Existen los que escogen a sus amigos por su categoría, por lo que tienen, y por su aspecto, acción que infaliblemente siempre será un error. Mi padre me enseñó a elegir los amigos de otra forma, es un método que empiezas a aplicar cuando eres adulto, cuando ejerces el lujo de escoger qué quieres, y qué no quieres en tu vida.
Nunca me lo dijo textualmente, pero vi en sus acciones que la originalidad y franqueza de las personas, son los mejores adjetivos para escoger a un amigo; así escogió él a “El Señor del Sombrero”.
El Señor del Sombrero era el típico norteño, voz ranchera, alegre, de notas muy altas, tan mal hablado como tan educado fuera necesario.
Vivía en Salinas Victoria, NL, y a diario llegaba al Mesón Estrella, épico lugar del centro de Monterrey (en donde mi papá tenía una bodega) en donde recolectaba su mercancía, para salir a venderla a las colonias más privilegiadas de Nuevo León. Su especialidad y único giro laboral era la venta de quesos, chorizos, longanizas de rancho, y el rey del mundo, el chile piquín.
Eran tiempos de bonanza, los super mercados aún no trataban directo con el campo y sus productos, el único medio para presentar productos agrícolas era el mayorista. Los productos llegaban de todas partes: de Veracruz, Michoacán, San Luis, Tamaulipas, Coahuila, Oaxaca, Querétaro, y muchos Estados más, pero también llegaban productores de municipios de Nuevo León.
La fórmula es conocida: cada municipio es un estilo diferente, aquello era un auténtico cuerno de la abundancia.
El Señor del Sombrero era un tipo extremadamente alegre; siempre saludaba con su típico “¡Quihubo amigooo!” que se escuchaba a lo lejos, anunciando su llegada a la bodega de papá, a quien saludaba efusivamente mientras bromeaban. El Señor del Sombrero compraba chorizos de varias regiones, los alternaba por día, e dos o tres regiones por día, de manera que a la vuelta de la semana, había vendido en las calles chorizos de todas las regiones disponibles en aquél extremadamente vasto mercado. Lo mismo hacía con los quesos, las longanizas, y el chile piquín, que siempre que fuera posible, fuera tamaulipeco.
Su medio de transporte eran sus pies, su bestia de carga era un viejo diablito de acero, color naranja, aunque recuerdo que alguna vez fue azul, eso sí, siempre fue el mismo diablito; de uno de los estribos, colgaba un huarachito de bebé, de una de sus hijas.
De tres a cuatro cajas plásticas, y una gran hielera roja, eran apiladas sobre el diablito, mientras que un antiguo cordón de henequén hacía amarres de seguridad. Sombrero bien fijado, y empezaba la faena. Tomaba rumbo hacia la colonia Independencia, en donde sólo tenía unas cuantas entregas diarias, y de ahí, un vendedor de escobas lo trasladaba en su camioneta hasta la zona de colonias más privilegiadas, ahí iniciaba una peregrinación de ventas…y de ilusiones.
Casa por casa, y en puntos de venta específicos que sus clientes ya ubicaban, El Señor del Sombrero llevaba productos del campo a gente que salvo algún tema de lugar de origen, o de apertura a visitar lugares ajenos a su costumbre, jamás podrían tener.
El Señor del Sombrero era un portal entre dos mundos, portal comprendido por una escalinata que en teoría comprende tres clases sociales, pero que en realidad, son muchas más, tal vez incontables, al menos en éste país. Tenía su personaje para vender, y la magia de dicho personaje radicaba en la simpleza de ser él mismo, una persona que inspiraba confianza y alegría, y obvio, que vendía cosas riquísimas.
Era otra década, pero la gente jamás ha abierto la puerta a desconocidos, ni la gente de estratos sociales altos, ha confiado con facilidad en gente que no pertenece a su clase social, pero El Señor del Sombrero se había ganado la simpatía y confianza de aquellos colonos durante décadas, para ser su contacto con el otro mundo.
Alguna vez escuché que platicaba sobre cómo ofrecía sus productos, era algo más o menos así: “Le traigo queso de Tamazunchale oiga, y mire, este chorizo es de Tamuín ¡puro chorizo de carne de cerdo contento!...mire, ahora traigo queso de Naranjos, Veracruz, ¡de leche de vaca contenta! y mire nomás, chorizo de Jaumave, Tamaulipas ¡pura calidad señora!".
Los clientes accedían a lo mejor de los ranchos y de los pueblos, sin necesidad de ir a los mismos, pero a su vez, a veces surgían disputas, siempre con solución inmediata.
“No señor,este no es el mismo de la semana pasada, aquél era más rojito, era de San Luis, o de Hidalgo…¿o de Coahuila? ¿de dónde era?"
Y ante la duda, y la necesidad de vender, iniciaba una guerra psicológica en la que la principal (y letal) arma de El Señor del Sombrero, terminaba por darle la victoria… esa arma era el conocimiento de cada región, y de los sabores de los productos de las mismas. El Señor del Sombrero sabía que la señora refería al chorizo de X región de la semana pasada, mismo que ese día no traía en su carga, pero traía de la región Y, que también era de picor pronunciado, rojizo, y con menos orégano, y el picante terminaba por ser característico, entonces, ahí iniciaba el ritual, el arte de la mentira piadosa.
“Ahh,usted dice de este otro, del picosito, mire, me quedan sólo tres ristras ¡es que este vuela!"
-Ahh, ese es ¡es inconfundible el color señor!
“Ándele doñita ¡usted sí sabe!
-Gracias, claaaro que sé.
Y lo que en otros casos hubiese sido un regaño, o la pérdida de un cliente, se convertía en la reafirmación de fidelidad de compra hacia el vendedor, y en una venta de no una, sino de tres ristras de chorizo, digo, ya sólo le quedaban esas tres, no se las fuera a ganar la vecina...El Señor del Sombrero hacía su venta, hacía que la señora de aquella casa de colonia privilegiada obtuviera lo que quería, seguramente para lucirse en alguna cena con amigos, no importa que el producto no fuera en realidad el de la semana pasada, ya que la verborrea y el conocimiento de lo que se está vendiendo, habían sido los agentes para definir el caso. Hay veces en que el fin justifica los medios.
Pero todo tiene un fin, y a El Señor del Sombrero lo vi por última vez un par de semanas antes de cumplir 18 años, justo cuando mi papá iba a retirarse del mercado, y yo estaba a punto de abandonar ese segundo mundo que él me regaló, para seguir trabajando, ahora desde los horarios estrictos, los premios de asistencia, los bonos de despensa, los jefes que aportaron mucho a mi vida, y obvio, los jefes de mierda.
Ese día, en esa conversación de minutos, profundicé como nunca en toda mi niñez con ese personaje. Ese día supe que esa persona de origen y aspecto humilde, tenía en ese momento una buena estabilidad económica, y me habló de su rancho. Supe que su máximo placer en la vida era su familia, y platicar del rancho, del campo, y de música antigua, con contados amigos, entre ellos mi papá.
Ese día supe que aquél diablito estaba cargado de detalles de su esposa y sus dos hijas, aunque yo sólo percibía el huarachito mencionado, y supe que era feliz, pero no quería que sus hijas batallaran, y que su misión estaba casi terminada, ya que una de ellas recién se había graduado de la carrera de leyes, y la segunda estaba a un par de semestres de hacerlo.
Ese día supe muchas cosas de él, que sólo me hicieron estimarlo más, pero el resto, la gente, sus clientes, jamás supieron que su hielera roja no era una hielera, sino un baúl secreto, conectado virtualmente, y en tiempo real, con productores de chorizo, queso, longaniza, y chile piquín, todo de varias regiones ¿de cuáles regiones? de las que fueran necesarias.
TEXTO ÍNTEGRO CORTESÍA DE MANUEL OROZCO