Félix Samper: Santa Claus madrileño

Personerío

Un donjuán de novela antigua y de algún modo picaresca: el anciano galán, cada vez que veía una mujer medianamente atractiva, se apresuraba a galantearla febrilmente, tarareando el aria mozartiana de la Piccina

Una postal navideña que ocurrida en septiembre y el recuerdo de aquel Félix Samper, el Santa Claus literario que regalaba sus libros hasta al camarero
José de la Colina
Ciudad de México /

El viejo y barbado y calvo, pero con rizada cabeza de santo, don Félix Samper, era viejo desde su nacimiento, y es que encantador abuelo de todos pero de nadie (es decir, de todos sus amigos y no de nietos de carne y hueso) habría sido nombrado el antepasado número uno de toda la humanidad. El viejo filósofo era autor de pequeñas enciclopedias impresas en estilo barato. Escribía unos exhaustivos estudios sobre la vida de todos los personajes a veces reprobables y a veces elogiables que componen la intrincada, violenta, sublimísima historia de las luchas libertarias, desde Espartaco tal como lo concebía, hasta los anarcosindicalistas que tuvieron una página de gloria y de leyenda en la España de antes y después de la Guerra Civil de los años treinta. Libros firmados por un tal Loco Sampere y que él consideraba como labor secundaria, porque además de vivir sobriamente de ellos los regalaba. Llegaba a las tertulias de Aquelarre en el restaurante El Hórreo con una bolsa llena de sus obras impresas que obsequiaba a todos, incluso al camarero y a la gente vecina.


Quisiera completar mi nostalgia del viejo Samper con una estampa navideña de esos años cincuenta que inusitadamente se produjo en septiembre. Era yo un muchacho ávido de oír, escuchando deleitado a los viejos grandes narradores, y él lo era hasta en demasía, pues no dejaba de parlotear sus historias. Un día lo invité a comer en mi casa y causé la alegre sorpresa de mis hermanos menores Conchita y Toño, porque me veían entrar en casa acompañado nada menos que de Santa Claus, pues el viejo Samper, además de pequeños papelitos a veces sin diálogos, salía mucho en el cine mexicano cada vez que necesitaban un anciano de nobles barbas patriarcales, y además acompañaba su presupuesto durante una fecunda temporada de Navidad en el Palacio de Hierro haciendo el papel de Santa Claus, personificación que cumplía con una maestría ejemplar y bonachona pues le permitía complacer a los niños prometiéndoles el oro y el moro, es decir, la fortuna y la ventura. La noche en que entró en la casa fue la entrada de mil anécdotas de cuando era un señorito de los altos barrios de Madrid, generalmente exitoso, pues era guapo, y alegre en todas las ocasiones que se le ofrecían.
Samper era un donjuán de novela antigua y de algún modo picaresca: el anciano galán, cada vez que veía una mujer medianamente atractiva, se apresuraba a galantearla febrilmente, tarareando el aria mozartiana de la Piccina, y apenas alguna de las bellas perseguidas quizá atendía como se debe a los fabulosos donaires samperinos, y hay que decir que el viejo donjuán llegaba al atrevimiento de bañarse enteramente “en pelotas” en la azotea del edificio donde vivía, aun en los días más fríos, y que eso atraía a todas las muchachas de servicio que aplaudían al viejo cada vez que se echaba un cubetazo de agua jabonosa o enjuagatoria.
Samper vivía en México desde antes del gran torrente del exilio republicano español, pero su natural filosofía anarquista lo hizo simpatizar con los llegados a México después de tal hecho. Viejo libertino y santísimo Samper.


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