A su última película, Siempre te esperaré, un afamado sitio de Internet le dio diecisiete puntos sobre cien. ¿A Wenders? En 1987, Las alas del deseo consiguió inspirar a punks y a amantes del cine de la posguerra. En 1984, París, Texas arrasó en el Festival de Cannes. Se llevó la Palma de Oro, el Premio del Jurado Ecuménico y el Premio de la Crítica. Tengo la impresión de que los problemas de Wenders con el público comenzaron con Hasta el fin del mundo, una película que más que contar una historia quería plantear una cosmogonía. En ella el director decidió hablar de todo: de política y arte, de Dios y del sentido de haber nacido humano, arrojado en un mundo imperfecto. Hasta el fin del mundo quiere ser profunda y humorosa; ciencia ficción con toques de cine antiguo. Y la cosa, claro, no funcionó. El director decidió explorar otros caminos. Primero se fue a sacar jugo a su fama de cineasta de culto y filmó en Lisboa y en La Habana. Se dejó ver junto a Bono y lanzó al estrellato al grupo Madredeus. Continuó explorando la obra de sus artistas preferidos, un empeño que había comenzado en 1985 con Tokyo–Ga y que continuó con el portugués Raúl Ruiz y con el italiano Michelangelo Antonioni. Su cine, naturalmente, comenzó a inclinarse hacia el documental donde poco a poco consiguió que se olvidara lo pretencioso de Hasta el fin del mundo y volvió a ganar el aprecio del público sin haber perdido nunca el guayabazo de la crítica que, fervorosa, elogió Buena Vista Social Club, La sal de la Tierra y Pina. Wenders había vuelto al Paraíso del artista consagrado pero quería más; quería filmar algo tan notable como Las alas del deseo, una obra con la profundidad de Wagner, su compatriota, pero con un sentido del humor que pudiese emparentarlo con la frescura de Frank Capra. ¿Qué tenía Las alas del deseo? Una cosmogonía. Y eso precisamente es lo que quería filmar Wenders, una película que lo dijera absolutamente todo.
La oportunidad le llegó con la novela de un autor poco conocido. J. M. Legard cuenta la historia de un espía inglés que para sobrevivir a un brutal interrogatorio decide apelar al recuerdo dulce de unas vacaciones navideñas en las que se enamoró de una oceanógrafa. La historia interesó a Wenders por su planteamiento grandioso, operístico: Legard compara la inmensidad del océano con la inmensidad del amor, lo profundo del Hades marítimo con el infierno que la religión y el capitalismo salvaje han producido en África. Aquí, en Somalia, nuestro espía recuerda las conversaciones sobre arte, belleza y Dios que tuvo con aquella científica que hoy se sumerge en el mar. El problema de Siempre te esperaré sigue siendo que Wenders no ha conseguido en sus películas de ficción después de 1991 la mezcla perfecta entre profundidad cósmica y sentido del humor. Ahora bien, si la película solo fuera pretenciosa pero aburrida uno podría defender a Wenders pero Siempre te esperaré resulta infumable por sus diálogos acartonados, por lo helado de sus escenas amorosas y por sus pésimas actuaciones. En su afán por atraer a un público joven, Wenders ha decidido que la científica de su película fuese como la protagonista de la serie Crepúsculo pero con lentes. Y aunque es cierto que aquí están todos los intereses de Wenders (y que son grandiosos) también lo es que Siempre te esperaré quiere ser tantas cosas que no acaba por ser ninguna.
Siempre te esperaré (Submergence). Dirección: Wim Wenders. Alemania, 2017.