@IvanRiosGascon
No es casual que la primera película de Julian Schnabel sea sobre un pintor emblemático del neoexpresionismo y el grafiti neoyorquino, y que más de dos décadas después dirija Van Gogh en la Puerta de la Eternidad, porque antes de volverse cineasta, Schnabel fue pintor, aunque eso no debería importar pero en el caso de su primera película, hay que decir que Schnabel es considerado uno de los miembros más conspicuos del movimiento del Bad Painting (como Jean–Michel Basquiat), que debutó en la Galería Mary Boone (a finales de los 1970 y algunos años más de la década siguiente, la Boone fue uno de los espacios más importantes para creadores, coleccionistas y corredores de arte en Manhattan), y que formó parte de la generación en torno de Andy Warhol y la Factory: una generación ávida de fama, de glamour, de un trozo de posteridad.
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Así que, en el entendido de que Schnabel conoció perfectamente ese mundillo alucinante en el que solo se podía ser alguien a través de la impostura o el talento, al comienzo de Basquiat (1996), Rene Ricard, interpretado por Michael Wincott, dice en off mientras escribe: “Todos quieren subir a la barca de Van Gogh. No hay viaje tan horrible que alguien no quiera hacer. La idea del genio no reconocido que se esclaviza en una buhardilla es deliciosamente tonta. Realmente debemos acreditar la vida de Vincent Van Gogh por poner ese mito en órbita. Digo, ¿cuántas pinturas vendió? ¿Una? No podía regalarlas. Tenía que ser el artista más moderno de su época, pero todos lo odiaban. Estaba más avergonzado de su vida que lo que estará el resto de nuestra historia”.
La idea que Ricard tiene de Van Gogh se ajusta a la del imaginario colectivo, es la idea que la gente tiene del artista trágico que se cortó la oreja (o se la cortó Gauguin, aún persisten muchas dudas en torno de esa legendaria mutilación) pero, aún así, no deja de ser romántica hasta el absurdo, heroica hasta el hartazgo. Por tanto, no es casual que los personajes de ambas películas de Schnabel sean almas gemelas: Basquiat, como Van Gogh, era un ser atormentado por el fantasma de la locura. Incomprendido, solitario, su único paliativo era la belleza: como goce, como epifanía, como creación y desafío, y ese es, precisamente, el leitmotiv del Van Gogh que, desde los ojos de Julian Schnabel, despliega el encanto de la contemplación, el arrobo de la luz y del color, la mirada que nos insta a ver el paisaje a través de una opacidad extraña, bifocal, en que lo real y lo distorsionado solo sirven para que podamos apreciar la dualidad del ser porque, tal vez, eso es lo que Schnabel buscaba desde Basquiat: mostrar el paroxismo incesante del verdadero artista, el tormento de someterse a la pintura para no desfallecer porque de la obra sobrevives, de ti mismo no te curas. Van Gogh en la Puerta de la Eternidad es la película más intensa, poética, de Julian Schnabel (en 2000 hizo Antes que anochezca, basada en las Memorias de Reinaldo Arenas, y en 2008 ganó la Palma de Oro por Mejor Director por su adaptación de La escafandra y la mariposa, de Jean–Dominique Bauby), y no es casual: Julian Schnabel postula que, en el espíritu creador, de lo convulso surge la armonía: sea en un trozo de cartulina, en un caballete, en una hoja en blanco. Al fin y al cabo, arte es eso que aparece sin orden ni advertencia mientras el mundo gira.