “Black dog”, “esta canción es una de las culpables que tenga el cuello fornido” (pág. 120), dice. The Who es otro plato que disfrutó en este territorio que atrapó por un momento a esta banda, cuyo guitarrista, Pete Townshend, se aprecia en la portada del libro, entre más crónicas de Velázquez.