Hipnotizado por el recuerdo y con la mirada perdida, el arqueólogo Raúl Arana evoca cómo fue su encuentro con una página de la historia no escrita. Relata que apenas alcanzaba a vislumbrar, entre tierra y lodo, una parte de un gran monolito con relieves que emergía de las profundidades, y que había descansado en ese lugar por alrededor de 500 años, a más de dos metros de profundidad, tras la destrucción que hicieran los españoles durante la conquista de la gran ciudad de Tenochtitlan.
Esta joya del arte y la cosmogonía prehispánica, que reposó ante el Templo Mayor, la gran pirámide del centro ceremonial de los aztecas, de pronto en febrero de 1978, durante una excavación realizada por una cuadrilla de trabajadores de la Compañía de Luz y Fuerza, apareció en la esquina de Guatemala y Argentina.
El rostro del pasado prehispánico se conoció la noche del 23 de febrero de hace 40 años, cuando Arana, del equipo de arqueólogos del Departamento de Salvamento Arqueológico del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), fue el primero en acudir al centro de la Ciudad de México para ver lo que ahí se había encontrado. Se topó con una geografía con muchos secretos por descubrir: sin saberlo en ese momento, dice a MILENIO, estaba frente al hallazgo de la Coyolxauhqui, la Diosa Lunar de los aztecas, que había sido colocada al pie del Templo de Huitzilopochtli, en la época del tlatoani Axayácatl, entre 1469 y 1481.
En un mar de tierra desordenada, se registró hace cuatro décadas este descubrimiento fortuito, por parte de unos trabajadores de la Compañía de Luz y Fuerza, que tenían la encomienda de excavar un pozo de 12 metros de largo por 8 de profundidad en la equina de Guatemala y Argentina con la finalidad de instalar un enorme transformador de alta potencia eléctrica para el corazón de la Ciudad de México.
A la distancia de ese trascendental descubrimiento, el arqueólogo Raúl Arana, ahora da una alerta: “los vestigios de la pirámide del Templo Mayor están saliendo, están emergiendo. El lugar exacto donde encontramos a la Coyolxauhqui a 2.40 metros de profundidad, ya está a la altura de la calle de Guatemala, por lo que llegará momento en que las casas y los inmuebles que lo rodean y que hacen presión, van a tener que ceder su espacio y dejar que los monumentos prehispánicos vuelven a renacer”.
Revive el momento del descubrimiento
La emoción embarga al arqueólogo Arana al narrar los detalles de cuando llegó al lugar y a la hora acordada con el ingeniero Orlando Gutiérrez, quien durante tres días peregrinó por las oficinas del INAH, incluso pasó por el Museo Nacional de Antropología para que alguien acudiera a ver con lo que se habían encontrado, sin lograr su cometido. Hasta que por fin llegó a la dirección de Salvamento Arqueológico en Tecamachalco, donde lo atendió el propio arqueólogo Arana quien, sin poner ningún pretexto, acudió a las 10 de la noche al centro del entonces Distrito Federal.
“Sin dudarlo accedí porque enfrente a esa excavación, hacia el sur, estaba el Museo Etnográfico que se erigió ahí tras las exploraciones que Manuel Gamio hiciera en 1913, luego de que se encontraran esculturas de serpientes, durante la instalación del drenaje de la ciudad por allá de 1900. En ese museo se exhibía la maqueta que había hecho el arquitecto Marquina, la cual reproducía, basada en datos arqueológicos y excavaciones, cómo había sido el Templo Mayor y las demás estructuras que lo rodeaban en la gran ciudad de Tenochtitlan”.
Arana indica que al llegar al sitio, las personas que laboraban ahí quitaron las enormes vigas con las que durante el día tapaban este hoyo —donde en la profundidad reposaba el vestigio prehispánico—, con la intención de que los autos y los camiones pudieran circular. De esa forma por las noche, con el permiso de la delegación, las retiraban para poder seguir con los trabajos de las 23 a las 5 horas del otro día.
“Cuando alumbraron con todas sus luces ese pozo, me puse al borde de la excavación, al lado poniente, me quedé ido ante esa maravilla indescriptible, honestamente yo veía los relieves con colorido, se apreciaban colores ocres, rojos, azules y blancos mezclados con el lodo. Apenas se apreciaba la mitad del monolito, se alcanzaba a distinguir parte de un peñacho. En ese instante no sabíamos que era lo que estábamos viendo”, reconoce Aranda, a unos metros de la Coyolxauqui que se exhibe en todo su esplendor en el Museo del Templo Mayor, con sus 3.25 metros de diámetro, sus 30 centímetros de espesor y con sus casi 8 toneladas de peso.
Como si estuviera de nuevo en 1978, Arana habla con mucho cariño del ingeniero que de pronto lo jaló de la chamarra para decirle:
—Oiga, oiga, ¿vale la pena? Es que ya lleva usted más de 15 minutos mirando y no dice nada.
—¡Que si vale la pena!— Le respondí.
—¿Entonces ya no vamos a poder trabajar?
—Aquí, nunca, le contesté.
“Hay cosas como estos recuerdos que no podemos escribir en nuestros reportes, porque tienen que ser académicos, fuera de rituales y sentimentalismos”.
A media noche, Arana se fue a la casa de su jefe y gran amigo Ángel García Cook, el director de Salvamento Arqueológico, frente a frente le preguntó que si lo que había visto valía la pena. La respuesta fue suficiente para llamarle por teléfono al director del INAH, Gastón García Cantú, quien era amigo del presidente de la República, José López Portillo, porque habían sido compañeros en la Facultad de Derecho de la UNAM. De ahí empezó todo, ese descubrimiento fue el primer paso para explorar esa zona y descubrir el Templo Mayor, exploración que marcó la historia de la arqueología en México.
Arana refiere que en la madrugada los guardias presidenciales llegaron para acordonar y proteger la zona, ya que el presidente López Portillo quería acudir a primera hora de ese 24 de febrero. Sin embargo, esa visita se canceló por lo apretado de su agenda, pero se reprogramó para el 28 de febrero a las 9 horas.
“Teníamos apenas tres días para descubrir la otra mitad de la piedra, pues el primer mandatario del país la quería ver. La primera acción fue perforar el concreto y cuidarnos de los cables de alta tensión, solo bajamos dos metros de profundidad, con el fin de dejar unos 40 centímetros de tierra y lodo por arriba de la piedra, para no dañarla, por lo que la limpiamos con cucharas, brochas y con nuestras propias manos”.
Eran las cuatro de la mañana cuando el equipo de especialistas dejó a a vista los relieves de la piedra, entre ellos estaban los arqueólogos Felipe Solís y Gerardo Cepeda, quienes hicieron la identificación de la escultura tallada en andesita, Cepeda se fue corriendo a su casa por un libro que les ayudó a saber que en uno de los códices se hacía alusión a esta imagen.
“El presidente López Portillo llegó el 28 de febrero como estaba programado, había mucha gente alrededor por la expectación que había generado la noticia del hallazgo. Me tocó la suerte de recibirlo, junto con otros colegas y develar la escultura ante su expresión de asombro; rompió el protocolo y bajó al lodo para poder apreciar de cerca a la Coyolxauhqui, ahí le expliqué en qué había consistido el descubrimiento y cómo se había hecho la identificación.
“López Portillo le preguntó al regente Hank González si eso era lo que se necesitaba para que la ciudad contara con un Centro Histórico oficial, y le respondió que sí. Entonces que se determinó expropiar unos 12 mil metros cuadrados y demoler los inmuebles, entre ellos la librería Robledo, con el propósito de ampliar y dejar al descubierto parte del templo más importante de Tenochtitlan que para 1428 era el centro político, y que en su momentos también maravilló a los españoles que la compararon por su grandeza con Sevilla, España.
Fue tal el revuelo del hallazgo que hasta los entonces reyes de España, don Juan Carlos y doña Sofía, acudieron al sitio, al igual que lo hizo la doña María Félix. Asimismo, había visitas para la población y para los periodistas con la finalidad de que reportaran los avances de las investigaciones que darían paso al Proyecto de Templo Mayor.
El diario del hallazgo y exploración de la Diosa Lunar
21 de febrero. Orlando Gutiérrez, ingeniero de la Compañía de Luz intenta reportar el hallazgo del monolito prehispánico. Acude durante varios días a distintas oficinas del INAH, sin que nadie le haga caso.
23 de febrero. Llega a las oficinas de Salvamento Arqueológico, donde contacta al arqueólogo Raúl Arana, quien se sorprende los trabajos reportados se realizan encima de lo que los arqueólogos ya identificaban como el Templo Mayor.
24 de febrero. Por orden de la Presidencia, se cerca el lugar del hallazgo y llegan investigadores, agentes de la dirección General de Policía y Tránsito, así como obreros de la delegación Cuauhtémoc con su equipo de excavación para iniciar el levantamiento del asfalto. También acuden las cámaras de Televisa y algunos periodistas, pues había la orden de publicar una nota diaria y por los menos transmitir 15 minutos de esta noticia.
27 de febrero. Se inician de forma ininterrumpida los trabajos de exploración del Tempo Mayor.
28 febrero. 4:30 horas. El monolito queda descubierto y se observar con toda claridad la representación que tiene grabada, Cepeda corre a su casa que estaba a dos cuadras por algunos libros para identificar el hallazgo y, apoyados en el Códice Florentino, logran determinar que es una deidad mexica: la Coyolxauhqui.