V. S. Naipaul
A los maestros de primaria no les pagan mucho en Trinidad, pero les permiten maltratar a los alumnos tanto como quieran.
El señor Hinds, mi maestro, era bueno para el maltrato. En el anaquel, debajo de The Last of England, tenía cuatro o cinco varas de tamarindo ideales para pegar. Flexibles y duraderas, escuecen la piel luego del azote. En el patio de la escuela había un tamarindo. El Sr. Hinds también guardaba en su locker una correa de cuero que humedecía en una cubeta como las que había en cada salón para los incendios.
Todo esto no habría sido tan malo si el Sr. Hinds no hubiera sido tan joven y atlético. En una escuela de deportes a la que yo iba, lo veía quitarse sus zapatos relucientes, subirse los pantalones hasta media espinilla y ganar las Cien Yardas para Maestros, un cigarrillo entre los labios, la corbata aleteando elegantemente sobre su hombro. Era una corbata color vino: el Sr. Hinds cuidaba su forma de vestir. Eso era algo que de algún modo lo hacía parecer más terrible. Vestía un traje café, una camisa crema y aquella corbata color vino.
Se rumoraba también que tomaba mucho los fines de semana.
Pero el Sr. Hinds tenía un punto débil. Era pobre. Sabíamos que daba “lecciones particulares” porque necesitaba dinero extra. Nos daba clases privadas en el receso matutino de diez minutos. Cada alumno le pagaba cincuenta centavos. Si un chico no le pagaba, era retenido y castigado hasta que pagara.
También sabíamos que el Sr. Hinds tenía una parcela en Morvant donde criaba aves de corral y algunos animales.
Los otros chicos nos compadecían —innecesariamente—. El Sr. Hinds nos pegaba, pero creo que estábamos un tanto orgullosos de él.
Digo que nos pegaba, pero no quiero decir eso en realidad. Por alguna razón que nunca pude entender entonces y tampoco ahora, a mí nunca me pegaba. Nunca me hacía limpiar el pizarrón. Nunca me hacía lustrar sus zapatos. Incluso me llamaba por mi nombre, Vidiadhar.
Esto me hacía quedar mal ante los otros alumnos. Cuando jugábamos cricket no me dejaban lanzar ni batear y siempre era el onceavo en el equipo. Mi único consuelo era que solo debía pasar dos periodos en esa escuela antes de ir al Queen’s Royal College. No deseaba tanto ir a QRC, más bien lo que quería era irme de Endeavour (que era el nombre de la escuela). El favor del Sr. Hinds me hacía sentir inseguro.
Una mañana durante la clase privada, el Sr. Hinds anunció que iba a rifar una cabra —un shilling el boleto.
Habló con mucha seriedad y nadie rio. Me hizo escribir el nombre de todos los alumnos de la clase en dos folios de papel. Quienes deseaban jugarse un shilling debían poner una palomita enseguida de sus nombres. Ese día, antes de que terminaran las clases privadas, cada nombre estaba palomeado.
A todos les caí mal. Algunos chicos creían que la cabra era una mentira. Otros decían que, en caso de ser cierto, ya sabían quién se la iba a ganar. Yo esperaba que tuvieran razón. Hacía tiempo que deseaba tener un animal, y la idea de obtener leche de mi propia cabra me gustaba. Había escuchado que Mannie Ramjohn, el campeón de la milla en Trinidad, solo tomaba leche de cabra y nueces.
La mañana siguiente escribí los nombres de los alumnos en tiras de papel. El Sr. Hinds me pidió mi gorra, metió los papelitos, sacó uno, y dijo “Vidiadhar, la cabra es tuya”, e inmediatamente arrojó los otros nombres al bote de basura.
A la hora de la comida dije a mi madre: “Me gané una cabra”.
“¿Qué tipo de cabra?”
“No sé. No la he visto”.
Se rio. Tampoco creía lo de la cabra. Pero cuando terminó de reír dijo: “Sería bonito que te ganaras una”.
También yo empezaba a dudar sobre la cabra. Me daba miedo preguntarle al Sr. Hinds, pero uno o dos días después dijo: “Vidiadhar, ¿vas a venir o no por la cabra?”
Vivía en una ruinosa casa de madera en Woodbrook y cuando llegué lo vi en shorts caqui, camiseta y zapatos de tela azules. Estaba limpiando su bicicleta con una franela amarilla. Yo estaba sorprendido. Nunca lo hubiera asociado con tales ropas ni con ese quehacer doméstico. Pero sus modales eran más irónicos y desdeñosos que en la escuela.
Me llevó a la parte trasera del patio. Ahí había una cabra. Blanca, con grandes cuernos, amarrada a un ciruelo. La tierra alrededor del árbol estaba sucia. La cabra lucía silenciosa y adormilada, como si estuviera pasmada por el olor que ella misma había generado. El Sr. Hinds me dijo que la acariciara. Lo hice. El animal cerró sus ojos y siguió mascando. Cuando dejé de acariciarla, abrió los ojos.
Cada tarde, alrededor de las cinco, un viejo conducía una carreta de burros por Miguel Street, donde vivíamos. La carreta estaba llena de pastura fresca, atada en pequeños manojos de manera tan prolija que uno diría que la pastura no era algo que creciera sino que era un producto fabricado. La carreta se volvió importante para mi madre y para mí. Comprábamos cinco, a veces seis manojos por día; cada manojo costaba seis centavos. La cabra siguió igual. Aún parecía silenciosa y adormilada. De vez en cuando el Sr. Hinds me preguntaba con una sonrisa cómo estaba el animal, y yo le respondía que bien. Pero cuando le preguntaba a mi madre cuándo iba a dar leche la cabra, me decía que dejara de fastidiarla. Un día puso un anuncio:
Carnero de faena
Informes aquí
y se molestó mucho cuando le pedí explicaciones.
El anuncio no sirvió de nada. Comprábamos los manojos de pastura, la cabra los comía, pero no daba leche.
Un día, cuando llegué a la casa, la cabra ya no estaba.
“Alguien me la pidió prestada”, dijo mi madre. Se veía contenta.
“¿Cuándo nos la devuelven?”
Se encogió de hombros.
La trajeron esa misma tarde. Cuando di vuelta a la esquina hacia Miguel Street, la vi en el pavimento fuera de nuestra casa. Un hombre al que no conocía la sujetaba mediante una soga mientras alegaba gesticulando con su mano libre. Conocía a ese tipo de individuos. No iba a soltar la soga hasta haber concluido su alegato. Mucha gente estaba mirando a través de sus cortinas.
“¿Pero por qué quiere robar a la pobre gente así?”, decía, gritando. Se volvió hacia su audiencia tras las cortinas. “Miren todos, ¡solo miren esta cabra!”
La cabra, imperturbable, masticaba lentamente, sus ojos entrecerrados.
“¿Cómo pueden ser tan aprovechados? El estúpido de mi hermano no conoce esta cabra, pero yo sí. Todos en Trinidad que saben de cabras conocen este animal, de Icacos a Mayaro a Toco y hasta Chaguaramas”, dijo, nombrando los cuatro rumbos de Trinidad. “Es la cabra más inútil de todo el mundo. ¿Y se atreve a cobrarle a mi hermano por este animal? Mire, es mejor que me devuelva el dinero de mi hermano, ¿me oye?”
Mi madre se veía dolida y molesta. Entró a la casa y salió con algunos dólares. El hombre los tomó y le entregó la cabra.
Esa noche mi madre dijo: “Ve y dile al Sr. Hinds que no quiero aquí ese animal”.
El Sr. Hinds no pareció sorprendido. “¿No la quiere, eh?” Se puso pensativo, y se pasó la pulcra uña del pulgar sobre el bigote. “Mira, escúchame. Se las voy a comprar. Cinco dólares”.
Le dije: “Se comió más que eso tan solo de pastura”.
Eso tampoco lo sorprendió. “Seis entonces”.
La vendí. Pensé que era el final de la historia.
Un lunes por la tarde, alrededor de un mes antes de que terminara mi último periodo de escuela, anuncié a mi madre: “Otra vez van a rifar la cabra”.
Se alarmó.
El viernes a la hora del té, dije casualmente: “Me saqué la cabra”.
Ya se lo esperaba. Antes de que el sol se pusiera, un hombre había traído la cabra de casa del Sr. Hinds, dado dinero a mi madre y se la había llevado.
Yo esperaba que el Sr. Hinds no preguntara ya por la cabra. Pero lo hizo. No la semana siguiente sino una después, justo antes de que la escuela terminara.
No sabía qué decirle.
Pero un chico llamado Knolly, un buen lanzador y una de las víctimas preferidas del Sr. Hinds, respondió por mí: “¿Qué cabra?”, murmuró en voz alta. “A esa cabra hace tiempo que la mataron y se la comieron”.
El Sr. Hinds se puso furioso repentinamente. “¿Es verdad, Vidiadhar?”
No asentí ni dije nada. La campana sonó y fue mi salvación.
Durante la comida dije a mi madre: “Ya no quiero volver a esa escuela”.
Ella dijo: “Debes ser valiente”.
No me gustó el argumento, pero fui.
A la primera hora teníamos Geografía.
“Naipaul”, dijo el Sr. Hinds de inmediato, omitiendo mi nombre, “define Península”.
“Península”, dije, “es una parte de tierra rodeada completamente de agua”.
“Bien. Ven aquí”. Fue al locker y sacó la correa de cuero mojada. Luego se abalanzó sobre mí. “¿Conque vendiste mi cabra?” Un azote. “¿Conque mataste mi cabra?” Un azote. “¿Cómo puedes ser tan malagradecido?” Otro azote, y otro, y otro más. “Es la última vez que ganas algo que yo rifo”.
Fue también el último día que fui a esa escuela.
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Este cuento forma parte de A Flag on the Island (The Russell Edition, 1970).
Traducción de José Abdón Flores.