Düssel…

Cuento

Un cuento inédito en español, del exitoso y controvertido escritor británico Ian McEwan. Imagina un futuro donde es reprobable distinguir a los humanos de las maquinas

El escritor británico llena de verosimilitud esta historia, tanto que los temas hoy más debatidos lucen como viejas pequeñeces (Foto:Shutterstock)
Ian McEwan
Nueva York, E.U.A /

Ustedes me preguntan cómo fue para mí. Para responder debo regresar en el tiempo unos 50 años, a una medianoche calurosa de viernes en que susurré nada delicadamente al oído de mi nueva amante la pregunta difícil. Me encontraba recostado y ella se erguía sobre mí en todo su esplendor, desnuda salvo por una gargantilla de oro con incrustaciones de lapislázuli. Incluso bajo la luz ambarina de la mesita de noche, su piel tenía un aura blanca. Sus ojos estaban cerrados mientras ella se movía rítmicamente sobre mí. De sus labios ligeramente abiertos escapaba un destello de sus hermosos dientes. Su mano derecha descansaba sobre mi hombro izquierdo. Olía apenas, no a perfume sino a jabón de sándalo. Esos jabones con la imagen grabada de un barco antiguo que vienen envueltos en papel de china dentro de una frágil cajita de madera fueron un día míos. Se apropió de ellos desde el momento en que entró a mi baño. ¿Por qué debía eso importarme?

En una breve pausa de nuestro acto amoroso ella se inclinó hacia adelante y yo acerqué mis labios al lóbulo de su oreja y lo lamí. Llevado por el placer sensual que parece arrebatar las palabras de la boca, dije: “Querida, sé que no debería, pero tengo que preguntarte esto. No reclamo ningún derecho de saber, por supuesto, pero después de estas maravillosas dos semanas... siento... querida, Jenny... perdóname, te amo y siempre te amaré... pero por favor dime la verdad. ¿Eres real?” 

Antes de describir su reacción, debo explicar, sobre todo para los lectores jóvenes, cómo estaban las cosas en ese momento particular. Hemos pasado a través de una revolución social cuyos logros ahora se toman por descontado. Los jóvenes, me doy cuenta, tienden a actuar como si nada hubiera cambiado. Tienen poco o ningún sentido de la historia. Los milagros generados por las generaciones previas son ahora tan ordinarios como la vida misma. Pero todo aquel que se interesa en el tema debe saber que el debate comenzó innumerables siglos atrás, con Platón, por ejemplo, o con el Frankenstein de Mary Shelley, o con Charles Babbage y Ada Lovelace, o con las especulaciones de Alan Turing, o cuando, en el amanecer del tercer milenio, un programa de computadora, aprendiendo de sus propios errores por el camino de una profunda red neural compitiendo contra sí misma, derrotó al gran maestro del antiguo juego chino del Go. O, más significativamente, cuando la primer androide se embarazó de un humano y fue viable el primer nacimiento de un bebé de carbón-silicón. A solo tres calles de mi departamento, en una pequeña plaza rodeada de cafés y cubierta por matas podadas de plátano, hay una estatua en honor de Molly. Podría llegarse a pensar que no hay nada anormal en un monumento como ese. Excepto porque se trata de una niña de ocho años en playera y jeans, con las manos en las caderas, que se encuentra de pie, desafiante ante nosotros, sobre un pedestal, en donde se supone que debería estar un general, un poeta o un astronauta.

¿Puede ser consciente una máquina? O, dicho de otra forma, ¿son los humanos meras máquinas biológicas? Respuestas afirmativas a ambas preguntas consumieron varias décadas de discusiones entre neurólogos, sacerdotes, filósofos, políticos y público en general. Finalmente, mucho después de lo debido, a la gente artificial se le reconoció protección completa bajo las distintas convenciones de derechos humanos. Lo mismo que a su descendencia. Otros derechos vinieron después, como el beneficio del matrimonio, el derecho a la propiedad, a portar pasaporte, a votar, a protección laboral. Un androide podía comenzar un negocio, volverse rico, caer en bancarrota, ser demandado y, en vez de destruido, asesinado. En el mundo se habían desarrollado varios “actos autónomos” que impedían comprar o poseer a una persona manufacturada. El lenguaje legal de la conciencia de sí mismo invocaba los actos antiesclavistas del siglo XIX. Tras los derechos vinieron las responsabilidades: el servicio militar fue oficial y obligatorio. Como jurado en las cortes, los androides fueron una útil adición a los defectos cognitivos y la débil y manipulable memoria de los humanos.

La nuestra fue la generación que llegó a la mayoría de edad con las secuelas: años turbulentos de apasionadas y angustiantes consideraciones. El concepto de ser humano había sido interesante o trágicamente ampliado. Si el consenso de las élites científicas era que nuestros nuevos amigos imaginarios sentían dolor, alegría y remordimiento, ¿cómo podíamos probarlo? Habíamos hecho la misma pregunta ante otros seres humanos desde el comienzo de la reflexión filosófica. Debíamos inquietarnos o maravillarnos de cómo eran ellos, en el fondo, más inteligentes, más amables, más hermosos que nosotros. ¿Estaban los religiosos equivocados cuando se resistían a concederles almas?


***

Entonces, como ocurre frecuentemente cuando sobreviene un cambio social en mitad de la polémica, una vez que se ha discutido y aprobado la legislación, la vida se acomoda y pronto no es posible recordar por qué todo ese alboroto. Se dice a menudo que las grandes preguntas de la filosofía nunca han sido resueltas: se desvanecieron. Todas esas marchas de protesta, desplegados, discursos, conferencias y escenarios fatalistas fueron para nada. Después de todo, nuestros nuevos amigos se parecían demasiado a nosotros, aunque eran más agradables. Podías confiar en ellos, lo cual explica por qué muchos se dedicaron a las leyes, a la banca o a la política, y realizaron una muy necesaria reforma en esas instituciones. Su naturaleza era profundamente solícita, y muchos se volvieron doctores y enfermeras. Eran fuertes y rápidos, y constituían las dos terceras partes de nuestro equipo olímpico de pista y campo, ya que el sprint tomó otros quince años en perfeccionarse. Popularmente, destacaron como ejecutantes y compositores brillantes en todos los géneros musicales. Si alguna vez nos preocupó que fueran demasiado buenos para todo, podíamos congratularnos de que habían sido creados por nosotros, a nuestra imagen y semejanza, constituían el más refinado florecimiento de nuestro genio artístico y técnico. Eran, como decíamos a menudo, los mejores ángeles de nuestra naturaleza.

A paso lento, pero firme, y conmoviendo la vida social tanto como el proceso legal, vinimos a entender y en general aceptar que el artefacto que habíamos creado merecía completa dignidad y respeto a su privacidad. Es decir, en un periodo de años devino socialmente inaceptable (lo que no era así en nuestra juventud) preguntar.

Por ejemplo, en una cena de gala en honor de un premio literario, no podías averiguar con tu encantador vecino en la mesa, remarcando mediante una frase ingeniosa y oportuna, si el muy reconocido editor era un artefacto de biosilicato manufacturado localmente. Veinte años antes habrías podido, incluso habría sido la primera cosa que habrías querido saber. Ni más ni menos que un comentario sin importancia para romper el hielo. Tal como si dijeras: “Oí que tenías una casa de campo en Turingia. ¡Yo también tengo una!” Con el desvanecimiento de esas expresiones de rebeldía políticamente incorrectas, incluyendo las estúpidas y viejas historias en torno a la frase “ellos están entre nosotros”, habría sido ofensivo, incluso lascivo, preguntar, ya que tu curiosidad habría sido, en esencia, gravemente física y personal, dado el hecho de que mucho tiempo atrás ya se les había concedido conciencia a los androides. Habría sido no menos impertinente que preguntarle a un humano mientras te sirves mousse de chocolate: “¿Es cierto lo que escuché? Todo el mundo anda diciendo que te hiciste la colostomía”.

Otro ejemplo. Cuando la señora Tabitha Rapting se convirtió en primera ministra con una mayoría parlamentaria de dos, hubo quienes se preguntaron si ella era “real” (otra palabra hiriente que se escapaba de la boca). Pero el asunto es éste: socialmente ya hemos sorteado esa gran encrucijada, y esa clase de indagaciones no se hacen en público. Solo en los bares del club de golf o en marchas de protesta por marginales grupos radicales. Habría sido indecente, obsceno, cercano al racismo y por lo tanto ilegal. Eso fue hace mucho tiempo, y aún ahora seguimos sin estar seguros de cuál fue el primer androide que fue electo primer ministro. O si es que alguno lo fue. O si hemos vivido bajo una sucesión ininterrumpida de ellos. Tampoco sabemos si un androide, ya sea hombre o mujer, ha ganado el torneo de Wimbledon. O si son humanos quienes lo han obtenido en los últimos 20 años.

Así que si mi pregunta a Jenny aquella bochornosa tarde de julio parece despreciable a los jóvenes lectores, permítanme recordarles que pertenezco a la generación que vivió la transición. Como adolescentes traviesos que de manera imperdonable se divierten molestando a las mujeres en los pasillos de los centros comerciales, nosotros pensábamos que conocíamos una docena de maneras de probar la diferencia. Estábamos equivocados, por supuesto. Más allá de las pruebas de ADN o la microcirugía no hay modo de saberlo. Pero sabíamos que siempre podíamos obtener una respuesta de las víctimas de nuestras burlas, y la respuesta era siempre tomada como verdadera —hasta que esto también comenzó a cambiar.


***

Jenny —me enorgullece recordarlo— no se ofendió. Se tumbó a mi lado. Sus ojos, ahora abiertos, profundos y negros, quedaron fijos en mí. La sentía —las palabras son insuficientes para expresarlo— líquida, tersa, tibia, envolvente. Sensitiva y sensual. Oh, qué creatura tan adorable. Un rayo de amor y placer pugnaba por que me hiciera de oídos sordos. Pero mi curiosidad era tal que yo escucharía cada una de las palabras que ella tuviera qué decir al respecto. Momentos como éste son los que se recuerdan al borde de la muerte. El beso que nos dimos antes de su respuesta fue tierno y extático. Sus labios, su lengua, eran milagros, no importaba del material que fueran. Sabía, incluso antes de escuchar su respuesta, que nunca la dejaría. Así que ¿qué importaba de lo que estuviera hecha?

“Tú eres mío”, dijo, como si se tratara de un suceso contundente. Ella había pronunciado esta frase mientras hacíamos el amor, y siempre me había gustado que lo hiciera. “Y yo te pertenezco. Todo lo demás es vano”.

Como se detuvo ahí, pensé con desconfianza que estos rodeos eran una forma de evasión. ¿Cómo me atrevía yo a dudar de ella? 

“Pensé que ya lo sabías. Fui ensamblada en Düsseldorf, en Greater France. Tal como mis padres y mis tíos, con los que fuiste tan amable. Pero el primo que conociste en el restaurante, contra el que perdiste un partido de squash, él es hecho en Taiwán”.

“¡¿Düsseldorf?!” fue todo lo que logré articular, aunque la sílaba final se confundió con el sonido que hice al tragar saliva, por lo que pensé que yo mismo me estaba desvaneciendo. Ese tipo de sensaciones correspondían no a mí sino a la naturaleza de las cosas, al vacío que había en medio de las cosas, a la esencia de la materia y el espacio. Alrededor de estas dos entidades se había decretado la abolición de una marea de éxtasis. Tal confirmación de su extraña y hermosa constitución diferente estremecía el mundo al que yo pertenecía y lo llevaba a un punto de fuga tan singular como ajeno. En segundos obtuve, para decirlo con las ingeniosas palabras de mis juegos adolescentes en el centro comercial, “la vuelta de carro”. Llevado por los tenues latidos de mi corazón, perdí el conocimiento durante un momento. Qué pena ser un amante egoísta, y volví en mí para decírselo. Claro que estaba en su naturaleza perdonar.

Estaba enamorado y no había vuelta para atrás. Pero ahora yo sabía con certeza algo acerca de ella que no debía perder de vista. Su eficiente procesamiento de ideas corría a la velocidad de la luz. Ella podía pensar un millón de veces más rápido que yo. La diplomacia y otras consideraciones le impedían hacerlo evidente. Pero si nos fuéramos a vivir juntos, debía estar consciente de que sería difícil para mí ganar una discusión o argumentar en contra de una decisión que ella tomara. En el momento en que yo me encogiera de hombros y me diera la vuelta para alejarme de ella y repensar las cosas, ella habría ya procesado en su mente prácticamente todo lo que se sabía acerca de la naturaleza humana y la historia de la civilización.

Así que ahí lo tienen: así es como fue para mí. Los que pertenecemos a mi generación nos sentamos a orillas de los grandes abismos o grietas en esta montaña que parece prolongarse sin fin a la que rutinariamente llamamos la historia de la modernidad. Créanme, si no se han disculpado todavía con una máquina por haber formulado una pregunta inapropiada, entonces no tienen idea de la distancia histórica que mi generación y yo hemos recorrido.


Traducción de Juan Manuel Gómez.
 © New York Review of Books. 

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