La ruta de las abejas. El país de la niebla 1 (Océano Travesía, 2020), el más reciente libro del poeta y narrador salvadoreño Jorge Galán, es una historia de aventuras dirigida a jóvenes lectores. En ella narra la aventura de un grupo que busca atravesar el Valle de las Nieblas, pero al mismo tiempo es el simbólico acercamiento a una tierra envuelta en la violencia, donde pueblos enteros buscan huir del ejército.
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Fragmento
Parte 1 Lobías Rumin
1
El viento frío llenaba todo el valle. Lobías Rumin caminaba a través de un sendero de tierra seca flanqueado por pinos y trataba de decidir qué haría esa noche, cuando se celebraba la llegada del solsticio. Días atrás, había decidido que la fiesta sería la ocasión perfecta para acercarse a Maara. Lo tenía todo preparado. La invitaría a un vaso de sidra, bailaría con ella, le hablaría de los zorros que habían visto cerca del lado sur del bosque, por el puente de Mor; ella se asustaría, le confesaría que su casa estaba más allá del puente, y entonces él se ofrecería para acompañarla hasta allí. Pero todos esos pensamientos, que habían endulzado sus noches durante el último mes, se echaron a perder el día que su tío Doménico Rumin le dijo: “Éste es un país de locos, Lobías, acabo de ver a la Maara esa de la mano de un energúmeno desgraciado como Emú. ¿Qué piensan estos jóvenes? Si ése es un bueno para nada”.
Desde entonces, Lobías se sentía tan desanimado y sombrío que no hacía más que considerar la posibilidad de quedarse en casa y beber una jarra de té de hojas de lumbra, lo que sería su sufciente para dormir durante días. Lobías sabía que el viejo Emulás, un carpintero vecino suyo, había dormido una semana entera luego de beber una jarra de aquel té, y cuando despertó, según dijo, había soñado con un viaje hasta un bosque de grandes árboles donde vivían unas hadas tan amables como buenas cocineras. Para sorpresa de todos, a pesar de que el viejo Emulás había dormido todo ese tiempo, había engordado notablemente, para lo cual nadie poseía una explicación.
Al dejar el sendero de pinos, Lobías Rumin llegó a la propiedad de su tío Doménico y caminó hasta el establo de las vacas. Si hubiera estado menos distraído se habría percatado mucho antes de la lámpara encendida en el lugar, lo cual era inusual a esa hora de la madrugada, cuando todos debían estar dormidos. Se encontraba demasiado cerca cuando descubrió la tenue luz amarilla que salía de allí. Se detuvo súbitamente. Incluso retrocedió un paso o dos, sin hacer ruido. Recordó que en el pueblo había escuchado que los caminos hacia las montañas se habían vuelto peligrosos en los últimos días. En todo Eldin Menor se contaba que muchos viajeros habían sido atacados por ladrones que se escondían entre las frondas de los árboles, a la vera de los caminos. Era sabido que cuatro hermanos que se dirigían a Porthos Embilea habían sido asesinados. Como siempre que sucedían esa clase de eventos terribles, muchos culparon a los ralicias, esa gente tan seria y poco amable del país vecino, escondida tras su enorme muro rojo, que había sido construido en el último siglo y se extendía a través de valles, marismas y montañas, separando los dos países.
Aunque todo era una especulación, pues nadie podía asegurar quiénes eran los asesinos.
Lobías Rumin tomó un trozo de madera que creyó manejable y caminó con sigilo hasta el establo. Un sonido de voces susurrantes vino de adentro y Lobías se preguntó si sería capaz de enfrentarse a unos ladrones. Un instante pensó que lo mejor sería ir en busca de su tío y al otro que quizá los indeseables visitantes podrían marcharse mientras él caminaba hasta la casa en busca del señor Doménico, y era seguro que, si eso sucedía, su tío, su tía y sus primos, lo tildarían de cobarde para luego censurarlo en cada taberna, y así su reputación quedaría manchada en todo Eldin Menor. No habría quien no lo señalara, como había sucedido ya, cuando siendo niño contó a todos que había visto un domador de tornados en una colina. Primero, lo escucharon, luego, se burlaron de él, pero ese año, cuando las cosechas sufrieron debido a una tormenta de escarcha que arrasó con varias hectáreas de trigo, se acordaron del niño Lobías y lo acusaron de portador de malos presagios. Si era cierto que había tenido una visión de un espectro del pasado, el chico Rumin sólo podía ser considerado un Malavista, como se denominaba a los que observan muertos; alguien indeseable y, sin duda, peligroso. Casi nadie creyó que su visión había sido de un domador vivo y no de un espectro. Por años, Lobías sufrió cuando sus vecinos lo miraban con cierto recelo, incluso con temor. Le había costado más de una década que se olvidaran de lo sucedido, por lo que detestaba la idea de volver a ser víctima de habladurías injustas.
Lobías Rumin llegó hasta una pared lateral. Caminó frotándose, casi aferrándose a la pared como si se arrastrara por el suelo. Cuando se asomó para mirar a través de la puerta abierta, alguien volvió la vista de inmediato. Era como si hubiera sentido su presencia. Lobías retrocedió, tropezó con un cuenco vacío, cayó al suelo y se levantó de un salto aferrando el leño con ambas manos, listo para enfrentar a quien fuera que saliera por la puerta. Un viento frío trajo de atrás un olor fétido, y Lobías estuvo a punto de girar la cabeza, pero en ese momento una sombra atravesó el umbral y se detuvo antes de que la persona de quien provenía ese hedor se hiciera visible.
—¿Quién anda ahí? —exclamó Lobías. Sus palabras le sonaron patéticas y débiles, así que lo intentó otra vez—. ¿Qué buscan aquí, sean quienes sean?
El rostro de antes alcanzó a la sombra que había proyectado y se asomó por la puerta. Era una mujer. Tenía el pelo rojo como el otoño, amarrado en un moño en la coronilla de la cabeza.
—Buscamos al señor Lobías Rumin —dijo la mujer.
2
De algún lugar del occidente vino un aullido de lobos o perros salvajes. La brisa bajó a los pies de Lobías Rumin, pero éste no notó que el suelo se hacía más duro. El sonido del viento en la hierba llegó hasta sus oídos, lo mismo que el brillo de la lámpara dentro del establo.
—No soy ningún señor —dijo Lobías.
—Lo sabemos, eres sólo un muchacho.
—Que no sea un señor —dijo Lobías— no quiere decir
que no sea una persona respetable.
—No he dicho eso, he dicho sólo que no eres un viejo, señor Rumin.
Lobías se sintió intimidado por la altura de la mujer, unos diez centímetros por encima de él, y lo disimuló lo mejor que pudo. Quería mostrarse fuerte. Evidentemente, la mujer era una ralicia, para quienes esa estatura era algo habitual, no como en las regiones del país de Trunaibat, menos aún en Eldin Menor.
—Buenos días, señor Rumin —dijo entonces un hombre que salió del establo. Lobías notó de inmediato que era un poco más bajo que la mujer—. Mi nombre es Alanu Atu Tamín, pero todos me dicen Nu, y esta mujer es mi esposa, Lóriga. Tu tío, el señor Doménico, nos dijo que podíamos venir en la madrugada, antes que el sol, y pedir al señor Lobías Rumin que nos vendiera algo de leche.
—¿Leche?
—Sí, señor, a eso hemos venido, a comprar leche. Somos viajeros, venimos de Tamín, un pequeño pueblo cercano, junto al mar.
—Así que leche...
—Sí, señor Rumin —dijo la mujer.
—Vaya —exclamó Lobías—. Leche. ¿Y tanto misterio para eso?
Lobías Rumin entró al establo y la pareja lo siguió. Fue mientras ordeñaba una vaca enorme y gris llamada Mua, que los viajeros hablaron por primera vez del lugar de las nieblas.
—Dime algo, señor Rumin —dijo Lóriga—, ¿es cierto lo que se cuenta acerca de las siluetas que pueden verse a la orilla de las nieblas? He oído decir que en los últimos años son bastante frecuentes.
—No son nada frecuentes —respondió Lobías—. Siempre hay un tonto que dice que ha visto algo, pero nunca ha podido comprobarse que haya nada en la niebla.
—¿Las has visto? —quiso saber Nu.
—Ni una sola. Aunque el tío Doménico asegura que, siendo un chico, observó una carreta salir y entrar de la niebla, y perderse dentro.
—¿Y quién manejaba la carreta?
—Nadie —aseguró Lobías—. No tenía conductor, la arrastraba un caballo enorme de patas peludas.
—¿Crees que sea peligroso, señor Rumin? —preguntó Nu.
—¿La niebla? No, si se mantienen alejados.
—¿Y si nuestra intención no es mantenernos alejados, sino caminar a través de ella? —preguntó Lóriga.
El rostro de Lobías se volvió una sombra. Dejó de ordeñar a la vaca y miró a los ralicias.
—Entonces diría que es tan peligroso como lanzarse por un acantilado. Sólo un demente se adentraría en ella.
—No somos unos dementes, pero es lo que pretendemos —dijo Nu.
—Acabo de decir que es como lanzarse del abismo de Elar en la isla de Férula. O peor aún. ¿Acaso no temen morir?
Lobías tomó el cuenco con la leche recién ordeñada, se levantó y lo dejó sobre un barril junto a la puerta.
—No será peligroso si se hace de la forma correcta —dijo Lóriga.
—¿Y qué manera es ésa? —quiso saber Lobías. Lóriga se acercó hasta la leche y la olisqueó.
—Huele bien —dijo la mujer.
—Es dulce y cremosa —admitió Lobías—. La mejor de todo Eldin Menor. ¿Quiere probar un poco?
—Sí. Sin duda que sí.
—Ahora mismo —dijo Lobías y se acercó hasta la pared, a una repisa donde se hallaban dos vasos de madera. Mientras lo hacía, volvió a preguntar cuál era la forma correcta de lanzarse por un abismo.
—No lo sé —dijo Nu—. No sé nada de abismos. Pero sí sé cómo encontrar un camino en la oscuridad de la niebla.
Con la autorización de Océano Travesía, compartimos con nuestros lectores un fragmento de La ruta de las abejas. El país de la niebla 1.
PCL