Martina García Cruz es una exponente mundial de los bordados artesanales. Su trabajo es de élite, pertenece al exclusivo grupo de Grandes Maestros. No entiende por qué tanto reconocimiento.
Durante su visita a México en 2016, el papa Francisco solicitó la presencia de Martina. “Se acordó de cuando había ido al Vaticano y pidió que la llevaran a su encuentro”, relata Mauricio Campos, director de Arte Popular e Indígena de la Secretaría de Cultura de Hidalgo.
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La originaria de la comunidad El Mejay, municipio de Chilcuautla, ha llevado sus obras en telar de cintura a otros países y ha merecido múltiples premios a nivel nacional, el más reciente: primer lugar en la categoría Fibras y Vegetales en el concurso Grandes Maestros del Patrimonio Artesanal de México 2020 Sede Hidalgo.
Preservó la tradición ancestral con la que fue criada. “Es lo que vivíamos. Si no hacíamos el ayate, no comíamos, no había maíz ni tortillas. Cambiábamos un ayate por un cuartillo de maíz”, revela Martina.
Desde niña, la Gran Maestra hilaba día y noche, aún sin luz, para después vender bultos de tejido al comprador. “Cuando tenía yo 12 años me mandaron a la escuela de tejer. La maestra nos enseñaba a remendar trapito; no había ropa como ahora sobra. La maestra remendaba camisas, calzón, todo”, relata.
Un día, la maestra se fue a hacer de comer y dejó su tejido en la sombra. Martina se paró para verlo y decidió aprender esa técnica por ella misma. “De que hizo de comer y comió, se tardó como dos horas, yo creo. Cuando ya regresa se dio cuenta, yo creo, y dijo: ¿quién agarró mi tejido?
“Nadie respondía. Cuando dijo que lo hice bien ya le dije: pues yo. La maestra se alegró. Tú vas a enseñar a las otras muchachas, me pidió”.
Así Martina se animó a agarrar el telar. La maestra vendía los productos que se hacían en clase. Se pagaban 20 centavos por un morral o un chal. “Comprábamos una lámpara de gasolina y de noche nos poníamos a trabajar”, recuerda.
Cuando cumplió 15 años, la maestra se fue y se la llevó con ella. Fueron de pueblo en pueblo, enseñando a tejer. Desde ese momento Martina ya no quiso regresar a casa.
Se fue a trabajar de trabajadora del hogar a Ixmiquilpan y se llevó sus tejidos con ella. “Sufrí de acostumbrarme, porque yo no sabía comer lo que ellos comían; pero lo que me mandaban a hacer, lo hacía. Le daba de comer a los puercos, a los perros, a los pájaros, lavaba los manteles…”.
Martina se dedicó a las labores domésticas hasta los 20 años, cuando regresó a su pueblo para casarse. “Ahora sí dije: Ya me casé, ¿qué voy a hacer? No sabía adónde vender mi producto. Pero empecé otra vez a trabajar el ayate para comer”, narra.
Su esposo trabajaba en México y cada ocho días regresaba. Ella vendía el ayate en la plaza sin saber hablar español. De pronto, una licenciada le pidió unos lienzos para los sacerdotes, pero cuando vio la calidad de sus tejidos, se decidió a ayudarla en el negocio.
“Cada mes nos llegaba nuestro dinero. ¿A quién no le va a gustar el dinero?”, se pregunta. “Te voy a presentar allá en México”, le propuso Marinela. “Si yo nunca he ido a ningún lado”, le respondió Martina. “Tú vas a llevar los trabajos y te voy a presentar con las compradoras de Arte Popular y de Fonart”, la convenció.
Su esposo ya conocía la capital, por lo menos dónde estaba la terminal de autobuses. Esa vez llegó Martina con su bulto de artesanías. “No sé por qué la gente siempre me ha apoyado. Llegaba yo ahí con los señores de Mariscal y parece que llegaba a mi casa: pásate, descansa, y no sé qué tanto…”.
Su legado artesanal e hidalguense
Martina ha heredado su técnica y conocimiento prácticamente a toda la familia. Su hija, María Trinidad González García, también destaca a nivel nacional con sus obras. Recientemente, ganó el tercer lugar en la Categoría A1 (Huipiles, quexquémitl, cotones, blusas, guanengos, vestidos y camisas) del VIII Concurso Nacional de Textiles y Rebozo 2020.
Trini siente una gran admiración por su madre; cuando piensa en todo lo que ha logrado, se da cuenta de la grandeza de su legado. “Es una mujer a la que yo admiro mucho, por la forma en la que nos crió y educó, y en cómo se ha esforzado. No ha sido fácil para ella. Mis papás no tuvieron ninguna educación escolar, pero todos sus hijos tenemos una carrera profesional. Eso, en mi época, y en mi comunidad, no era común, ni siquiera para los hombres”, afirma.
Hace 15 años, en la comunidad hubo una gran migración. Hombres y mujeres se fueron en busca del sueño americano. En ese momento, ya nadie quería trabajar el telar de cintura, con excepción de la familia González García. “Nosotros lo tenemos que transmitir”, asegura.
“No es nada extraordinario. Cuando vivimos en el pueblo, así nos sentimos: lo que hacemos es lo que sabemos hacer, es parte de nosotros. Trabajar el telar de cintura es algo que hacemos desde que nos levantamos. Cuando llega un premio o un reconocimiento, nos damos cuenta que nuestro trabajo sí vale”.
Hace seis años, Martina y su familia dieron un giro a su trabajo: registraron la marca Artesanías Domitzu y se modernizaron. “Creo que estamos llegando a un punto en que, por lo menos, se paga el valor justo”, concluye.
Martina acaba de cumplir 80 años y no pudo festejarlo como quisiera, pero no faltó la comida ni la alegría y emoción que siempre se nota en el rostro de la Gran Maestra.