Dos recomendaciones para el 2 de octubre

Bichos y parientes

Dos lecturas, para entender los drásticos cambios que 1968 produjo en elcontexto mundial: como se le dio voz a la juventud y a la mujeres

¿Qué hizo cambiar a los estudiantes? El paso a la acción. Foto: AFP
Julio Hubard
Ciudad de México /

Primer tiempo: Las aventuras de la libertad (Anagrama), del pesado de Bernard–Henri Lévy, es un libro brillante y detestable, verboso y cursi, con BHL como héroe de todo acto e idea moral: tenía 20 años en 68 y, desde luego, todo dependía de él: ahí está peleando con Sartre, con Althusser, por allá debate con el menso de Daniel Cohn–Bendit, o pone en su lugar a Régis Debray y le explica que el ideario del Che Guevara es absurdo. Los únicos que no dependen de su inteligencia son los jóvenes revoltosos. 

Los universitarios eran apenas aditamentos de sus libros obligatorios: su reconocimiento, su futuro, su valoración dependían de ellos. Pero un día los dejaron de lado para defender unas barricadas, marchar por las calles o pintar unas pancartas, poniendo en riesgo su futuro. “Lo que yo ignoraba”, dice BHL, “es que unos muchachos cuyos libros, insisto en ello, constituían toda su riqueza, pudieran obtener tamaño placer en hacerse pobres de espíritu. Y lo que ignoraba también es que pudiera asistirse a una metamorfosis tan radical, manifiesta en los rostros, en los cuerpos mismos de esos muchachos: todos esos chicos granujientos y con bata, esos internos con aliento a dormitorio y nabos, cambiaban de cabeza al dejar de leer y, de la noche a la mañana, me miraban a mí, por ejemplo, con aire de superioridad, con un desprecio que ni el más imaginativo de los novelistas hubiera sospechado”.

¿Qué hizo cambiar a los estudiantes? El paso a la acción. Nunca habían contado, su opinión todavía no era de interés para nadie y su lugar en el mundo era obedecer, seguir la línea marcada y agradecer el empleo que les estaba destinado. Pero en algún momento, la insurrección fue una promesa superior a toda la oferta de la obediencia: la tentación de marcar el mundo, de ser valiente por cuenta propia y no como asignatura o servicio militar. Es el acto: la libertad se toma, no se recibe de los libros.

Segundo tiempo: 1968. The Global Revolt, documental de la Deutsche Welle (está en YouTube también), que viaja por el mundo y entrevista a muchos de los protagonistas, pero ninguno termina de ponerle la cola al burro. La serie muestra algo que no logra decir: la lucha de fondo, en la que coinciden todos los grandes movimientos, es que la vida política no pertenece solamente a las llamadas “fuerzas productivas”, ni tampoco al Estado; dos grupos improductivos, según las concepciones políticas anteriores, pasaron a la acción, la participación, se adueñaron de la voz e inauguraron los espacios que solo existían como letra muerta en la ley. 

Las mujeres. En París, Simone de Beauvoir; en Tokio, Mitsu Tanaka (“no somos el retrete de los hombres”); en Frankfurt, Ulrike Meinhoff hace ver que mientras los hombres pelean por espacios públicos y poder, las mujeres luchan por los espacios personales, familiares: ellas no solo apoyan la lucha por los derechos civiles sino por la vida privada. Cambiaron la taxonomía de la contienda y la concepción política. Antes de su irrupción, la vida privada era un fuero cerrado: una vez traspuesta la puerta de la casa, el mundo era ajeno y pertenecía al Estado. A partir de 68, poco a poco, el espacio personal se continúa en espacio cívico y la frontera de lo otro, lo ajeno, el enemigo, queda en los portales de las instituciones de gobierno. 

El distingo consiste en quién es el depositario del derecho: el Estado representa a todos, pero los ciudadanos que están en la calle, aunque no representen a todos, son cada uno un caso real de ese derecho. El todos del Estado perdió su primer lugar. El ciudadano específico podía ganar la batalla al Estado.

El derecho de propiedad privada consiste en la exclusividad del uso o disfrute de algo; la propiedad pública alcanzó la claridad básica: consiste en el derecho de no ser excluido del uso o disfrute de las cosas públicas. Jurídicamente, no había duda: así era. En todos lados, incluso Praga, los estudiantes y las mujeres tomaron las calles y mostraron que la población civil era la propietaria real, no el Estado, de las cosas públicas. Desde 1968, el Estado no puede desplegar fuerzas represivas sin perder legitimidad.

Con todo lo insoportables que resultan los heroísmos victimistas, eso hicieron los jóvenes y las mujeres, en 1968. Los gobiernos reaccionaron de mal modo, con su inagotable brutalidad; perdieron legitimidad y tuvieron que recluirse a un lugar del que no debieran salir: los gobiernos deben aprender a obedecer. O eso creíamos, antes de ser barridos por los antiliberales.

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