'De perfil': entre la piedra y el jardín

Opinión

Mientras trabajaba en De perfil, José Agustín, casado ya con Margarita Bermúdez, vivió un tiempo en un departamento en Medellín y Álvaro Obregón, en l
Yolanda de la Torre
Ciudad de México /

Detrás de la gran piedra y el pasto está el mundo en que habita mi tío José Agustín, hermano de mi madre, Yolanda Ramírez Gómez, y cuñado de mi padre, Gerardo de la Torre, de quien era vecino en la calle de Palenque, en la colonia Narvarte. Hace meses que lo visito cada dos o tres días, antes o después de la hora de comer, en la casa de Brisas de Cuautla que le compró a mi abuelo materno, su padre, el capitán piloto aviador Augusto Ramírez Altamirano. Al fondo de ese fraccionamiento que alguna vez fue de lujo y hoy luce como un pueblo fantasma, está el hogar donde José Agustín vive desde hace 40 años y donde ha visto crecer la hierba, el mango, el plátano, el limón, el rosal, el ardiente tabachín que resguarda el garaje y la gigantesca araucaria que escolta la terraza donde pasa las tardes mirando el resplandor solar o la ira de la lluvia en su jardín con esos enormes ojos a veces grises, a veces verdes, que ya no oculta tras las gafas que usó toda la vida.

A la casa de Brisas llegó Agustín —con mi tía Margarita Bermúdez, su esposa, y mis tres primos: Andrés, el poeta; Jesús, el médico, y el otro Agustín, Tino, el artista— alrededor de una década después de que terminara su segunda novela, De perfil, publicada en 1966 bajo el sello de Joaquín Mortiz en la legendaria serie El Volador de la que se hacía cargo Joaquín Diez–Canedo padre, a quien tanto le debe toda una generación de narradores. Cinco años antes, en 1961, había visto la luz La tumba, novela corta que José Agustín escribió de un tirón al amparo del maestro Juan José Arreola, en cuyo taller afiló sus armas literarias. “Arreola siempre me elogió, incluso en sus críticas, pero mis compañeros me ponían tremendas zarandeadas. Una vez me dijo Gerardo de la Torre: ‘No les hagas caso, te tienen envidia. Vas a toda madre. Síguele’. Imagínate cómo hubieran estado las zarandeadas si yo no hubiera ido a toda madre. Pero seguí”.

La escritura del joven Agustín tenía un ritmo fulgurante que deslumbró, desde un principio, al crítico Emmanuel Carballo. Tal vez ese ritmo le venía de familia, porque no en balde mi tío lleva el nombre del más famoso hermano de mi abuelo materno: José Agustín Ramírez Altamirano, autor de “Acapulqueña”, “Por los caminos del sur”, “El toro rabón” y “Caleta”, entre muchas otras canciones que son clásicas en Guerrero. Quizá por eso los oídos de José Agustín están, como han estado siempre, llenos de música.

La tumba, texto casi adolescente, le tomó solo seis meses de trabajo. De perfil, en cambio, fue una novela mucho más compleja, escrita con mayor conciencia acerca de lo que se proponía en términos de forma, estilo y contenido. “Me costó dos años terminarla, aunque escribía de tirón, por las noches, sin pensarlo mucho, en la vieja Olivetti que me regaló mi padre. Fueron 360 páginas que durante esos dos años le dieron sentido a mi insomnio. Antes, mucho antes, desde los diez u once años, escribía a mano. Mi mamá, Hilda Gómez, me encontró varias veces despierto y casi en trance a las cuatro o cinco de la mañana. Inmediatamente me mandaba a dormir. Una vez mi papá me preguntó a qué me dedicaría en la vida. A la escritura, por supuesto, le dije, porque cuando escribía podía sumergirme, literalmente, en otra realidad, en otra vida, en otro mundo”.

Mientras trabajaba en De perfil, José Agustín, casado ya con Margarita Bermúdez, vivió un tiempo en un departamento en Medellín y Álvaro Obregón, en la colonia Roma, becado —por primera y única vez— por el mayor de sus hermanos, el pintor Augusto Ramírez, con quien estableció una mancuerna creativa que se sostuvo hasta la muerte de Augusto, hace más de quince años: uno escribía, el otro lo ilustraba mientras perseguía, a su vez, el inimitable estilo plástico que marcó su obra. De él, de Augusto, fueron casi todas las portadas de los libros de José Agustín a partir del volumen de cuentos Inventando que sueño. Pero De perfil fue especial por otras razones. Una, que su fama antecedió a la publicación del libro gracias a Gustavo Sainz, a quien José Agustín dejó leer fragmentos a lo largo del proceso escritural. Sainz comenzó a comentarlo entre el círculo de amigos que ambos tenían en común, de forma que el título y algunas pistas de la trama ya eran conocidos antes de que terminara la novela. Otra, que De perfil fue la punta de lanza de una obra tan vigorosa que, a 50 años de distancia, la disfrutan los jóvenes de hoy tanto como los que dejamos la pubertad hace tres o más décadas. A contrapelo de la crítica solemne y anticuada que lo vapuleó en sus inicios y a lo largo de una creación mordaz que solo se detuvo por accidente, José Agustín ha probado que lo suyo era (y es) más que mero artificio, suerte, ingenio o juego de palabras.

Luz interna–luz externa: Se está haciendo tarde

Una vez me contó mi padre que José Agustín no solo tenía una disciplina feroz, sino también serios estudios de lingüística que emprendió cuando aún era adolescente. No debe extrañar, entonces, que su trabajo, a partir de De perfil, se decantara hacia una búsqueda estilística y experimental que paulatinamente detonó en una gran multiplicidad de formas: de la novela al guión de cine pasando por el cuento, el periodismo, el teatro, la crítica, el ensayo, la narrativa histórica e infantil y diversas incursiones en la televisión cultural, hasta las clases que impartió en algunas universidades estadunidenses donde su propia obra fue, también, tema de estudio. Oculta entre el desparpajo y la ironía, se gestó una poderosa y original visión del mundo permeada por el rock y el movimiento beat que convirtió a Agustín en el eje de la contracultura mexicana.

Más allá del uso de drogas psicodélicas (mezcalina, psilocibina y algo de ácido lisérgico) que sumaron en total más de 30 viajes, estaba la necesidad de expresar una cosmovisión compleja que él cristalizó en literatura junto con otros integrantes de su generación: “Recuerdo muy bien una fiesta en la que Hugo Argüelles, en medio de un viaje de LSD, comenzó a gritar: ‘Hoy voy a escribir una obra de teatro’. Entonces tiró por el piso un montón de hojas en blanco por si a cualquiera de los presentes lo sorprendían las musas. ‘No, Hugo, tienes que esperar a que se te baje el trip para escribir’, le aconsejé, pero no me hizo caso y continuó regando papel por todas partes”.

Así, al calor de ese caos creativo, riguroso y dionisiaco, surgieron libros como la tensa e intensa novela Se está haciendo tarde (final en laguna), El rey se acerca a su templo —que para José Agustín constituyen los dos textos más experimentales de su obra—, Círculo vicioso, Abolición de la propiedad, El rock de la cárcel, Ciudades desiertas, La panza del Tepozteco, Dos horas de sol, los tres volúmenes de La tragicomedia mexicana, Vida con mi viuda, Arma blanca y un largo etcétera. Todo ello sucedió en medio de su ingreso y su salida de la cárcel —adonde lo llevó una lata de mota escondida en la cajuela de su auto—, la relación con Angélica María, la muerte de mi madre, la separación y reconciliación con mi tía Margarita, la ejercitación del músculo periodístico, la concepción y la crianza de sus tres hijos, la compañía de varias generaciones de perros cocker spaniel, el dueto artístico con su hermano Augusto, la lectura acuciosa, el infaltable reventón, la mudanza definitiva de la Ciudad de México a Cuautla, las estancias en Estados Unidos, el estudio del I Ching o Libro de las mutaciones (cuyas líneas, trigramas, hexagramas y significados se sabe de memoria) y una escucha intensiva de rock a alto volumen.

Hasta la fecha, incluso los críticos más agudos y formales no han podido negarle que Se está haciendo tarde (final en laguna) es una novela perfecta en forma y fondo: corrosiva hasta la última línea, es un abrumador descenso a los infiernos del Acapulco de los años sesenta y setenta. Droga, sexo, rock, playa, océano, tarot, terror y delirio se entrelazan en un nudo psicodélico con distintos hilos narrativos donde apenas pueden entreverse los inicios de un joven narrador que solo unos años antes hablaba de una piedra en un jardín detrás de la cual se ocultaba un adolescente tan precoz como su autor.


La censura

En los años setenta, cuando José Agustín intentó llevar a la pantalla grande De perfil y Se está haciendo tarde, se impuso la censura No deja de ser una paradoja que mientras florecía el cine de ficheras durante el lopezportillismo, la Secretaría de Gobernación le prohibiera filmar las adaptaciones que él mismo hizo de sus novelas por considerarlas inmorales. Hace poco, mientras transcribía en la computadora el guión de Se está haciendo tarde junto con mi primo Tino, encontramos un documento de Gobernación que detallaba cada página donde había una palabra altisonante o asustadora: “Dice pinche dos veces en la página 41, dice puto una vez en la página 16, dice mota tres veces en la página 72, dice cabrón una vez en la página 125”, y así seguía por varias hojas. Lo mismo sucedió cuando revisamos la carpeta del guión de De perfil. Algo para morirse de risa en estos tiempos en los que cualquiera dice güey en el horario vespertino de la televisión abierta.

José Agustín estudió formalmente dirección de cine en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) —y eso se nota en la adaptación que hizo de sus novelas, donde marca y numera tomas, encuadres, efectos y puntos de vista—, pero al elaborar sus guiones siguió pasos más libres: “Aunque tomé clases con un guionista muy reconocido que tenía varios premios nacionales e internacionales, me guiaba más por mi instinto, como cuando escribí La tumba y De perfil. Sabía que de mis novelas solo podía tomar lo visible, es decir, lo que podía convertirse en una toma, una escena, una secuencia, y tenía conocimientos técnicos por las clases en el CUEC, pero lo demás fue casi pura intuición”.

Además de varios guiones “más ligeros y comerciales” que elaboró por encargo, como 5 de chocolate y 1 de fresa —quizá el más exitoso—, filme protagonizado por Angélica María bajo la dirección de Carlos Velo, merece mención aparte el guión de El apando, adaptación de la novela homónima de José Revueltas que realizaron juntos el propio Revueltas y José Agustín, quienes se conocieron en el Palacio Negro de Lecumberri: “Tuve ciertos privilegios, como el de poder moverme entre los miembros de las distintas crujías, del mismo modo en que lo hubiera hecho un periodista de haber tenido acceso a la penitenciaría. Eso me permitió conocer y tratar a José Revueltas, a quien le profesaba gran admiración, y a mucha otra gente que retraté en parte de mi trabajo. De ello hablo en El rock de la cárcel y otros libros. En Lecumberri, estuve seis meses en la crujía H, adonde Margarita me llevó mi máquina de escribir y comencé Se está haciendo tarde. Era 1973. El guión de El apando lo trabajamos Revueltas y yo ese mismo año”.

La novela de José Revueltas, una afilada crítica al sistema carcelario mexicano, fue filmada por Felipe Cazals tres años después de la elaboración del guión, en 1976. La mancuerna entre ambos narradores no volvió a repetirse. Con el tiempo, Agustín hizo cine experimental. Su primer y único largometraje fue Ya sé quién eres/ Te he estado observando y también hizo cine en súper 8, empleando como base su propia obra (ahí está Luz externa, filmada en 1974 y antologada en el DVD Los superocheros, que forma parte de la colección de cine independiente de la Filmoteca de la UNAM), pero terminó por abandonar los proyectos de De perfil y Se está haciendo tarde —que contaba incluso con una carpeta de producción y bocetos de varias escenas dibujados por su hermano Augusto— debido a la inquisitorial y moralina actitud de la Secretaría de Gobernación.

Hoy, mientras vemos cómo se mantiene vigente la obra de José Agustín entre viejos, adultos, niños y jóvenes (recuerdo larguísimas filas de admiradores esperando autógrafos en homenajes y ferias del libro), los lectores no podemos más que agradecer que la censura no se extendiera a toda su obra literaria: habríamos perdido, quizá para siempre, un referente indiscutible de la narrativa mexicana contemporánea.


La locura de Dios

En 2009, mientras escribía La locura de Dios, novela de madurez con la que esperaba retirarse, José Agustín sufrió una caída de más de dos metros de altura en el Teatro de la Ciudad de la capital poblana. La gravedad de las lesiones lo mantuvo internado en el Hospital de la Beneficencia Española durante cerca de un mes. Margarita no se separó de él durante todo ese tiempo. Andrés y Jesús iban y venían desde la Ciudad de México cada vez que podían tomarse un momento libre. Tino cuidaba la casa en Brisas de Cuautla y hacía las veces de secretario debido a la infinidad de llamadas que entraban y salían diariamente. Yo no tenía trabajo fijo, así que me fui a Puebla a acompañar a mi tía y pude permanecer cerca de José Agustín. Cada dos o tres días regresaba a la Ciudad de México, atendía pendientes y me iba de nuevo a Puebla, hasta que llegó mi tía Hilda Ramírez desde Cancún para cuidar a su hermano menor. Poco después regresé a la gran metrópoli y seguí la paulatina recuperación de Agustín desde lejos. No podía saber entonces que iba a tomar la decisión de abandonar la ciudad donde nací para venir a Brisas de Cuautla, donde hoy vivo.

Por eso voy a menudo a ver a mis tíos antes o después de comer y tengo la oportunidad de admirar cómo José Agustín se deleita cada tarde con la luz derramada como una sábana sobre el esplendor de ese jardín lleno de flores y de frutos. Ahí, detrás de la piedra y el jardín, están la alberca, la araucaria y la casa donde él me ha contado lo que ahora narro. Me dijo, por ejemplo, que cuando comenzó La locura de Dios su idea era reelaborar la parábola del santo Job de una manera actual, porque lo apasionan, como a mí, los mitos bíblicos. A veces, cercana la noche, si no me he ido a mi departamento a orillas del río Cuautla, veo cómo camina lentamente de la casa al estudio donde solía pasar completos sus insomnios, escribiendo, y tras un par de horas regresa al hogar donde lo espera Margarita para refugiarse del frío cuando la lluvia arrecia y se desatan las tormentas eléctricas.

Hoy, el muchacho que escribió La tumba y De perfil, esa novela de apasionada juventud que este 2016 cumple medio siglo, se encuentra lejos. José Agustín tiene 71 años y, como sostuvo en una entrevista compilada por Delia Juárez para el volumen Así escribo (Cal y Arena, 2015), sabe que ahora debe administrar su energía, aunque tal vez no vuelva a escribir: “Si ya no puedo, no me quejo, escribir me ha colmado de plenitud, recompensas y un surtido rico de experiencias ‘fuertecitas’. He vivido otras vidas, tiempos diversos, distintos universos. Sin embargo, quisiera seguir, aunque me consuma”. Algo semejante, aunque más crudo, afirma, en alguna parte de la novela, el protagonista de La locura de Dios, un escritor defenestrado por aquellos mismos que lo encumbraron: “Voy a luchar con todo aunque me caigan mayores desdichas aún, las peores adversidades […], al final triunfaré. Nada apagará mi luz propia […]. Además, mi familia me apoya. Remontaremos esto. Juntos somos indestructibles”. Yo espero que en verdad juntos seamos indestructibles. Eso quiero.

Salud pues, por los 50 años de De perfil, lanza que hizo trizas, durante años, la solemnidad de la literatura mexicana, novela sin tiempo para jóvenes y adultos, aire fresco, llama que aún no se consume.

Salud, José Agustín.

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