Joyce ilegal

Toscanadas

James Joyce pasó la vida entera luchando contra censores. A veces esta censura venía de la gente que escribía leyes contra la inmoralidad, y a veces venía de los propios editores

Ejemplar de la primera edición de Ulises, de Joyce
David Toscana
Madrid, España /

James Joyce pasó la vida entera luchando contra censores. A veces esta censura venía de la gente que escribía leyes contra la inmoralidad, y a veces venía de los propios editores. Cuando quiso publicar sus cuentos de Dublineses, los editores se negaban a imprimir ciertas palabras como bloody, fart y ballocks.

Siempre será difícil traducir términos como bloody, fucking o goddam, pero se puede percibir cuando el traductor ablanda las cosas en un modo equivalente a la censura. Tengo una edición de Dublineses traducida por Eduardo Chamorro.

Cuando la versión en inglés dice two bloody fine cigars, en español apenas dice “dos puros de rechupete”.

Más adelante tenemos: he’d bloody well put his teeth down his throat, y la traducción resulta en: “él se encargaría de hacer que se tragara los dientes”.

Para cuando llegamos a “Los muertos”, una línea en el original dice: a bloody big bowl of cabbage before him on the table and a bloody big spoon like a shovel. En español es así: “una jodida perola de potaje y con un jodido cucharón grande como una pala”.

Al fin tenemos en nuestra lengua el sabor de bloody. Quizá un mexica diría “pinche”, y no usaría “perola” ni “potaje” pero ya estamos respetando a Joyce y su lucha por una expresión libre. Lo cual no es poca cosa, porque la pura palabra bloody podía ser suficiente para incautar una edición y aplicar alguna pena legal contra el autor o editor.

Quien quiera enterarse de lo que fue la censura en el primer cuarto del siglo XX puede leer The Most Dangerous Book, de Kevin Birmingham, que narra todas las batallas que se dieron contra jueces, estados policiacos, morales religiosas, críticos cobardes o conservadores y aduanas confiscadoras para poder publicar y distribuir el Ulises de Joyce, para que el arte literario tuviera derecho a expresarse como mejor le viniera en gana.

La premisa del Ulises parece muy sencilla: es el relato de lo que hace, piensa y dice un personaje ordinario durante un día. Por eso la censura del libro se volvió una peligrosa paradoja, tal como lo escribe Birmingham: “Esto no parece tener nada de especial hasta que recordamos que una crónica completa de nuestras vidas se volvió ilegal”. Esto es maravillosamente profundo. Una vida ordinaria no es ilegal, pero sí lo es el relato de una vida ordinaria.

Cuando montones de lectores se quejaron de lo que escribía el autor irlandés, su editora respondió que al señor Joyce “no le importan las multitudes ni sus exigencias”.

Esas palabras deberían tenerlas enmarcadas los editores y los escritores.


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