Dostoievski sobre la sombra de nuestras conciencias

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El 11 de noviembre se cumplen 200 años del nacimiento del escritor que más profundamente ha explorado el alma humana, y cuya literatura nos enfrenta a dilemas éticos más contundentes que cualquier experiencia de la vida cotidiana.

“Raskólnikov le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones...” (Ilustración: Boligán)
David Toscana
Ciudad de México /

Mucho antes de leer el libro Tolstói o Dostoievski, de George Steiner, yo ya tenía mi respuesta: Dostoievski, siempre Dostoievski.

Tomo dos citas citables de este ensayo de Steiner para comenzar. La primera es de E. M. Forster: “Ningún novelista inglés es tan grande como Tolstói, es decir, ha dado un cuadro tan completo de la vida del hombre, en su aspecto doméstico y heroico a la vez. Ningún novelista inglés ha explorado el alma del hombre tan profundamente como Dostoievski”. La segunda cita viene del filósofo ruso Nikolái Berdiáiev: “Sería posible establecer dos modelos, dos tipos de almas humanas: las que se inclinan hacia el espíritu de Tolstói y las que se inclinan hacia el de Dostoievski”.

Nótese que tanto Steiner como Forster y Berdiáiev ponen primero el nombre del conde Tolstói. Mas aquí abandono las comparaciones, pues este texto no es sobre Tolstói, y paso a sumar las segundas mitades de las citas para decir que mi alma se inclina hacia quien ha explorado más profundamente el alma humana. Con esto me voy acercando a lo que quiero expresar.

Los lectores tibios se allegan a los libros como meros espectadores; pero en manos, ojos y conciencia de un lector fervoroso, las grandes novelas son cosas que nos ocurren. Más que decir: “Leí Crimen y castigo, digo: “Me ocurrió Crimen y castigo”. Me acaeció Demonios. Me sucedieron Los hermanos Karamazov y El idiota. Me aconteció Memorias del subsuelo. Me sobrevino Memorias de la casa muerta. Se vuelven experiencias más contundentes que la vida cotidiana; no son ficciones, sino hechos. Participar en la conversación con Iván y Aliosha Karamazov deja una huella más profunda y relevante que cualquier charla con los amigos. Mi vida ética y religiosa ya no es la misma luego de compartir una copa con los Karamazov.

Cuando este tipo de lector al que le suceden los libros dice que Dostoievski es quien ha explorado más profundamente el alma humana, en verdad está diciendo: “Con él he explorado más profundamente mi propia alma”. Podemos acercarnos al ideal griego de “conócete a ti mismo” con novelistas como Dostoievski. Aunque soy hombre, mucho de lo humano me es ajeno, pero nadie me hace avanzar tanto en humanidad como Dostoievski. Por eso sus novelas hay que leerlas y releerlas en la adolescencia, juventud, madurez, senectud y tiempo de compensación.

El contraste entre la superficialidad de la vida cotidiana y la hondura de la literatura se percibe de manera clara en el asunto central de Crimen y castigo. “Estudiante asesinó a prestamista y su hermana”, leemos en la prensa y de inmediato nos vienen emociones ordinarias. “Maldito. Que se pudra en la cárcel.” Pero Raskólnikov hace lo mismo y nos inundamos de comprensión y clemencia y deseos de que la policía no lo atrape. ¿En qué se basa nuestro perdón?

¿Será porque tiene una madre que lo ama? ¿Será porque su hermana es bella? O quizás porque a la prestamista se le llama usurera y, cuando Raskólnikov nos dice que su departamento es limpio y ordenado, remata con: “Sólo en las viviendas de estas perversas y viejas viudas puede verse una limpieza semejante”. ¿Ese insulto, esa manera de denigrar, nos predispone al asesinato? ¿Aceptamos en la vida humana el utilitarismo de tal modo que un joven con espléndido futuro tenga derecho a acabar con la vida de alguien que ya vio pasar sus mejores días? ¿Es correcto que yo le robe dinero a un millonario que no disfruta su fortuna tanto como yo la disfrutaría? ¿Nos causa placer la escena del homicidio?

“Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas tenía aún el paquetito. Raskólnikov le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado”.

Apenas en este pasaje las preguntas éticas son incontables, y se multiplican cuando Dostoievski hace aparecer inesperadamente a la hermana de la usurera, menos vieja, no tan fea, nada mala, y también asesinada. “Ni siquiera hizo el movimiento instintivo de levantar las manos para proteger su cabeza: se limitó a dirigir el brazo izquierdo hacia el asesino, como si quisiera apartarlo. El hacha cayó de pleno sobre el cráneo, hendió la parte superior del hueso frontal y casi llegó al occipucio”.



Muchas veces se ha dicho que Dostoievski hace “novela psicológica”, pero el término se queda corto. Habría que inventar el de “novela angelodemoníaca”, pues en sus aleaciones de lo bajo y sublime del ser humano estamos más cerca del exorcismo que del diván del psicólogo. En cada línea tenemos al providencial diablito discutiendo con el angelito sobre la sombra de nuestras conciencias. Tomando una frase de Iván Karamazov: “Ahí el diablo lucha con Dios, y el campo de batalla es el corazón del hombre”.

La primera vez que leí la novela me dejé llevar por la voz de Raskólnikov, y así me incliné a despreciar a Svidrigáilov: un viejo sensual, voluptuoso, pedófilo, potencial violador, quizás asesino y corruptor. Svidrigáilov se consigue una prometida de quince años, una “chiquilla con un vestidito corto y semejante a un capullo que empieza a abrirse… a mi juicio, la mirada infantil, la timidez, las lagrimitas de pudor de las jovencitas de dieciséis años valen más que la belleza... apenas llego, la siento en mis rodillas y ya no la dejo marcharse. Su cara enrojece como una aurora y yo no ceso de besarla”.

Escuchando esta relación con otros detalles, Raskólnikov se indigna: “Esa monstruosa diferencia de edades aviva su sensualidad”.

Pero Svidrigáilov tiene un lindero; por eso llega a espantarse cuando le sobreviene una visión con una niña de cinco años: “Algo desvergonzado, provocativo, aparece en su rostro, que no es ya el rostro de una niña. Es la expresión del vicio en la cara de una prostituta. Y los ojos se abren franca, enteramente, y envuelven a Svidrigáilov en una mirada ardiente y lasciva, de alegre invitación… La carita infantil tiene un algo repugnante con su expresión de lujuria”.

He ido sumando años; me acerco, llego y rebaso la edad de Svidrigáilov, y en las relecturas comprendo que su infierno supera el de Raskólnikov. Mientras que a Raskólnikov la vida le dará otra oportunidad y le bastará prisión de pocos años y el arrepentimiento para borrarle el pasado, a Svidrigáilov lo ha condenado el destino y lo ha enlodado el narrador. Pero he acabado por comprender que él comete sus yerros porque está desquiciada y mortalmente enamorado de la hermana de Raskólnikov. Por eso es leal, traidor, cobarde y animoso.

Por eso no le queda más salida que pegarse un tiro.

El tema del hombre maduro enloquecido por la mujer joven lo retoma Dostoievski con intensidad en Los hermanos Karamazov. Ahí son padre e hijo disputando por la misma mujer: Grúshenka, una muchacha con más atributos físicos y sensuales que intelectuales y espirituales.

Papá Karamazov es un hombre muy seguro de sí en su chocarrería, pero delante de Grúshenka se vuelve un juguete. Mucho de ridículo hay en los modos de papá Karamazov para seducir a Grúshenka, confiando en su dinero más que en su hombría.

“Grúshenka, ¿eres tú? ¿Dónde estás, querida, ángel mío? ¿Dónde estás? Ven. Tengo un regalo para ti. Ven y lo verás”, fueron sus últimas palabras en vida antes de que le partieran la cabeza.

Otra vez parece que la lujuria adulta es indecorosa, y triunfa la locura juvenil, así haya crímenes de por medio, y es de extrañar que el buen Dostoievski no fuera más condescendiente con la edad cuando él mismo se casó a los cuarentaicinco años con una golosina de veinte. Pero, otra vez, no es lo mismo leer a los Karamazov a los veinte que a los cuarenta o sesenta años.

La torcida y a veces criminal lubricidad de sus personajes nace en la infancia del pequeño Dostoievski cuando una compañerita de juegos es ultrajada y asesinada. Alguna vez quiso volverlo tema central de una novela. Habló de un proyecto sobre un noble que, luego de una noche de borrachera, hace lo indecible con una niña de diez años. No escribió la novela, pero sembró esa mezcla de diablo y ángel en otras de sus obras con temas de crueldad contra los niños. Especialmente áspera es la confesión de Stavrogin, en Demonios, en una escena tan dura que no apareció en vida del autor.

Todo esto procuró las habladurías sobre Dostoievski; en especial porque un atributo del buen escritor es la ambigüedad.

Quizás sea Iván Karamazov quien habla por el corazón del escritor. “Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños. No hablo de los dolores morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el fruto prohibido. ¡Que el diablo se los lleve! ¡Pero los niños...! ¿Qué papel tienen en todo esto los niños? No puedo resolver esta cuestión. Todos han de contribuir con su sufrimiento a la armonía eterna, ¿pero por qué han de participar en ello los niños? No se comprende por qué también ellos han de padecer para cooperar al logro de esa armonía, por qué han de servir de material para prepararla. Comprendo la solidaridad entre el pecado y el castigo, pero ésta no puede aplicarse a un niño inocente.”

Y al final pregunta a su hermano Aliosha: “Si los destinos de la humanidad estuviesen en tus manos, y para hacer definitivamente feliz al hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a esa niña que se golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello? Responde sinceramente.”

Aliosha tiene su respuesta. Pero lo cierto es que Dostoievski nos pregunta a nosotros; a esos pocos nosotros que no somos meros espectadores.

Por esa forma de exprimir el alma humana, Dostoievski fue en su época más que un escritor: fue un profeta.

Y lo sigue siendo.

​AQ

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