'Elvis' de Rey del Carnaval de Tampico a propietario de bazar-librería

Tampico, como otros puertos, en el ancho mundo, de Venecia a Río de Janeiro, o a Cartagena de Indias, posee una fortuna intrínseca; una suerte de cofre del pirata que nos habían dejado las correrías del corsario Lorencillo.

Solo que ese tesoro no encierra lingotes de oro o esmeraldas, sino que alberga personajes anónimos, de talante legendario en su humilde labor cotidiana.

En pocas palabras, formidables figuras populares en sus menesteres, con una historia entre pecho y espalda digna de ser contada.

En mi consuetudinario ir y venir, por temporadas cortas, a veces por años, a mi casona ya centenaria del primer cuadro de la ciudad, en la calle más bella del puerto la que nace en el Pánuco y desagua en Miramar suelo caminar por nuestras aceras aquejadas de buracos y depararme con individualidades creativas de índole diversa.

Por ejemplo, el cancionero que se entona en algunas esquinas, pero que también es un fino artesano, y fabrica réplicas de camaroneros; o el marino jubilado de Pemex que hace honor a los Siete Mares de la canción de José Alfredo.

En una doble y feliz coincidencia: después de la compra de mis mangos de Manila en el mercado Francisco I. Madero, me deparé, en pleno “Triángulo”, con un negocio utópico, un bazar-librería, con miles de volúmenes de segunda o de tercera mano, y anticuarios elementales.

Don Rafael Campoy Escalera, su eficaz propietario, lleva el apodo que le dieron de niño: Elvis; y con la malicia del caso, me cuenta haber sido llamado por sus compañeros de escuela Elvis-co o Elvis-cocho.

En la calle Aquiles Serdán 303, casi paralela a los muelles, sobrevive una odisea libresca que nació hace más de 20 años en “Las Tablitas” del mercado de Gastronomía. Allí, el “árabe”, en palabras del señor Campoy, lo extorsionaba, diciéndole: “…para dejarte vender tus chácharas aquí, tienes que comprarme lo que se me va quedando…”.

Y los saldos eran la ropa que le regalaban las señoronas de la colonia Águila, junto con montones de libros que tiraban, porque “acumulaban polvo”.

La sorpresa mayor fue conocer a un personaje singular, no solo por ese oficio cada día más devaluado de la venta de literatura, sino porque fue coronado como “Elvis I”, el Rey Momo del Carnaval de 1962, a los 16 años.

Don Rafael se puso a rememorar conmigo los orígenes de la fiesta que celebran con apoteósica entrega las principales ciudades brasileñas.

Fiesta, claro, que entre nosotros ya no es ni sombra de lo que fueron los desfiles de carrozas por la calle Carranza, y los bailes de vecinos jubilosos en cada esquina, con sus geniales disfraces y comparsas nuestros carnavales de entonces no tenían nada que envidiarle a los de Veracruz. Aunque cierta austeridad nuestra no podía competir con el desparpajo sensual del puerto del poeta Salvador Díaz Mirón.

Pese a la elegante contención, un desaprensivo alcalde de triste memoria (de esos que acabaron con nuestros tranvías o talaron las palmeras de nuestras plazas), suspendió el jolgorio de las manifestaciones carnavalescas, aduciendo que los tampiqueños “nos metíamos en demasiados borlotes”.

Para mí, el hallazgo de ese monarca de lavar y planchar, dueño del reino de papel que es su “Librería de Viejo”, me llevó al hallazgo de dos talismanes “empolvados”.

Estoy convencido de que a García Márquez, a quien traté durante mis años colombianos, le hubiera encantado conocer esa cueva de Alí Babá, emblemático recinto de un puerto de raigambre huasteco surrealista.

Y sobre todo, saber que allí se atesoraban dos primeras ediciones suyas, mismas que, advierto, pueden ahorrarse buscarlas: las adquirí ya, al ritmo de ELVIS.

VLSS