Los mundos posibles de Abel Quezada

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Celebramos 100 años del nacimiento del caricaturista y pintor, cuya crítica de las costumbres políticas y sociales mexicanas alcanzó la categoría de un arte mayor.

Abel Quezada en su estudio. (Foto: Herederos de Abel Quezada 2020)
Guadalupe Alonso
Ciudad de México /

A la familia Quezada Rueda. A Dayana y Juan Carlos


“Uno es una cosa y quiere ser otra”, decía Abel Quezada, en una conversación con el escritor y cineasta Claudio Isaac. “Toda mi vida he sido dibujante, pero ha habido oficios que me llaman mucho la atención y que me hubiera gustado ser en caso de no haber sido dibujante. Algunos los llegué a practicar cuando era joven. Era cazador de conejos profesional, los vendía en la tarde después de cazarlos. Me hubiera gustado también ser cantinero, cocinero, saxofonista, navegante, agricultor, pintor y beisbolista, ser segunda base y gran bateador”. Quizá no logró agotar la lista, pero sin duda supo darle cauce a sus talentos y destacar, sobre todo, como uno de los periodistas más influyentes de su tiempo.

Abel Quezada, quien cumpliría 100 años el 13 de diciembre, fue una figura excepcional del periodismo por más de medio siglo. Su capacidad de descifrar el espíritu del mexicano, retratarlo con humor y hacer, al mismo tiempo, una crítica implacable y reveladora de la sociedad y sus políticos, lo coloca como un caricaturista sin parangón en la escena periodística del México contemporáneo. “Empezó como historietista”, comenta el curador e investigador Alfonso Morales, “se siguió como cronista de espectáculos y cine, fue editorialista político, pero combinaba esto de distintas maneras y acudiendo a diferentes soluciones icono-literarias que lo hacen un personaje muy atípico, difícil de etiquetar. Quezada es uno de los enemigos más efectivos que ha tenido la solemnidad mexicana, la combatió a través de diferentes medios y con el uso de extraordinarios recursos creativos en el terreno de las letras y el dibujo”.

​“Se crió en una familia metodista del norte de México”, cuenta su hijo Abel. “Comenzó a dibujar muy joven. A los 14 años tuvo la iniciativa de mandar sus dibujos a la Ciudad de México, donde se publicaban en algunos pasquines. Cuando les dijo a mis abuelos que quería ser dibujante, su padre le respondió:

     —Pues mira, si no hay remedio está bien que seas dibujante, pero recuerda, nunca trabajes tanto que no te alcance el tiempo para ganarte la vida.

Creo que le hizo caso porque fue impresionante todo lo que llegó a hacer además de dibujante y pintor. Fue petrolero, constructor, editor, en fin, se metió en infinidad de cosas, no todas con éxito, pero tenía una capacidad de trabajo impresionante. Llegó a publicar dos o tres cartones diarios en diferentes publicaciones. A la capital llegó a los 16 años, fue entonces cuando conoció a Germán Butze, el creador de Los Supersabios, su primera inspiración y guía”.

Claudio Isaac lo describe como “un pensador profundo y agudo que aun siendo parte de la intelectualidad —fue muy amigo del grupo “Los Divinos” (José Luis Martínez, Jaime García Terrés, Alí Chumacero, entre otros), más tarde de Gabriel García Márquez, Carlos Monsiváis— era, en cierto sentido, anti intelectual. Como se había criado en la religión protestante donde el dios es el trabajo, la productividad, tenía la sospecha de que los intelectuales eran unos haraganes. Creo que con toda razón, porque la vida de Abel fue todo lo contrario. Hacía sus cartones o pintaba en ciertos horarios, pero antes ya había estado en un despliegue de actividades como empresario, petrolero, ganadero. Tuvo muchas facetas, todas productivas, no concebía el ocio”.

“Trabaja, además, en la época de oro de la historieta mexicana, cuando se hacen grandes tirajes y hay producciones extraordinarias”, dice Rafael Barajas El Fisgón. “Él se inspira en el trabajo de un escritor y dibujante norteamericano del New Yorker, James Thurber, que hacía unas historietas reflexivas fantásticas, un género a caballo entre la literatura y el dibujo. Retoma las enseñanzas de Thurber y hace un dibujo esquemático, sencillo pero muy expresivo, que comunica rápidamente con el lector, porque además resulta que es un narrador extraordinario. El gran chiste de Abel Quezada es que contaba historias magníficas”.

Portada de The New Yorker, 30 de septiembre de 1985.


“Muchos de sus personajes son una especie de entregas ‘historietiles’ repartidas a lo largo del tiempo”, apunta Alfonso Morales. “Tenía un elenco de personajes estables que todavía están presentes en el imaginario colectivo: El Charro Matías, que era el priista que todos llevábamos dentro; Gastón Billetes el multimillonario mexicano; la Dama Caritativa de las Lomas y muchos más, arquetipos que tenían que ver con una modalidad, una encarnación de nuestros estratos sociales o alguien que personificaba nuestros defectos. Creó a estos personajes para dialogar con ellos a través del cartón y hacer una crítica de costumbres de la mexicanidad como una enfermedad perniciosa y mortal. Por ejemplo, el cinismo y el oportunismo del Charro Matías que hoy era echeverrista, pasado mañana lópezportillista y, actualmente, sería lópezobradorista”.

Para Rafael Barajas, “Quezada marca nuevas tendencias en la caricatura mexicana. Además, adereza la parte literaria de su trabajo con dos cosas muy interesantes. La primera, un análisis de la política mexicana y, la segunda, que empieza a trabajar en un momento en que está en boga la filosofía mexicanista, Octavio Paz con El laberinto de la soledad, Jorge Portilla con La fenomenología del relajo, y hace una serie de reflexiones sobre lo que es el mexicano haciendo política”.

Quizá uno de los cartones más emblemáticos de Quezada fue el que se realiza tras la matanza de Tlatelolco. El 3 de octubre de 1968, publica un lienzo negro titulado ¿Por qué? “La historia de ese cartón es muy interesante”, dice Alfonso Morales, “hubo otras versiones que no se atrevieron a publicar en Excélsior. Además de que es una pieza conceptual extraordinaria, fue el modo que encontró para tener una opinión de esa naturaleza y creo que fue una solución extraordinaria”.

¿Por qué? (publicado el 3 de octubre en Excélsior).


Abel Quezada ejerció el periodismo con libertad, fue un crítico persistente en una época cuando el gobierno tenía el control de los medios. “Se le trató de boicotear por muchos lados”, refiere Alfonso Morales. “Tuvo amenazas personales de políticos que, además, presionaban a la dirección de Excélsior”.

Las presiones del gobierno, derivaron en el golpe a Excélsior, el 8 de julio de 1976. Ese día, Abel Quezada se retiró, junto con la directiva del periódico, de la que fuera su casa por 20 años. “Padeció muchísimo el golpe a Excélsior”, comenta Morales, “siguió trabajando en otros medios, nunca bajó la guardia, pero ya no fue lo mismo y él lo sabía, tanto que ya no le interesó hacer el cartón político, sino pintar, otra vertiente extraordinaria en la obra de Abel Quezada”.

La pintura fue un espacio de intimidad, de gozo. Un modo de recuperar personajes y escenas de la vida cotidiana, de perpetuar en el lienzo los paisajes recorridos. “Muchas de esas imágenes son bitácoras, recuentos de los lugares donde estuvo, el rincón de un café parisino, la vista desde una ventana hacia Central Park, una tarde de lluvia, esos tiempos perdidos que solo a través de la pintura se pueden recuperar”, afirma Morales. Nueva York fue uno de sus destinos predilectos. De joven buscó abrirse paso sin fortuna. Luego volvió, en los años 80, invitado a colaborar en la revista The New Yorker. “Se publicaron 12 portadas”, recuerda su hijo Abel, “pero lo fantástico es que encontramos una buena cantidad de acuarelas que había hecho como bocetos, más de doscientas, que también podrían haber sido portadas para el New Yorker”.

Portada de The New Yorker, 11 de febrero de 1985.


“Hay un cruce evidente entre las distintas disciplinas y la temática que marcaron la obra de Quezada”, señala Morales. “Uno no puede dejar de ver al historietista en los cuadros. Recuerdo que Carlos Monsiváis se refería al mural Petróleos mexicanos —obra qué pintó por encargo en 1988— diciendo que en el fondo estaban ahí, naufragando en el gran espacio del mural, creaciones de historieta. También son apuntes irónicos y caricaturescos los que se pueden reconocer en ciertos cuadros. Es el mismo autor haciendo uso de distintos recursos. A esto habría que agregar la escritura de cuentos y fábulas que de manera póstuma se recogieron en el libro, Antes y después de Gardenia Davis, un compendio de relatos extraordinarios”.

Abel Quezada nunca pensó en la posteridad ni estuvo en su ánimo asumirse seriamente como artista. Tampoco se ocupó de conservar sus cartones o sus apuntes para dejar un legado. Si hoy podemos acercarnos a su obra es gracias a la voluntad de la familia. Martha Yolanda, su hija, platica que su madre se dio cuenta de que toda la obra la dejaba en el periódico. “Se hablaban de usted y un día mi mamá le dijo:

     —Pues tiene usted que recoger sus cartones.

Entonces, mandaba al asistente de mi papá a recogerlos. Así fue recolectando su trabajo. Hoy tenemos en el archivo 11 mil cartones, 547 registros de obra pictórica, entre óleos y acuarelas, y estamos empezando a organizar la fototeca”.

“Aquí, en su casa de Cuernavaca, están guardados cincuenta años de historia de México desde la visión particular de Abel Quezada”, agrega su hija Josefina. "Tenemos correspondencia con José Luis Cuevas, Octavio Paz, Carlos Monsiváis, Juan Soriano. Hemos digitalizado toda la obra, incluida la acuarela. Quisiéramos que el archivo pasara a manos de una institución que lo proteja y se ocupe de difundirlo”.

Los esposos Shadow. (mortonsubastas.com)


Alfonso Morales, quien durante muchos años ha trabajado en el archivo, refiere que “es una de las mejores crónicas, la más divertida, de la historia del siglo XX mexicano”. Y Rafael Barajas lo coloca como “uno de los grandes caricaturistas que hemos tenido en México. Un artista que inventó o perfeccionó un género y construyó muchos de los arquetipos más populares de mediados del siglo XX en nuestro país”.

Abel Quezada murió en su casa de Cuernavaca, en febrero de 1991. “Quiero suponer que fue una vida tan plena, tan llena de experiencias, de vivencias y recuerdos, que al mirarse en el espejo de la pintura, en los últimos años, hubo una profunda satisfacción de lo vivido”, concluye Alfonso Morales. “A través de lo que pude investigar y leer, entendí que fue un hombre que gozó la vida, la disfrutó, la aprovechó. Creo que se retiró en paz, con una sonrisa, como lo merece alguien así”.

Un hombre verde

Abel Quezada nació el 13 de diciembre de 1920, en Monterrey, y murió el 28 de febrero de 1991, en Cuernavaca. Caricaturista, historietista, escritor y pintor, dio sus primeros pasos en el periodismo en el diario Ovaciones pero no fue sino hasta su llegada a Excélsior, en 1956, cuando maduró su crítica a ciertos vicios y defectos de la mexicanidad con personajes como El Señor Pérez, El Charro Matías y El Tapado. Tras el golpe a Excélsior en 1976, inició un peregrinaje por las redacciones de México y en 1980 colaboró en la factura de las portadas del semanario The New Yorker.

      Se retiró del periodismo en 1989 para consagrarse a la pintura. En 1984, el Museo Tamayo organizó la exposición Abel Quezada: dibujante. Un año después, el Museo de Arte Moderno exhibió su obra pictórica.

        Nosotros los hombres verdes (FCE, 1980) ofrece una selección de 111 cartones realizada por el mismo Abel Quezada quien en ese libro escribió: “Los dibujantes son como los hombres verdes del circo que, para ganarse la vida, solo tienen que ser como son”.

AQ

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