¿Cuántas aberraciones contiene la película Nación asesina de Sam Levinson? Desde el incio, el monólogo de Lily (Odessa Young) advierte que veremos misoginia, sexismo, homofobia, machismo, violación, voyeurismo, racismo, violencia, sadismo, sociopatía, pero conforme avanza el filme hallaremos más: en el condado de Salem (delirante paralelo del caserío de Massachusetts, tristemente célebre por la caza de brujas de 1692, pero también de la parábola de Arthur Miller sobre la persecución ideológico–política del macarthismo), un hacker revela los vicios privados de ese rincón de la América profunda hecho metáfora de todo Estados Unidos y su sociedad, del resto del mundo y sus respectivas sociedades. La insania empieza con el alcalde: el ocurrente pirata cibernético invade sus cuentas y comparte imágenes del funcionario ultraderechista que se traviste y se divierte con una variopinta nómina de rent boys. La revelación orilla al alcalde al suicidio en su comparecencia ante el pueblo (no en una sala luminosa sino en un umbrío galerón donde Fuenteovejuna se encarna en sombras, imprecaciones y condenas); después prosigue con el director de la preparatoria, del que extrae la galería pictórica de su celular en el que hay fotos de su hija pequeña desnuda y, obvio, la gente le imputa pederastia sin escuchar explicaciones, luego publica el secreto del jugador del equipo de futbol americano que se acuesta con Bex (Hari Nef), el transgénero de la escuela, difunde las charlas eróticas (y también las selfies en lencería) de Lily con un tal “Daddy” y así, mediante el atraco de contenido en computadoras y teléfonos, en redes sociales, chats y correos, el hacker propaga la miseria personal e induce el linchamiento porque en Salem pocos quedan a salvo, aunque el castigo o el repudio colectivo es proporcional a lo “grave” o lo “escandaloso” de cada intimidad: la simple entrada a los meandros ocultos del otro le otorga al vulgo el derecho de juzgar, sentenciar e inmolar al exhibido, la masa olvida de qué esta hecha (átomos igual de despreciables con cadáveres en el armario) y al tiempo en que se autodestruye, implora hallar al responsable y solo basta que un imbécil difunda el rumor de que el hacker es la escarnecida Lily para volcar la furia en ella y sus amigas ya que su pecado, piensa esa comunidad estúpida e ignorante, es por partida doble: es pirata y es mujer, un ser frágil, sin derechos, desechable.
Nación asesina expone la vulnerabilidad de la existencia propia en este mundo internetizado, en el que no mostramos lo que creemos que mostramos sino lo que realmente somos y eso puede destruir la reputación por el resto de tu vida; la violencia de género (¿por qué ¬—se pregunta Lily— si una mujer se retrata a sí misma en encajes vaporosos, los hombres se atribuyen el derecho a disponer de ella y tratarla como puta?); la frontera inexistente entre la verdad y la mentira; la maldad sin sentido ni recompensa (del hacker escondido tras una computadora, de la turba embozada con máscaras y trapos, de los clanes de moral dudosa y apegos viles). La película de Sam Levinson decreta que, paradójicamente, a más disipación que te destapen más likes, más seguidores, más mensajes, más fama (negativa pero fama al fin), porque el planeta internetizado es una quimera hambrienta de brujas para expiar su propia abyección en la hoguera de las plataformas a las que cualquiera tiene acceso con solo dar un click.