Adán Brand: burlador del tiempo

Reseña

Con Animalaria, libro que obtuvo el Premio de Poesía Joaquín Xirau Icaza 2019, el poeta mexicano traza "una zoología de intimidad cotidiana".

Adan Brand es Maestro en Lingüística Aplicada por la UNAM. (Montaje: Ángel Soto)
Mariana Bernárdez
Ciudad de México /

El buen escribir es un acto que prolonga la conversación, traspasa la inmediatez, y habrá de ser asidero cuando el vendaval atraviese la vida. Diría que Animalaria (Eximia/ IMAC, Premio de Poesía Joaquín Xirau Icaza 2019 convocado por la Fundación Colmex y El Colegio de México) cumple dicho principio de certeza. El poeta decanta la unidad de sentido porque sostiene entre sus manos el fulgor de esos instantes que son un recuento verdadero de quien se es, y ello no es poca cosa.

Advierte en el prólogo la trozadura en el hilo narrativo como celebración de la transparencia en el decir. Adán Brand vuelve a una poesía escrita en tempo lento, que se demora en la caricia diletante de la mirada que se aleja de la velocidad y su crispación, y que se detiene para repasar, registrar, resguardar lo que más tarde habrá de ser materia poética.

El rememorar como apropiación de significado le lleva a asumir la heredad de ser parte de un libro que ha resistido el paso de las eras porque brotó del desierto y en sus líneas se apresa el fuego de la zarza y el agua del huerto. También le permitió descubrir el umbral, ese “entre” donde es dado levantar la saeta de la pregunta a cambio de un puñado de silencio. “Vuelve el atrio a un murmullo de palomas;/ el campanario a su mutismo;/ asciende el sacerdote al presbiterio.// Respiro hondo.// Doy un paso.// Y me arrodillo aquí,/ en el umbral:/ con la planta de los pies hacia la luz de fuera/ y el rostro hacia la oscuridad del templo” (“Umbrales”).

Un poema como un viaje que habrá de descansar en la suspensión del tiempo, que busca el resonar de la imagen en la expresión y en el nudo de la metáfora que, inevitablemente, escapan de la mano aún de permanecer en los dedos el relampagueo de su movimiento…, y la escritura, también inevitablemente, irá en pos de la huida hasta alcanzar el misterio de la evocación. Los ojos que leen serán contenidos en el verso, y del verso al poema, la lumbre de la presencia.

Un universo de símbolos se desgrana en el enigma que implica esta vastedad, “tanto” pareciera imposible decir, pero el paisaje es pertenencia, y obliga a su contemplación, se contempla para saber que la vida va más allá, que el poema es carnadura que salva de la pérdida y de la desmemoria…, lenguaje, habla, lengua de pájaro que se canta en el límite del cuerpo porque la poesía es un fenómeno vital.

Y este poeta plantea el dilema de su creer y su descreer, de su necesidad y su abandono, quisiera tocar a su Dios y lo que roza es la mudez; se resiste a que su Dios sea un hueco, y que él, en su fragilidad, no pueda resolver su existencia dentro ni fuera de este espacio. Y la disyunción se plantea, no en la osadía de quien explora su capacidad de argumentación, sino en el anhelo de saber de dónde su raíz, de dónde su nombre, cuál el vínculo con la madre, cuál con el padre…, como si el mero nacer llevase a una confluencia de voces para no zozobrar ante la nostalgia que acusa una herida antigua.

En este recordar lo vivido, el poeta dibuja una zoología de intimidad cotidiana: cochinillas, caracoles, libélulas, arañas, escarabajos, escorpiones…, que van poblando el mecanismo de cifrar y descifrar para hallar otros modos de estar y otras formas de frontera; arduo es el trecho porque vasto es el anhelo: recuperar la mesura y leerse a través de la creación para dejar de masticar este astillar fracturado. Y cito: “porque amor/ no es otra cosa que avidez,/ el hambre y la sed insatisfechas/ del instinto/ que no deja de azuzarnos/ las entrañas:// todo lo que no devora es devorado;/ lo que no atraviesa ni tritura/ ni desgarra con sus ácidos/ que se dé por muerto” (“Escorpiones”).

Lo cierto es que en el jardín de esta zoología existe lo feroz, aquello que provoca la caída o la muerte de quien se ama, el uno del poeta frente al desgarro también muere un poco; y resiste, resiste la marejada del olvido, y se vuelve el contrapunto de esa agua que se derrama porque el cántaro-cuerpo se ha quebrado: agua que busca su río y su mar.

El poeta entabla una conversación sutil para afirmar el destino: no se habrá de vivir para siempre. La muerte desata los demonios y la angustia, que con el paso de los días y con el caer de la lluvia alcanzarán la borradura. La pérdida deslava los referentes, exilia, vuelve ajena la vida; entonces la cuestión es cómo volver y a dónde.

Se vuelve a donde se pertenece, al lenguaje, y el lector se encontrará con poemas que se inscriben en esa tradición que reflexiona en torno al quehacer poético, sin obviar la expulsión del poeta de la ciudad. ¿Quién si no para nombrar aquello que rebasa el cerco de la ley de la República? ¿Quién si no para afirmar la poesía como un saber de añadidura? Sea pues el poeta ese burlador del tiempo y de la muerte. Cito el siguiente fragmento: “Para albergarte/ no tengo más espacio que mi cuerpo./ Apiádate entonces,/ que entre ausencia y vacío/ inundándome por dentro,/ me voy colmando./ Habita las líneas de mis dientes;/ la sonrisa de mis ojos/ si lo quieres; habita mejor/ mis lacrimales;/ luego sal/ como ese océano de sodio/ que fuiste en los últimos días de tus horas.// Fluye ahora como no pudiste hacerlo entonces.// Yo no puedo ser estanque,/ ni muro circular, ni presa./ Faltan las fuerzas de una madre para contenerte/ y yo no sé dar vida,/ ni puedo darte una segunda muerte” (“Presa”).

ÁSS

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