Tobe Hooper y Kim Henkel crearon a Jedidah Sawyer en 1974, un carnicero caníbal mejor conocido como Leatherface (usa una careta manufacturada con la piel de sus víctimas, a las que destroza con una motosierra), para el filme de culto La masacre de Texas; Michael Myers, con su pálida y despeinada máscara de látex, fue concebido por John Carpenter y Debra Hill en 1978 para la franquicia Halloween; a Jason Voorhes le dieron apariencia Sean S. Cunningham y Victor Miller en 1980 para el serial de Viernes 13: encubierto con una carátula de hockey y armado con un machete, es una obvia paráfrasis de Michael Myers; Wes Craven inventó a Freddy Krueger, el asesino de cara quemada y guante con garras que ataca donde menos puede uno defenderse (en los sueños), y lo soltó en Pesadilla en la calle del infierno (1984). Cuatro monstruos en diez años, creaturas que obtuvieron secuelas y remakes y que siguen abonando dinero en las taquillas porque gracias a ellos el género slasher (inaugurado por el introvertido Norman Bates de Psicosis de Alfred Hitchcock), con su simpleza narrativa, sus lugares comunes, sus efectismos y moralejas moralinas, se hizo tradición. De esa genealogía con el tiempo surgieron otros seres, digamos Chucky o el encapuchado de la saga Scream de Wes Craven, que aunque parecían espantajos de la misma truculencia resultaron de menor calado, y pronto aparecerá un nuevo engendro porque los monstruos se hacen viejos y ya no son cien por ciento compatibles con el software de chatarra cultural del público asiduo de blockbusters.
De esa lista el más simbólico es Michael Myers, pues contradice el razonamiento inductivo del test del pato: parece un tipo cualquiera, camina como un tipo cualquiera, se mueve como un tipo cualquiera pero no, no es un tipo cualquiera. Inmune a puños, navajas, disparos, fuego y explosiones, Michael Myers no tiene rostro, no habla, no bebe, no fuma, no come (lo que es una ventaja ya que no va al mingitorio o al retrete), solo mutila y asesina sin motivo y además es inmortal. Al parecer, John Carpenter tenía todo calculado, ya que es un hombre orquesta (escribe, dirige, compone su propia banda sonora: el tema musical de Halloween es tan emblemático como “Tubular Bells”, la pista que Mike Oldfield creó para El exorcista, de William Friedkin, en 1973) pero tal vez no: que su asesino serial fuera invulnerable sin ser un diablo, un fantasma, un robot o un marciano no se debe únicamente a su éxito de cartelera sino quizá a que Carpenter se encariñó con su creatura y prefirió no dar explicaciones a los fans.
Al fin y al cabo, esa clientela es acrítica, irreflexiva, crédula y no espera contenido, solo emociones pasajeras, y es por eso que de Myers se especulan varias hipótesis (la espina del mal, los druidas, el paganismo, etcétera). Sin embargo, la conjetura más coherente podría ser la de que Michael Myers, en efecto, es un tipo cualquiera y totalmente descocado, como Charles Manson o El hijo de Sam o los adolescentes de Columbine. Por qué no pensar que Carpenter no se atrevió a reconocer que la inmortalidad de Michael Myers solo es una metáfora de la psicopatía que brota aquí y allá, de generación en generación y en todo el planeta. Una crueldad que no necesita la tutela del demonio. No en vano, en 2007 Rob Zombie identificó su versión de Michael Myers en los bajos fondos de la White trash, esa clase haragana, vulgar, ignorante, xenófoba, violenta, conformista y electoralmente entusiasta de, bueno, ya no hay que adivinarlo…