Éric Vuillard: “A nadie escapa la teatralidad del mundo político”

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El ganador del Premio Goncourt 2016 por su novela El orden del día, que Tusquets acaba de publicar en español, conversa sobre la vacuidad de las tendencias ideológicas y las heridas de la historia

El escritor, cineasta y guionista francés, autor, entre otras exploraciones históricas, de Tristeza de la tierra y Congo
Melina Balcázar Moreno
París, Francia /

En El orden del día, Éric Vuillard (Lyon, 1968) narra el lento recorrido de Europa hacia la destrucción a través de dos acontecimientos de la historia del nazismo: la reunión con los industriales alemanes en 1933 que organizaron los dirigentes nazis para exhortarlos a financiar la campaña que los llevaría al poder y la anexión de Austria a la Alemania nazi en 1938. Con este libro, que puede leerse como una novela histórica o una obra de ficción política, el escritor recibió en 2016 el prestigioso Premio Goncourt.


En su novela, muestra el reverso de los acontecimientos relacionados con el ascenso al poder del nazismo, del cual se nos suele mostrar la imagen que los mismos nazis fabricaron. Así evoca momentos poco conocidos de sus inicios, como la reunión del 20 de febrero de 1933, entre Adolf Hitler y “los 24 grandes sacerdotes de la industria alemana”. ¿Por qué eligió ese momento de la historia?

Elegí esa fecha, en que Hitler y Göring invitaron a una reunión secreta a los más grandes industriales alemanes —entre los que se contaban los dueños de Opel, Krupp, Siemens, IG Farben, Bayer, Telefunken, Agfa y Varta—, porque me parece que condensa la manera en que la política y la economía se alían, como podemos comprobarlo hoy en día. En 1933, los dirigentes nazis y los empresarios buscaban concertar sus intereses: los patrones querían una política económica que les fuera favorable; los nazis necesitaban financiar la última campaña electoral, la del 5 de marzo, que debía asegurarles el poder absoluto. Todos se pusieron de acuerdo, y destruyeron la República de Weimar.

En una época como la nuestra, en la que los poderosos se reúnen sin cesar, en la que ninguno de nosotros jamás ha tenido acceso a lo que se dice tras bambalinas, de no ser a través de conferencias de prensa durante las cuales los responsables de la comunicación repiten las mismas trivialidades, me pareció interesante contar cómo tales reuniones transcurren en realidad.

Para comprender mejor lo que puede ser la economía, actividad que no debe preocuparse de los valores, y que solo puede ser eficaz justamente así; para comprender mejor la economía real, concreta, habría que recordar lo que Alfried Krupp, uno de los principales protagonistas de la reunión, pronunció en Nuremberg durante su defensa: “Pensábamos que Adolf Hitler nos garantizaría un desarrollo sano, y así lo hizo. Nosotros, los Krupp, nunca nos hemos interesado en la política. Solo queríamos un sistema que funcionara bien y nos permitiera funcionar sin trabas. La política no forma parte de nuestros negocios”. Esto es válido aún hoy.


También se focaliza en los detalles más triviales en la vida de los personajes históricos que aborda; por ejemplo, su manera de comer, vestir o hablar. ¿Sería una forma de ilustrar lo que podríamos llamar, con Hannah Arendt, la “banalidad del mal”?

Balzac hacía descripciones sarcásticas del mobiliario, de la ropa, de los atributos de sus personajes. Era una manera muy eficaz de ilustrar el conflicto, central en su época, entre la burguesía y la aristocracia. Era un conflicto en torno al patrimonio, los bienes y, así pues, un conflicto de atavío, de vestimenta.

Actualmente, los desafíos sociales han cambiado, de modo que las descripciones deben adoptar nuevas formas. Nuestras élites se han ataviado de una nueva legitimidad, hecha de estrellato y de supuestas competencias técnicas. Al acercarme de manera irreverente a los altos personajes del mundo económico, al focalizar la mirada en la caspa que se ve en el cuello de sus camisas, en las manchas que dejan en el mantel, en el pedacito de comida que se les queda en el bigote, intento trastocar un poco el aspecto solemne con el cual el poder se engalana, la falsa grandeza con la que las élites se rodean y ensalzan, pues los discursos rara vez corresponden con los actos. Al aproximarme a los protagonistas, trato de hacer que se perciba lo artificiales y mentirosos que son sus discursos.


Pareciera que un anhelo de Verdad anima su escritura —que aparece así en El orden del día, con mayúscula—, una verdad que se encontraría “dispersa en toda clase de partículas”. ¿Es con el fin de restituirla que recurre a numerosas fuentes documentales, como lo recalca a lo largo del relato?

No existe una Historia exhaustiva, completa. La forma literaria no debe ser una manera de reprimir las lagunas del saber, de disimular un proceso a tientas. Por el contrario, el libro concluido debe ser homogéneo con su proceso de creación, su forma misma debe dar cuenta de las dudas, interrupciones, digresiones. Que la obra conserve la huella de las herramientas utilizadas es una de las garantías de la sinceridad moderna.

El saber proviene también de materiales diversos, nobles y vulgares, de libros, fotografías, correspondencias. La palabra “archivo” no es la adecuada, pues introduce una suerte de intimidación. Todo conocimiento, literario o erudito, nos llega de manera desordenada, mediante súbitas comparaciones o relaciones, y no como una demostración metafísica, sino en el tiempo irreversible de la existencia.


Me parece que su escritura intenta alzar “los andrajos repulsivos de la Historia”, con el fin de mostrar que el pasado es una construcción, incluso un espectáculo grotesco. Pienso en particular en el pasaje en el que desglosa las imágenes de los mítines de Hitler. ¿Es a partir de esta perspectiva crítica ante lo mediático que descifra nuestra época?

La dimensión teatral del mundo político no se le escapa hoy a nadie. Todas las tendencias políticas reconocen en sí su componente de farsa. Pero cuando se trata de producir una reflexión seria, de inmediato repudian este saber inmediato, dejando atrás el ridículo. El poder vuelve a tomar entonces su aire estirado, altanero, y una estudiada distancia nos lo entrega así revisado y corregido, escrupuloso, decente.

Asimismo, y a fin de no olvidar la impresión experimentada universalmente, aunque el mundo político proyecte la sensación de que es una especie de escenario en donde se inventan los gestos, se memorizan los discursos y se usan los trajes del mismo color, hay que negarse a permanecer a distancia. Por supuesto, la distancia puede ser algo bueno, representar una solución para entender, una herramienta de saber, pero no es únicamente eso. En un contexto en el que aumentan grandemente las desigualdades, la distancia crítica respecto a los poderosos se asemeja más bien a una forma de prudencia, de servilismo.

Más vale atenerse, como en el cine, al primer plano y seguir los acontecimientos paso a paso, como lo he intentado hacer en esta novela. La proximidad es también una forma de distancia. Entonces, la anexión de Austria a la Alemania nazi ya no puede resumirse en un prodigioso desfile de tanques, o a una jugada de póker ganada; es una sucesión de llamadas telefónicas amenazantes, de maniobras burdas. Cuando se la observa de cerca, la gran Historia entra a su vez en la corriente de la vida ordinaria.


Advierte también al lector: “No pensemos que todo esto pertenece a un lejano pasado. No son monstruos antediluvianos, creaturas lastimosamente desaparecidas [...]. Esos nombres siguen existiendo. Poseen inmensas fortunas. Sus sociedades se han fusionado en alguna ocasión y forman todopoderosos conglomerados”. ¿El papel de la literatura sería el de alertarnos y funcionar como una suerte de conciencia?

Cuando el autor de un libro es llevado ante los tribunales, cuando se censura una novela, no se quiere castigar la imaginación de su autor sino al contrario, su parte de realidad. Por ejemplo, si las novelas de Solzhenitsyn no designaran a la Rusia soviética a través de la ficción, sino a un régimen abstracto, no las hubieran prohibido. Así pues, es su dimensión realista la que nos interpela, su parte de relato. Fue el realismo de las novelas de Solzhenitsyn lo que se quiso exiliar.



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Dedica un capítulo, “Los muertos”, al elevado número de suicidios en Austria al momento de la entrada del ejército nazi. Dirige nuestra atención hacia la gente que supo comprender los signos de la época que anunciaban la catástrofe por venir —que sus contemporáneos se negaban a ver— y que decidieron suicidarse para no volverse sus cómplices. ¿Trata así de recalcar el peso de la responsabilidad individual en el curso de la historia, como una manera de recordarnos que siempre existe la posibilidad de colaborar o no?

La Segunda Guerra Mundial y el Holocausto reconfiguraron nuestro saber acerca del hombre. Una cuestión tan central como la de la falsa conciencia, la mala fe, la complacencia, o como se la llame, ya no puede plantearse del mismo modo. Cuando nos enfrentamos al problema de nuestra responsabilidad, de nuestra ceguera ante los dramas contemporáneos, no podemos preguntarnos: ¿qué es lo que puedo saber?, ¿cómo me engaño a mí mismo?, ¿de qué manera me estoy haciendo cómplice? sin tener en mente la Segunda Guerra Mundial. En los sucesos actuales resuena la Segunda Guerra, la oímos secretamente: ¿qué sabían?, ¿qué podían saber? Son las formas extremas de nuestro cuestionamiento más doloroso e insondable.

En Austria, un gran número de gente se suicidó antes de la llegada de los nazis. Desde luego, esto no significa que todo el mundo sabía lo que ocurría. Decirlo así con respecto a aquel momento no tiene ningún sentido, y además las modalidades de ese tipo de saber son nebulosas e indistintas. Sin embargo, nos muestra que la gente temía lo peor, a tal punto que se suicidaba.

Ese capítulo era para mí una manera de hablar de lo esencial, del Holocausto, pero sin limitarme a una posición de novelista, y sin ser un testigo. No era mi intención contar el Holocausto, no tengo ninguna aptitud para hacerlo. Pero el aniquilamiento de los judíos de Europa tenía que estar en la novela, en su centro. Evocar los suicidios me permitía mirar ese terrible acontecimiento a partir de un insignificante descubrimiento a priori, pero que me impactó cuando leí lo que parecía una simple rúbrica necrológica. Tal vez uno de los poderes de la literatura consiste en restituir a las cosas su fuerza real. Después del aniquilamiento de los judíos de Europa, esas esquelas cobraban una dimensión universal.

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