A la altura de mi edad, un árbol libro

Marca de fuego

La autora recuerda cómo nació, desde la infancia, su amor por la lectura, cuando explorar las páginas se sentía como habitar un cuento de hadas.

"Leer es saber un poco más de ti, de los otros, hacer crecer la mirada de lo posible a lo imposible". (Generada con DALL E)
Zelene Bueno
Ciudad de México /

Cuando era niña me gustaba el olor de los libros nuevos, sobre todo los de texto del colegio, los cuadernos y los lápices. También me gustaba mirarlo todo, con esa primera mirada que todo fotografía. Los árboles de la banqueta desprendiendo hojas amarillas que al ser pisadas con un salto sobre de ellas, su crujido parecía el de un quejo o una risa. Me atrapaban la vista las flores con su música de colores pasteles o chillantes. El olor a pasto recién cortado y el canto de los pajaritos que rondaban por el jardín de la casa de la infancia.

No recuerdo qué edad tenía, o si fue un sueño o un anhelo, pero recuerdo que mientras leía un cuento de hadas, sus ilustraciones llamaron mi atención, tanto que de pronto me vi inmersa dentro. Yo era una de las niñas que estaban ahí en la ilustración, con pijama y semirrecostada en la cama mullida entre almohadones y edredones leyendo el cuento con las hermanitas hadas. Ninfas y hadas madrinas, enanos y gigantes, brujas y monstruos aparecían y desaparecían, cobraban vida en el escenario cada vuelta de página.

Más tarde me gustaba observar el librero de mis papás, se me hacían muy deseables los de hasta arriba, por lejanos y distantes, por no tenerlos a la mano, por no poderlos bajar con un banquito. Los de hasta arriba un día estuve dispuesta a bajarlos, pero me sorprendió mi padre diciéndome que esos estaban prohibidos, que no tenía edad para leerlos aún. Más grande pude subirme y alcancé a leer alguno de los títulos, como los de Aristóteles, Santo Tomás y San Agustín, la Divina comedia de Dante, la Ilíada de Homero, Los nueve libros de la historia de Heródoto, poetas rusos… No entendía por qué me los prohibían. Solo tenía como respuesta que por mi corta edad no los iba a entender. Entonces empecé a imaginar que yo leería como crecen los árboles, muy lentamente; que aprendería a leer los cielos como ellos, conforme iba creciendo. Entonces con los años sabría por el acomodo de las nubes cuándo iría a llover libros o cuándo moriría de sed por falta de ellos. Y si los libros estaban hechos de árboles, ¿cuántos años más sobrevivirían? ¿Acaso yo alcanzaría a vivir tanto como ellos? Y me respondía que tal vez alcanzaría a leer más allá de los cien años.

A la altura de mi edad y sin escalera, me dieron permiso de leer en el librero grandes colecciones de cuentos y novelas diversos: Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain, Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll, Robinson Crusoe de Luis Stevenson, Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain, La isla del tesoro de Daniel Defoe, La vuelta al mundo en ochenta días de Julio Verne y El principito de Antoine de Saint-Exupéry. Si antes era imaginativa y soñadora, después de leer a estos autores ya no me quería bajar de la nube del árbol de la imaginación.

En los libreros de las casas de mis primos no recuerdo haber visto libros prohibidos a la vista. Los que más me llamaban la atención se encontraban en la casa del tío Víctor. Tenía una colección en miniatura. Trataba de leer los títulos, tocar su textura, suave o rugosa, abrirlos y leerlos para saber sus historias.

En la casa de la abuela solía esconderme en los roperos o en el cuarto de costura debajo de la máquina de coser, con algún librito. También me gustaba hurgar en los cajones de la mesa de luz y en el escritorio del abuelo. Algo quería encontrar, pero no sabía qué cosa era; tal vez algún objeto mágico o fantástico y sólo encontraba las peinetas y horquillas de mi abuela; su Biblia, su misal, vidas de santos, libros pequeñitos de oraciones, jaculatorias y rosarios.

Con el tiempo, la edad de la curiosidad me llevó a tratar de descifrar el misterio de los cuentos y las novelas de Agatha Christie. Igualmente, quería anticiparme a descubrir quién era el asesino o el ladrón en los relatos de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle. Leía hasta tarde y solía identificarme con el personaje Irene Adler.

Como a los 13 años fui invitada a pasar las vacaciones de verano con los primos de México. En la casa de mis tíos se leía y se comentaba hasta el periódico. Con ellos fui a la Feria del Libro y aquella vastedad de libros fascinó mi mirada. Me obsequiaron dos libros: la obra de teatro Romeo y Julieta de Shakespeare, que me introdujo al mundo del amor romántico y trágico, y El diario de Ana Frank, el cual me impactó muchísimo. Ese mundo de guerra no lo había tenido entre mis lecturas. Con Mujercitas y Más cosas de mujercitas solté mis primeras lágrimas.

Más tarde en el colegio leíamos literatura hispanoamericana contemporánea como Al filo del agua, que me gustó mucho porque me hacía recordar los viajes con mi abuela a los pueblos polvosos como los de Agustín Yáñez, a visitar a las comadres y al cura de la iglesia. A mi abuela le gustaba ser madrina de cuanto niño desbautizado se encontrara por ahí. Pagaba por ser madrina, ella era muy piadosa y generosa. A mis primas y a mí nos hacía bajar con la bolsa llena de muñecas para regalar a las niñas recién bautizadas, y a los primos con una bolsa llena de pelotas para los niños. Así que el mundo de las novelas que describía los pueblos de México se me hacía muy familiar.

En la prepa leíamos a los clásicos, como Molière y Quevedo, así como las inmortales obras de Homero, la Ilíada y la Odisea. Para ese entonces ya podía leer algunos de los libros prohibidos, pero El capital de Marx no me fue permitido mientras viví en la casa de mis padres.

Me gustaba escribir a diario y crear mi propio mundo. Recuerdo que gané un concurso de cuento largo en la secundaria. Por la trama de mi relato, que incluía un suicidio del personaje principal, las monjas se escandalizaron tanto que llamaron a mis padres y por la censura me dejaron en segundo lugar.

Desde entonces, para mí, leer significa viajar por el tiempo, un tiempo que se alarga o se achica según la imaginación; significa estar a disposición o a merced del autor para empatizar con nuestra condición humana. Leer es saber un poco más de ti, de los otros, hacer crecer la mirada de lo posible a lo imposible. El amor por los libros me nació desde la infancia. Recuerdo que cuando todavía no sabía leer y me sentaba en mi sillita de niña con los lentes de mi mamá a fingir que leía un libro al revés, mis papás se sonreían. “Mírala, cree que ya sabe leer”.

Texto publicado con autorización de los editores de la antología 'Marca de fuego', publicada por la Universidad de Guadalajara.

AQ

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