José Alfredo Jiménez: Arrullo de un padre

Edición Fin de Semana

José Alfredo Jiménez escribió canciones para sus hijos, era un hombre alegre y bromista, amoroso y preocupado por el bienestar de su familia.

Hija de José Alfredo Jiménez recuerda cómo era el cantante (Especial).
Ciudad de México /

“Esta casa la compro sin fortuna, esta casa la compro con amor, pa’que jueguen mis hijos con la luna, pa’que jueguen mis hijos con el sol…” José Alfredo escribía consternado sobre la barra de su cantina, ubicada justo bajo el tragaluz que iluminaba intensamente su espacio bohemio. Por las mañanas entraba la radiante luz del sol en las áreas sociales del hogar y, por las noches, la luna se colaba con su brillo plateado llenando de palabras y versos al compositor. El escritorio lo tenía a tan sólo unos cuantos metros, casi en el mismo lugar; pero a él le gustaba estar de pie, en el ángulo de aquel mueble diseñado por Antonio Romero en 1952, como parte del mobiliario que confeccionó para su gran amiga de infancia, Paloma Gálvez.

Antonio fue un gran diseñador de nuestro país, quería mucho a mi madre, le diseñó su traje de novia, los muebles de su casa y la mayoría de los vestidos que usó para los eventos especiales de mi padre y para otros más íntimos con los familiares.

“Yo les quiero dejar lo que no tuve. Yo los quiero mirar poco a poco crecer y alcanzar una nube…” José Alfredo se sentía consternado porque a su esposa le tendrían que realizar una cirugía de vesícula, considerada entonces intervención mayor, corría el año de 1966. Consternado, también, porque pocos meses antes, su gran amigo e intérprete Javier Solís había fallecido en el Hospital Santa Elena a causa de la misma operación, a la edad de 34 años. Algunos contaban que Javier, hombre temperamental y apasionado, había perdido la paciencia y se había arrancado la sonda que drenaba los líquidos, hecho que le provocó una severa infección y, poco después, un paro cardiaco.

Mi padre era un hombre alegre y bromista, nunca lo había visto tan preocupado. Yo tenía doce años, cursaba el último de la escuela primaria, mi hermano, diez. Él se divertía con su perro (“El perro negro”). Era un pastor alemán, juguetón y faldero, que se llamaba Jinete. Acostumbrábamos nombrar a nuestras mascotas con los títulos de las canciones de papá. Por mi parte, escuchaba con atención a mi padre pues, siendo la mayor caía sobre mí algo de responsabilidad. Él me daba indicaciones sin poder disimular su nerviosismo y su congoja. Quería hacerme entender que aquello que estábamos viviendo era un episodio delicado. En cuanto supo que la cirugía de mi madre exigía atención inmediata, canceló las giras que tenía en puerta y se limitó a cumplir con el trabajo que podía realizar en la capital. La memoria no me ayuda a recordar cuántos meses duró esa etapa. El olvido, esa otra función de la memoria, como la llama Borges, tiende a ponernos trampas y muchas veces nos engaña; sin embargo, las imágenes que se imprimen en las mentes de los niños resultan ser muy poderosas. 

En esta sociedad que pretende ocultar o disfrazar lo que no le conviene, entendí apenas que mi madre podía morir, que la vida es frágil; tan delicada, que bastaba una enfermedad para perderla. Tal vez, porque siendo muy pequeñita estuve al borde de la muerte. En otro momento abordaré esa historia. Entendí que mi padre amaba a su esposa, que sabía demostrarnos con hechos que la confesión de: “Mi pecho he cambiado por un palomar…” era una hermosa construcción metafórica, pero también incluía el compromiso, que significaba: hogar y familia. Entendí que los hombres, que los padres amorosos, pueden ser tan diligentes y serviciales como cualquier madre. José Alfredo era un ídolo nacional, es cierto, pero era de carne y hueso, no un hombre de celuloide y, primero que nada, era mi papá.

Se levantaba temprano para llevarnos a la escuela, pasaba a recogernos después de las dos, manejaba directo al hospital; comíamos algo ligero en la cafetería o en un Sanborns cercano. Por la tarde, jugaba con Joseal y Jinete, hacía la tarea con nosotros, aunque no entendiera nada. Un día le ayudó a mi hermano y él le confesó al profesor de matemáticas que mi papá le había echado la mano con los problemas. Ay caray, dijo el maestro, pues no puedo reprobar a José Alfredo, ven que te explico. Mi hermano fue un muy buen estudiante de matemáticas, más tarde, estudió ingeniería en la UNAM.

Estas vetas de mi padre me siguen acompañando todavía. Era un hombre especial que nunca acostumbraba regañarnos, para él la acción contaba mucho más en la formación educativa. Dedicarse casi de tiempo completo a cuidar a sus hijos durante la convalecencia de Paloma fue una de las mejores enseñanzas. Mi madre valoró cada gesto, cada esfuerzo, en ellos estaba implícito el cariño, el amor y la entrega. Cuento con evidencias para avalar estas palabras; pero cuento, sobre todo con la alegría y la confianza que José Alfredo dejó en nuestros corazones.

“Yo quisiera que Dios, que Dios los arrullara… y un mañana distinto y un distinto mañana también que Dios les regalara…”.

Frases...

  • “José Alfredo era un ídolo nacional, es cierto, pero era de carne y hueso, no un hombre de celuloide y, primero que nada, era mi papá”.
  • “Mi papá era un hombre especial que nunca acostumbraba regañarnos, para él la acción contaba mucho más en la formación educativa”.

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  • Paloma Jiménez Gálvez
  • paloma28jimenez@hotmail.com
  • Estudió la maestría en Letras Modernas en la Universidad Iberoamericana, y es Doctora en Letras Hispánicas. Desarrolló el proyecto de la Casa Museo José Alfredo Jiménez, en Dolores Hidalgo, Guanajuato. Publica su columna un sábado al mes.

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