De capa y espada

Memoria

Después de la muerte de Borges, quedaba él como lector en el ámbito hispanoamericano

En una feria del libro en la Ciudadela (Archivo Ricardo Salazar. AHUNAM)
Armando Alanís Pulido
Ciudad de México /

—Llegan ustedes muy tarde a mi vida —dijo.

Arreola estaba sentado detrás del escritorio, sobre el que había algunos libros y papeles. Vestía traje café. Sobre el saco, una capa negra. En la cabeza, un sombrero afelpado de copa alta, negro. Sus ojos inquisitivos nos miraban como nos habían mirado hacía un rato por el ventanillo de la puerta principal, antes de permitirnos pasar. 

El estudio estaba a la derecha de la puerta, separado de la casa por un largo pasillo. Era octubre de 1987. Hacía algo de frío. Arreola se quejó de que con el frío le dolían los huesos. Se sentía cansado, viejo.

—Se ve usted muy bien —replicó Susana desde su silla—. Muy joven, muy guapo.

Fueron las palabras mágicas. El de Zapotlán sonrió, vanidoso, y se dispuso a platicar con nosotros sin preocuparse ya ni por la edad ni por el clima ni por el reloj. Era otra vez el mismo de siempre: ese escritor ingenioso y locuaz que participaba en programas de televisión, tanto culturales como deportivos, hablando sin parar de un tema y otro como un prestidigitador de la palabra; “un entusiasta”, según lo definió alguien que lo conoció cuando era realmente joven y se fue a vivir a la Ciudad de México donde, entre otros oficios, vendería zapatos de casa en casa.

Por entonces, yo vivía en Saltillo. Había escrito algunos cuentos, publicados en revistas y suplementos, pero no tenía ningún libro. Como había estado en talleres literarios mientras estudiaba la carrera en la Ciudad de México, me invitaron a participar en las mesas de lectura Los escritores por adelantado, organizadas por la Dirección de Literatura en la cafetería del Palacio de Bellas Artes. Un día antes de mi participación, Susana y yo llegamos a la capital en tren y nos hospedamos en el Hotel del Ángel, cerca del monumento a la Independencia y a unas cuadras de la casa de Arreola. Su teléfono nos lo había proporcionado Herminio Martínez. Desde Saltillo, llamé un par de veces a Arreola, y hasta me animé a enviarle por correo algunos cuentos de mi autoría. Ya en el Hotel del Ángel, volví a llamarle y dijo que podía recibirnos esa misma tarde, a las cuatro. 

Se atravesaba por un momento político de cambio de estafeta. A principios de ese mismo mes había sido destapado Carlos Salinas de Gortari como candidato del PRI a la presidencia. Pero en un principio se pensó que el elegido era Sergio García Ramírez. Arreola dijo que él hubiera preferido a García Ramírez, y en seguida confío en voz baja, como para que no oyera nadie más:

—Me acaban de dar un hueso muy bueno.

Del intercambio de opiniones sobre el reciente destape pasamos a hablar de literatura. Nos contó que escribía un libro sobre López Velarde. Debía entregarlo pronto. 

—Estoy peor que un esclavo de las galeras.

Desconfiaba de casi toda la literatura contemporánea. Citó a Italo Calvino: “¡Qué nombre tan raro!”, ironizó.

Mencionó a los narradores latinoamericanos del boom

—Tanto García Márquez como Vargas Llosa saben a qué distancia están con respecto a Rulfo. Lo que ellos hacen son como reportajes gigantes, escritos, eso sí, con mucha habilidad. Y Gabo es mi amigo. Pero yo hablo muy mal de mis amigos.

Detestaba a Fuentes.

—¡Un año de mi vida corrigiendo a Fuentes! —se quejó, golpeándose repetidas veces la frente con el puño cerrado. Supuse que se refería al paso de Fuentes por el Centro Mexicano de Escritores. Siguió despotricando contra el autor de La región más transparente:

—De toda su obra se salvan, cuando mucho, dos cuentos. Aquel que se titula “Chac Mool”…

—Y “Las dos Elenas” —intervine. 

—Tendría que pensarlo.

Le pregunté qué le parecía Aura, y contestó que estaba demasiado calcada de Los papeles de Aspern, de Henry James. 

Vi que en una mesita había un tablero de ajedrez. 

—Yo también juego ajedrez —comenté, cambiando de tema.

—Mis amigos que juegan ajedrez son doblemente mis amigos —dijo Arreola.



José De la Colina nos regala una hermosa estampa del carácter bonachón y eternamente luminoso de Juan José Arreola


Años después, ya residiendo en la Ciudad de México, conocí a Luis Ignacio Helguera, quien iba a casa de Arreola a jugar ajedrez en compañía de su tío Luis. Una vez, el autor de Confabulario le dijo a Nacho que los escritores pueden dividirse en dos: los posibles y los imposibles.

—Paz, por ejemplo, es un escritor posible. Borges es un escritor imposible. Rulfo también es un escritor imposible. 

De pronto, pareció angustiarse.

—¿Y yo? ¿Soy un escritor posible o un escritor imposible? ¡Dime!

—Maestro, usted ha escrito algunos cuentos que son imposibles.

—¡Ah, me tranquilizas!



Punta de plata. Bestiario, un resultado de la conjunción de dos artistas: el dibujante Héctor Xavier y Juan José Arreola


Por ahí estaba la máquina de escribir. Al lado, una botella de vino y un vaso.

Susana quiso tomarnos una foto. Arreola se puso de pie y me pidió que nos acercáramos a una cortina que podía servir de telón de fondo. Como se percató de que su capa negra no combinaba con el traje café, se envolvió en la capa, y así aparece en la foto: un Arreola setentón, muy flaco y canoso, y al lado el que esto escribe, tan flaco en ese tiempo como él.

Hablamos de los muralistas. Por ellos, Arreola sentía más o menos el mismo aprecio que por García Márquez y Vargas Llosa. Del único escritor latinoamericano del que habló bien esa tarde fue de Rulfo. Le pregunté si lo había ayudado con la estructura de su célebre novela. Contestó que no.

Pedro Páramo es obra de él, de nadie más.

Yo quería que me hablara un poco de sus propios cuentos, y para propiciarlo le comenté que me gustaba mucho “El guardagujas”.

—Ese cuento está colgado de Kafka —apuntó.

Del escritor de Praga opinó que lo que lo hacía grande era el sentido del humor. También habló de los narradores rusos del siglo XIX. En otra época de su vida los había leído y estudiado a conciencia. Después de la muerte de Borges, quedaba él como lector en el ámbito hispanoamericano. Recordó lo que había dicho el escritor argentino cuando participaron juntos en un programa de televisión.

—Se quejó de que solo pudo intercalar algunos silencios. ¡Imagínense! ¡No dejé hablar a Borges!

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