El pasado 30 de septiembre falleció Alan Stark, bailarín, coreógrafo, maestro e investigador de danza con un trabajo extenso y dedicado.
Una serie de factores ajenos a Alan y a mí me impidieron despedirme de mi querido maestro y amigo. Van aquí las palabras que tengo para decirle adiós a su generosidad, de la que aprendí siempre.
Recuerdo el día en que festejaste y brindaste por la publicación de mi primera colaboración en Laberinto. Ya llevábamos mucho camino andado y me mostraste libros con trabajos de alumnas y alumnos tuyos, fotografías y recortes de periódicos. Platicamos durante horas sobre temas útiles más allá de la crítica, que para ti y para mí era limitada. Contigo compartí la imperiosa necesidad de reflexionar sobre el quehacer dancístico en todas sus ramas: la docencia, la creación, la ejecución e investigación. Juntos fuimos a muchas de las funciones que reseñé y sobre las que diserté en este espacio, y siempre fui correspondida en aquel ir y venir de ideas.
Recuerdo con cariño y gratitud cuando te propuse que ilustráramos una ponencia para el Coloquio de Lengua y Cultura Colonial en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Revisaste con celo detalles de música, vestuario y pasos. Jamás de tu boca la insistente pregunta externada por muchos: “¿qué tiene que ver aquí la danza?”. Lo sabías bien y así lo enseñabas: la danza forma parte de un discurso estético–cultural y como tal se encuentra en cada etapa de la historia para decirnos algo, para ilustrar el pensamiento de una época, su estética y poética. Estudiamos y expusimos el diálogo de las danzas de corte y las danzas nativas de la Nueva España, abrevamos en la influencia negra para finalmente saber cómo es que se configuraron danzas identitarias en este continente.
Te vi enseñar con amor y paciencia pero sobre todo enamorado de la danza. No es fácil hacer que la juventud comprenda que la danza que hace, esa que le emociona por mostrar potencia física y virtuosismo, es producto de un proceso histórico profundo. Cada paso, gesto y trazo espacial ha tenido un desarrollo en la historia vinculado a su contexto social. La continuidad y la ruptura dependen del conocimiento que de ese proceso se tenga. Recuerdo claramente cuando reflexionaba sobre mi propio trabajo y me dijiste: “no basta con que tu danza sea valiente, porque para serlo de verdad tiene que ser consecuente”.
Javier Contreras Villaseñor señaló en su texto “Alan Stark, el terrestre y el marino” que lo que parecía verdaderamente apasionante era el conocimiento de la otredad. Fuiste siempre observador y respetuoso de ella; escuchabas con especial atención a tus interlocutores para después intervenir y mostrarnos que, dentro de nuestra diversidad y pluralidad, compartíamos raíces y motivaciones comunes, que aquella pluralidad enriquecía el arte y era el momento (“maravilloso” era tu palabra) en que nos hacías dialogar. Nos encontramos y dialogamos, a través de ti, sobre estilos, generaciones, profesiones y especialidades. Todos conectados por ese contagioso amor al arte que llevabas siempre contigo.
Eras un viajero que coleccionó detalles y recuerdos, y tu fascinación particular por México también enseñaba, pues te maravillabas con gestos que para nosotros resultan cotidianos. Ser viajero te hizo culto y erudito, no para acumular saberes y dejarlos en donde nunca fueran de utilidad. Por el contrario, los compartiste siempre, y no todos, ni siempre, supimos qué hacer con tanto. Bien merecida que tuviste tu medalla Una Vida para la Danza de 1992.
De ti aprendí mucho: a observar con profundo respeto la danza de otros, a controlar la urgente necesidad de opinar y permitirme ver y entender. Contigo gozamos de la danza en toda su dimensión.
Un mezcal para tu último viaje. Ahora eres inmortal.