Por muchos años la sociedad mexicana se ha visto lastimada por la violencia, la criminalidad, la injusticia, la corrupción y las luchas de poder, por la ambición y la desmesura de la clase política, por la falta de un proyecto de nación suficientemente sólido. Una porción representativa de la ciudadanía recuperó la esperanza de reconstruir este país a partir de las últimas elecciones. A pocos días de la llegada del nuevo gobierno se percibe, sin embargo, una clara polarización social. Varias decisiones y acciones del actual gobierno han ocasionado disenso, disgusto y preocupación. A pesar de la división que se ha generado, el discurso presidencial alude, con bastante frecuencia, a la unidad nacional, e incluso pretende promulgar una Constitución Moral asumiendo que es posible detectar y construir valores comunes a todos los mexicanos. Es necesario, sin duda, mejorar nuestra forma de convivir, ser más empáticos y respetuosos, construir nuevas alternativas de convivencialidad. Viene al caso impulsar el resurgimiento de la ética y la civilidad, restablecer el orden legal y también el moral. Sin embargo, no es claro que el restablecimiento de la moral corresponda al Estado. Su función no es educarnos moralmente, sino garantizar el Estado de derecho, proteger y garantizar la libertad y seguridad de la ciudadanía, así como promulgar leyes justas para el bienestar social.
Hay muchos aspectos debatibles en lo que concierne a la relación entre Estado y moralidad. Se puede discutir si las leyes promulgadas desde el Estado se construyen sobre la base de algunos principios morales o si las leyes se interpretan desde algún tipo de postura moral. Se puede debatir, por supuesto, si el Estado debe ser promotor de la moral. Existen muchas dudas a este último respecto. Ni el Estado ni nadie debe intervenir en nuestras decisiones morales. Es cada uno de nosotros quien elige amar al prójimo o involucrarse en actividades filantrópicas. A fin de cuentas, cada quien decide qué hacer con su vida. Nuestras decisiones morales pertenecen al ámbito de nuestra conciencia personal. Si delegamos la moral a instituciones gubernamentales, clericales o de otra índole, se corre el riesgo de que éstas se vuelvan ⎯como ha sucedido⎯ controladoras, represoras y autoritarias. Se sabe, porque es un lugar común, que un logro de la modernidad fue precisamente situar el valor de la autonomía moral por encima del control institucional.
Ahora bien, aunque el Estado no deba ser promotor de la moral, muchas veces, en el cumplimiento de sus funciones, promueve leyes que, en efecto, la fortalecen. En otros casos, no obstante, promulga leyes inmorales y, de ser así, lo pertinente es desobedecer. Porque la moral y la conciencia personal están por encima de cualquier institución reprobamos cuando un Estado promueve, por ejemplo, la segregación o la aniquilación de cualquier sector de la población, tal como hicieran los gobiernos de Sudáfrica y Namibia con quienes no eran blancos, o los nazis con los judíos. Frente a leyes injustas la moral debe imponerse. Si el Estado se asume como el representante de la moral, entonces la libertad y la autonomía de las personas se debilitan o desaparecen.
Ninguna Constitución logrará reflejar por completo las innumerables formas de moralidad de las personas. Es imposible anticipar la enorme variedad de los escenarios morales. El Estado no debe institucionalizar la moral. La experiencia nos enseña que, cuando lo hace, las consecuencias son catastróficas: el poder oprime a quienes piensan distinto, así sea una minoría. Si el Estado desea promulgar una Constitución Moral tendrá muchas dificultades en la elección de los criterios y valores morales que piense respaldar. Si hay disenso en la creación de leyes civiles, con mayor razón habrá disenso en la creación de una Constitución Moral. No deben excluirse las preferencias morales de nadie. Si el Estado elige las preferencias de la mayoría tendrá que justificar por qué razón considera irrelevantes las de alguna minoría.
Las personas eligen sus preferencias morales a lo largo de sus experiencias vitales. Es innecesario plasmar los ideales morales en un documento gubernamental. Difícilmente ello llevaría al perfeccionamiento moral de las personas. Sería, en realidad, un preámbulo para que el Estado elimine la autonomía personal y se instaure como el regulador absoluto de la moralidad. Algunos representantes del gobierno han declarado que la Constitución Moral no sería un documento jurídico ni pretendería coaccionar a nadie. Si ese es el caso, entonces no es una Constitución sino una simple exhortación al buen comportamiento. Sin embargo, la moral no se enseña en documentos expedidos desde el Estado. ¿Nos interesa restablecer la moral? Construyamos una sociedad más crítica. Trabajemos desde las familias, las asociaciones civiles y las comunidades educativas, en la reinserción y rehabilitación de la cultura, las artes, las ciencias sociales y las humanidades. Infundamos en las nuevas generaciones el pensamiento crítico, la introspección y el autoconocimiento. Enseñemos a los niños y a los jóvenes a pensar y actuar como agentes libres, auténticos y autónomos. No les hagamos creer, de nuevo, que el Estado está aquí para resolver sus vidas. Las instituciones gubernamentales y sus operadores son demasiado falibles como para confiarles nuestra moralidad.
Luis Xavier López Farjeat
Profesor-investigador en la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana. Su libro más reciente es Razones, argumentos y creencias.Profesor-investigador en la Facultad de Filosofía de la Universidad Panamericana. Su libro más reciente es Razones, argumentos y creencias.