Me resulta difícil recordar cómo y dónde conocí a Pascual Borzelli, en qué preciso momento se me hizo presente. Es posible que haya sido por los años noventa, cuando su hermano, el poeta Roberto Fernández Iglesias y su esposa conducían un programa cultural conocido como Tunastral, que durante decenios le dio vida literaria a Toluca. Como sea, desde el comienzo de su aparición lo acompaña en mi memoria el sonido de una cámara en sus manos. En él se aplica la imagen quevediana: “Érase un hombre a la cámara pegado”.
Recuerdo que varios años después me mostró un portacámaras al hombro que su hijo Miguel le había enviado de los Ángeles. Desde entonces, ese aditamento es indisoluble a su persona. Tengo la certeza de haberlo conocido en una época analógica, porque siempre me intrigó cómo hacía para obsequiar fotos impresas a sus modelos y compartir con algunos medios impresos sus productos sin cobrar. Era una época en que los fotógrafos profesionales se gastaban fortunas en el revelado e impresión de sus rollos. Pascual era ya desde entonces un cazador de imágenes, particularmente de escritores y de artistas. Y casi sin excepción, como yo, se hacían las mismas preguntas: ¿De qué vive? ¿Qué hará con tantas fotos?
El enigma está vigente, pero yo puedo al menos contribuir a despejar otra interrogante: ¿Para qué vive? Sin duda la vida del personaje está dedicada a la recolección y caza de fotografías, de imágenes que atesora en algún lugar, con motivos y planes reservados. Pero entre los varios motivos que le obsesionan, como es el registro de escritores y de artistas, está el de las espaldas de mujeres. Un ejercicio voyeurista que se amalgama con la luz. Porque no habría fotógrafo o fotógrafa si negara su necesidad y su placer de ver, más que de tocar.
En enero del año pasado, Pascual pudo al fin exponer su serie de espaldas femeninas Indietro, en la Galería SAQ, en la colonia Santa María La Ribera, de la Ciudad de México. Durante varios años, a la par de su labor registradora de rostros y figuras de poetas y creadores en general, se dio a la tarea de convencer a mujeres de distintas edades, clases sociales y ocupaciones para que posaran bajo la consigna de captar sólo la desnudez de su espalda. Varias veces me tocó verlo en acción y arrancar un sí en personas “imposibles” de convencer. El dorso de los cuerpos femeninos fue su consigna, pero muchas veces las sesiones han incluido desnudos completos y han incorporado cuerpos masculinos. Es memorable la sesión del escritor sueco Lasse Soderberg en la etapa octogenaria de su vida, junto a su pareja, la escritora colombiana Ángela García.
Inolvidable también, y misterioso su destino, la sesión de desnudos colectivos con el poeta colombiano Jotamario Arbeláez en el encuentro lopezvelardeano, en Zacatecas, organizado por el entrañable amigo José de Jesús Sampedro. Un poema del nadaísta Jotamario, “Mis siete Claudias”, propició lo que en principio se manifestó como una broma, un juego de picarescas intenciones, pero Pascual no lo tomó a la ligera y comenzó a organizar todo para que unas siete poetas, no sé si alguna más, y un poeta catalán desinhibido, acudieran a su improvisado estudio en un cuarto del hotel y posaran esa noche bajo su dirección y la supuesta representación del Sátiro Nadaísta y sus siete Claudias. El juego de la desnudez quedó impreso en la memoria fotográfica de Pascual Borzelli.
He sido testigo, insisto, de esa paciente labor de convencimiento del fotógrafo para que mujeres de todas las edades y sin importar patrones de belleza accedan a despojarse de sus prendas y mostrar sus cuerpos, la mayoría de las veces ante un hombre desconocido o escasamente conocido. No sé cuántos años le ha llevado procesar esta serie fotográfica, pero sé que han transcurrido muchos. El señor a una cámara pegado no ha desperdiciado oportunidad para llevar agua a su molino. Cierta ocasión en que había una pequeña fiesta en mi casa, Pascual me preguntó si podía usar mi estudio para intentar hacer alguna sesión de las espaldas. Accedí persuadido de que sería inútil pretender convencer a mis invitadas, respetadas académicas y notables intelectuales. Me parecía absurdo que cedieran así nomás a sus propósitos. Para mi sorpresa, se generó una algazara en torno a ese plan borzelliano. Los maridos, novios y acompañantes se alzaron de hombros y continuaron libando y conversando. Mientras tanto, se preparaba el escenario y afanosas mis invitadas rebuscaban en el armario de mi esposa rebozos, chales, telas diversas para posar alegres sus espaldas. Indietro representó una mínima fracción de esa extensa colección de espaldas femeninas.
Pascual es uno de los fotógrafos mexicanos, mexicopanameño, que más escritores y pintores ha registrado con su lente. Nos queda siempre la duda de qué será de esa gigantesca galería de rostros de autores de diversa índole e importancia. Su vocación retratista pasa también por su naturaleza generosa e incluyente, le importan, como a todos, los famosos, pero da cabida también a los que empiezan y a los de debut y despedida. En cuestión de espaldas es algo semejante. No responden a estereotipos de belleza, a cuerpos jóvenes y sólidos, esculpidos en gimnasios. La serie de espaldas expone los cuerpos de mujeres en un espectro de situaciones y posibilidades amplia y diversa. De hecho, domina la figura femenina madura o en etapas avanzadas de la vida. No obstante, Pascual logra transmitir la dignidad corporal y la belleza física, aun cuando el tiempo cobra factura y vence por gravedad las formas y el deseo, más no el orgullo, que se mantiene en pie con optimismo.
Animado por un impulso de captar la realidad y sus personajes, sin tregua y sin pausa, Pascual se ha convertido en un personaje de la vida cultural de la Ciudad de México. Difícil asistir a una actividad literaria o pictórica y no encontrarse con su figura y su lente. Yo estaba persuadido de que había vuelto a los retratos y su proyecto de las espaldas había prescrito. Lo invité hace unos días a Cuernavaca, a retratar a un escultor para un libro de relatos sobre artistas visuales que está en proceso de edición. Apenas entramos a su casa, Pascual descubrió a la joven esposa, también artista, y sin preámbulos la invitó a posar para él. Ella sonrió y le dijo, primero es lo primero, viniste a retratarlo a él, luego ya veremos. Al terminar la sesión con el escultor, la joven señora le dijo: muy bien ahora vamos con la espalda, pero el escritor se queda afuera. Mientras yo deambulaba entre las piezas escultóricas, Pascual había convencido al marido de posar al lado de ella. Al terminar, los tres, al unísono gritaron mi nombre. Ya podía pasar. Literalmente me habían dado la espalda, pero a Pascual se la habían mostrado.
AQ