En A la recherche du temps perdu Marcel Proust recreó una época de su vida y de la alta sociedad como un mundo fantasmal que quería volver a la vida, y eso hace de éste el momento “revividor” de la infinita novela: “La marquesa, dándose la vuelta, dirigió una sonrisa y tendió la mano a Swann, que se había levantado para saludarla. Pero, desde que Swann, al dar la mano a la marquesa y casi sin disimulo […], vio el pecho de ella muy cerca, desde arriba, y, al hundir una mirada atenta, seria, absorta, casi pensativa, en las profundidades del escote, las aletillas de la nariz, embriagadas por aquel aroma de mujer, le palpitaron como las alas de una mariposa que busca posarse en la flor entrevista. Bruscamente se arrancó del vértigo que lo había prendido, y la misma marquesa, aunque molesta, sofocó un profundo suspiro, pues a veces el deseo es contagioso”.
París, finales del siglo XIX, el salón de los Guermantes y tres personajes: el pedante y esnob señor de Charlus, el viejo elegante Swann, y la otoñal señora de Surgis. Se diría un momento de cajita musical con figuritas que giran en torno de sí mismas al conjuro de la sonata de Vinteuil; pero surge la silenciosa violencia del olfato y la mirada del viejo y aún deseoso gentleman judío, Swann, y un profundo odore di femina y un suspiro de la bella hacen latir las figuras.
Poesía en prosa proustiana. En medio de la charla esnob entre Charlus y la marquesa, en el momento casi fugaz (casi, porque en la narrativa proustiana no hay fugacidad, hay la marmolización de la fugacidad de la vida), el escote de ésta es como un abismo de delicia, y la casi violatoria mirada del siempre caballeroso, siempre elegante Swann, ese solo parpadeo de sensualidad sobreviviente, se resuelve en la imagen delicada de la mariposa aleteando sobre una flor que es un busto femenino.
La imagen suscitada por la respiración narrativa es como un microcósmico símbolo de la obra entera: en medio de la comedia social estallan y se desarrollan los momentos del deseo y de lo inalcanzable o perdido, y cada célula se reproduce y despliega y va engendrando el conjunto. En busca del tiempo pasado, aunque con un sencillísimo íncipit: “Por mucho tiempo me acosté temprano”, pareciera haber comenzado la narración antes de la primera página y continuarla después de la última, desarrollándose infinitamente de ida y vuelta como una cinta de Moebius, pues todos sus motivos, tanto los principales (la historia “autobiográfica” del Yo narrador, los amores de los protagonistas, la sexualidad y la homosexualidad, la memoria involuntaria, la sonata de Vinteuil, el cuadro de Vermeer, etcétera) como los presuntamente secundarios (el seto de espinos, los árboles de Hudismenil, los campanarios de Martinville, la playa de Balbec, etcétera) se tornan leit-motivs a partir de un episodio dizque trivial y en realidad primordial: la magdalena sopeada en la taza de té. Pero desde el contacto de ese bizcocho con el paladar del narrador crecerá contra el olvido la vasta y melodiosa novela que buscará y deconstruirá y reedificará la enorme y delicada catedral del recuerdo gracias a la magia de una prosa sinuosa, fugitiva del punto-y-seguido y el punto-y-aparte.